Quien no ha tenido la experiencia de la bondad, o ha perdido la memoria de la bondad, es difícil que tenga esperanza<br /><br />
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Sabemos, por experiencia, que necesitamos de los demás y que ayudándoles nos hacemos nosotros mismos mejores y contribuimos al progreso del mundo
Un hombre había perdido la “memoria del corazón”. Aquél hombre «había perdido toda la cadena de sentimientos y pensamientos que había atesorado en el encuentro con el dolor humano». ¿Por qué sucedió esto y qué consecuencias tuvo? «Tal desaparición de la memoria del amor le había sido ofrecida como una liberación de la carga del pasado. Pero pronto se hizo patente que, con ello, el hombre había cambiado: el encuentro con el dolor ya no despertaba en él más recuerdos de bondad. Con la pérdida de la memoria había desaparecido también la fuente de la bondad en su interior. Se había vuelto frío y emanaba frialdad a su alrededor».
Es ésta una historia de Navidad de Charles Dickens, resumida por Joseph Ratzinger en una de sus meditaciones de los años 80 (publicadas en castellano con el título El resplandor de Dios en nuestro tiempo, Herder 2008).
La experiencia de la bondad
Resulta interesante que lo que aquí se llama “memoria del corazón” o “memoria del amor” surja de los encuentros con el dolor. Esto ilumina una profunda verdad: normalmente percibimos que cualquier persona es digna de ser ayudada en su necesidad, porque pertenecemos todos a una sola familia humana. Los cristianos sabemos que somos imagen de Dios y estamos llamados a ser hijos de Dios. La conciencia de esa necesidad suscita en nosotros el deseo de hacer el bien. Y todo eso queda en la memoria como un tesoro, que nos permite seguir creyendo en el bien y la capacidad de hacer el bien, y seguir haciéndolo, amando. Sabemos, por experiencia, que necesitamos de los demás y que ayudándoles nos hacemos nosotros mismos mejores y contribuimos al progreso del mundo. Por eso quien no ha tenido la experiencia de la bondad, o ha perdido la memoria de la bondad, es difícil que tenga esperanza.
A los replicantes de la película Blade Runner (Ridley Scott, 1982) —robots de aspecto humano— les habían implantado recuerdos y sentimientos artificiales; pero ellos habían llegado a sospecharlo, y, como sabían su fecha de caducidad, se rebelaron contra su “creador” y contra la autoridad establecida, porque querían seguir viviendo.
Como cristianos, es el Espíritu Santo el que nos une y nos vivifica en la familia de Dios. Nos hace progresar por medio de la fe, de la esperanza y del amor. Uno de los modos principales en que lo hace es a través de la liturgia de la Iglesia, como sucede en el Adviento.
Despertar la esperanza
«El Adviento —decía Joseph Ratzinger en su meditación— quiere despertar en nosotros el recuerdo propio y el más hondo del corazón: el recuerdo del Dios que se hizo niño. Ese recuerdo sana, ese recuerdo es esperanza». El Adviento, puerta del año litúrgico, nos introduce en esa “historia de los recuerdos” más valiosos (la historia de nuestra salvación). Nos ayuda a «despertar la memoria del corazón y, de ese modo, aprender a ver la estrella de la esperanza».
En el Adviento podemos hacer que esos grandes recuerdos de la humanidad, que guarda la tradición cristiana, se vayan integrando en nuestros recuerdos personales y los vayan alimentando. Y observaba el cardenal Ratzinger: «Seguramente cada uno de nosotros puede contar en ese sentido su propia historia de lo que significan para su vida los recuerdos festivos de Navidad, de Pascua o de otras celebraciones».
Hoy parece amenazada, en muchos cristianos, esta “memoria del corazón” que es el año litúrgico, por falta de experiencia y de conocimiento. Por eso es importante reestrenar el Adviento. De la mano del Espíritu Santo y de María, especialmente en las semanas previas a la Navidad hay que desempolvar los recuerdos del bien y enriquecerlos viviendo con intensidad la liturgia y sirviendo a los demás, para mantener abierta la puerta de la esperanza.
En el Adviento de 2010, Benedicto XVI señalaba: «El hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos». Y exhortaba a preguntarse, durante la preparación de la Navidad: «Yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón?». Y también, en el plano de la familia, de la comunidad o de la nación: «¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué es lo que une nuestras aspiraciones?».