“Un claro ejemplo de cómo hay que recorrer el camino de la santidad”
“Don Álvaro del Portillo es un claro ejemplo de cómo hay que recorrer el camino de la santidad”, afirmó el Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio Mª Rouco Varela, en su intervención semanal en el informativo diocesano de COPE
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El Papa Francisco ha promulgado recientemente el decreto de beatificación del Venerable Álvaro del Portillo. Sacerdote nacido y ordenado en Madrid. Un madrileño universal. La celebración en la que será proclamado Beato tendrá lugar, Dios mediante, el sábado 27 de septiembre en Madrid, en Valdebebas, precisamente en este año en que festejamos el centenario de su nacimiento. Presidirá el Cardenal Amato, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, como delegado especial del Santo Padre. Al día siguiente se celebrará, en el mismo lugar, la Eucaristía de acción de gracias. La beatificación del Venerable Álvaro del Portillo supone un gran gozo para toda la Iglesia y de modo muy singular para nuestra Archidiócesis. Su figura se une a la de tantos de sus hijos e hijas que en el siglo XX vivieron su específica vocación cristiana heroicamente como una vocación para la santidad. Algunos de ellos se veneran en la Santa Iglesia Catedral de Nuestra Señora la Real de la Almudena. Los santos hacen la Iglesia; y la Iglesia necesita, sobre todo y ante todo, de mujeres y hombres santos. Damos gracias al Señor por tantos madrileños, comenzando por nuestro Patrón, San Isidro, que han vivido entre nosotros, han trabajado, se han entregado a Dios y han sido fieles hasta la muerte alcanzando la santidad.
El futuro Beato Álvaro del Portillo nació en Madrid el 11 de marzo de 1914, cerca de la Puerta de Alcalá; fue bautizado en la Iglesia de San José, junto a la Gran Vía; y recibió la Primera Comunión −al igual que sus compañeros del Colegio del Pilar, de los Marianistas− en la parroquia de la Concepción de la calle Goya. Estudió en nuestra ciudad para ayudante de Obras Públicas y cursó la carrera de Ingeniería de Caminos. Después de varios años de trabajo profesional, recibió la ordenación sacerdotal en 1944 en la capilla del Palacio Episcopal, de manos del obispo de Madrid, el Patriarca D. Leopoldo Eijo y Garay. Más tarde se doctoró en Filosofía y Letras y en Derecho Canónico. Su vida estuvo especialmente ligada a la de un Santo que veneramos en una de las capillas de nuestra Catedral: San Josemaría Escrivá de Balaguer. El futuro Beato fue uno de los primeros miembros del Opus Dei, y ayudó y secundó fielmente al Fundador. Tras la muerte de San Josemaría, en 1975, fue elegido para sucederle al frente del Opus Dei. En 1982, al erigir el Opus Dei en Prelatura personal, San Juan Pablo II le nombró Prelado del Opus Dei, y, en 1991, le confirió la ordenación episcopal. Dirigió durante diecinueve años esta realidad de la Iglesia con gran dinamismo evangelizador, un profundo sentido de comunión eclesial y fidelidad al carisma fundacional. Falleció santamente en 1994, tras peregrinar a Tierra Santa. San Juan Pablo II fue a orar ante sus restos mortales, como reconocimiento por su servicio al Pueblo de Dios.
Estaba dotado de una gran creatividad evangelizadora. Siguiendo con fidelidad la luz fundacional de San Josemaría, promovió nuevas labores apostólicas en numerosos países y diversas iniciativas en favor de la Iglesia universal, como, por ejemplo, la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma, donde estudian sacerdotes, religiosos y laicos de todo el mundo. Fruto de la necesidad que sentía de vivir la caridad fraterna hacia los más pobres y necesitados, impulsó labores sociales en las zonas más pobres de muchas barriadas de las grandes ciudades y en algunos países de lo que algunos denominan el Tercer Mundo. Tuve una extraordinaria ocasión de tratarle y conocerle muy de cerca en el Sínodo sobre “la formación de los sacerdotes en las actuales circunstancias”, en 1990. Formábamos parte del mismo “Círculo Menor”. Me gustaría destacar dos rasgos de su personalidad, junto con su bondad, serenidad y buen humor:
El primero fue su particular preocupación por las personas necesitadas, de la que ya dio muestras en los primeros años de su carrera universitaria, cuando participaba en las Conferencias de San Vicente de Paúl. Formaba parte de un grupo de jóvenes que atendían a las familias que vivían en infraviviendas en los alrededores de Madrid, en el arroyo del Abroñigal −en la actual M.30− y en otros lugares. Les llevaban alimentos y medicinas y procuraban socorrerlas en sus necesidades; y daba catequesis, en un tiempo muy difícil, a los niños de la parroquia de San Ramón Nonato de Vallecas. Uno de sus compañeros le recuerda llevando en brazos por las calles de Madrid a un niño que había quedado abandonado en unas chabolas. A pesar de las dificultades no cejó hasta que pudo confiarlo a la atención de las religiosas de Santa Cristina, para que lo cuidaran hasta que sus padres pudieran hacerlo. Entre los jóvenes que le acompañaban para visitar a esas familias necesitadas del extrarradio, y entre sus amigos, encontramos a figuras señeras de nuestra Iglesia diocesana, como el Beato Jesús Gesta, que ingresó como hermano en la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y murió mártir; y al Venerable D. José María García Lahiguera, Arzobispo de Valencia, que fue durante muchos años director espiritual del Seminario y Obispo Auxiliar de Madrid.
Un segundo rasgo de su vida es su trabajo infatigable por el bien de la Iglesia. Su afable caridad con todos, unida a sus profundos conocimientos teológicos y jurídicos, hizo que gozase del aprecio de los sucesivos Papas, que le confiaron numerosos cometidos en varios Dicasterios de la Curia Romana al servicio del Pueblo de Dios. Participó muy activamente en tareas de gran responsabilidad en los trabajos del Vaticano II, especialmente en el Decreto Presbyterorum ordinis, y contribuyó a la renovación espiritual de la Iglesia con mentalidad abierta y fidelidad al Evangelio. Prestó especial atención a los problemas de la mujer, y sus libros y ensayos, traducidos a varios idiomas, han supuesto una notable aportación a la misión del laicado y de los sacerdotes en el mundo actual.
Muchas personas de nuestra diócesis conocieron personalmente al futuro Beato y acuden a su intercesión. Me uno a la alegría de todos ellos, y de forma especial a sus familiares, entre los que se cuentan varios sacerdotes y un misionero en África. Animo a todos los fieles madrileños a participar en las ceremonias de esta beatificación y a abrir las puertas de nuestras casas, parroquias y colegios −como hicimos tan generosamente en la JMJ− para acoger a los miles de peregrinos que van a venir de todas las partes del mundo. Su beatificación, además de constituir una gran alegría eclesial, debe estimular nuestro afán por ser santos en la vida cotidiana. Así debe de ocurrir también con la de D. Álvaro del Portillo. Él es un claro ejemplo con sus obras y enseñanzas de cómo hay que recorrer el camino de la santidad, que hemos iniciado el día de nuestro Bautismo. Los jóvenes pueden aprender mucho de él.
Pidamos a la Virgen de la Almudena por los frutos de esta beatificación, para que redunde en el bien de toda la Iglesia y, especialmente de nuestra Archidiócesis de Madrid, a la que el futuro Beato madrileño se sintió siempre tan hondamente unido.