Tenía chispa, carácter, pero era esencialmente agradable, muy cercano. No perdía la sonrisa
Tengo como una especie de morbo en hurgar, siempre que puedo, en la vida de cualquier persona que es elevada a los altares, así no haya oído hablar nunca antes de ella. ¿Qué hacía ese señor, o esa señora, de especial para ser santo? Y, al final, siempre me llevo sorpresas que tienen que ver con lo cotidiano, con lo más humano
Descomplicado y simpático; abierto a todas las ramas del saber y muy profesional. Álvaro del Portillo poseía, también, un castizo sentido del humor castizo. De ello da prueba esta reflexión suya: «No podemos engañarnos, como aquel señor del que cuentan en Italia que comía la pasta con los ojos cerrados, porque el médico le había dicho que la pasta… ¡ni verla!». O, esta otra, bromeando con alguien que viajaba a Chile: «Diles que tengo muchas ganas de ir a verles... pero que me quedo con las ganas». Tenía chispa. Tenía carácter, pero era esencialmente agradable, muy cercano. No perdía la sonrisa. Todos los que lo trataron recuerdan la paz y el sosiego que vivía e infundía. Álvaro del Portillo era un hombre espontáneo, rebosante de cariño, de esos que saben querer y lo demuestran. Que van haciendo el bien a manos llenas, levantando la vida con entusiasmo y alegría, como si tal cosa.
«Muy a la mano de todos». La frase es de Javier Echevarría, actual prelado del Opus Dei, la persona que más cerca estuvo de él. Que más tiempo compartió con este obispo nacido en Madrid, que será proclamado beato el próximo día 27 de septiembre en la capital de España. A Monseñor Echevarría le cabe el privilegio de haber asistido a dos santos, a Escrivá de Balaguer y Álvaro del Portillo. Y de haber aupado, mano a mano con ellos, una de las instituciones más serias de la Iglesia universal, más fieles al Papa, el Opus Dei.
Javier Echevarría, que no da puntada sin hilo, ha tenido el acierto de pedir a todos los que se unan a esta beatificación un gesto, consistente en una donación para respaldar cuatro proyectos en el África negra, coordinados por Harambee −una ONG que nació, precisamente, con motivo de la canonización de San Josemaría−, que buscan la puesta en marcha y consolidación de instituciones africanas de erradicación de la pobreza y formación humana. El pasado día 11 de marzo, don Álvaro, como llaman los del Opus a monseñor Álvaro del Portillo, hubiera cumplido cien años. Una buena ocasión para reparar en su vida, pensares y sentires.
Tengo como una especie de morbo en hurgar, siempre que puedo, en la vida de cualquier persona que es elevada a los altares, así no haya oído hablar nunca antes de ella. ¿Qué hacía ese señor, o esa señora, de especial para ser santo? Y, al final, siempre me llevo sorpresas que tienen que ver con lo cotidiano, con lo más humano. Con el día a día y la vida corriente y moliente. Pero hay algo que se repite en todos ellos. Que casi nunca falla, ya sean consagrados o laicos: la capacidad para saber estar cada uno en su sitio; sin hacer cosas raras. Siendo útiles a los demás y haciéndoles felices. Tal es el caso de este obispo nacido en la capital de España y que trabajó hasta la extenuación por el Reino de Cristo. He revuelto Roma con Santiago, para encontrar testimonios de quienes conocieron y trataron al nuevo beato.
Los he repasado cuidadosamente. Ha sido, sobre todo, divertido y esclarecedor, por el talante amable y recio del personaje. Me quedo con lo que de él dice Javier Echevarría −su sucesor−, sustentado en tres patas, como un trípode de esos que llevan los cámaras de televisión y los paparazis: «heroísmo en lo cotidiano, humana sobrenaturalidad, extraordinaria normalidad en la existencia ordinaria, en las cosas más pequeñas». No se puede decir mejor, ciertamente.
Cuenta Salvador Bernal, entre otras ocurrencias y salidas de Monseñor del Portillo, ésta que refleja muy bien el buen sentido y buen humor del nuevo beato: cuando tras ser elegido para suceder al fundador del Opus Dei, decidió que todas las donaciones y detalles que habían tenido con él se dedicasen a labores apostólicas, alguien le dijo: «gracias por el sentido universal que nos ha dado». A lo cual apostilló inmediatamente monseñor del Portillo: «Así que tú llamas a las perras sentido universal». ¡Bendita espontaneidad la de don Álvaro!