Lo importante no está en el espacio físico, sino en el corazón y la imaginación de quien trabaja
Así como las niñas de mi barrio pueden jugar a pillar durante horas, porque lo hacen con seriedad y con pasión, de la misma manera el trabajador puede poner toda su alma en ensanchar su actividad hasta convertirla en una obra de arte
“Trabajamos con la seriedad del niño que juega” he leído, escrito en simpáticas letras color violeta en el lateral de un camión de la empresa que construye el nuevo Museo de la Universidad de Navarra. Me ha encantado.
Ha traído a mi recuerdo la anotación que recogió mi padre en sus memorias: “Jaime fue un apasionado desde su más tierna infancia. Ponía todo su ímpetu en cualquier cosa que hiciera y siempre estaba atareado en algo. Le faltaba tiempo para jugar a todo cuanto quería y por eso aprovechaba todos los minutos desde el momento de levantarse hasta la hora de acostarse. Su tío decía que jugaba a destajo”.
Trabajar a destajo significa trabajar por obra hecha, por un tanto alzado y no por un jornal, y por ello −según el Diccionario de la Academia− es una tarea que se hace “con empeño, sin descanso y aprisa para concluir pronto”. No creo que quisiera que terminaran pronto mis juegos infantiles, pero sí recuerdo que en ellos para mí no había tiempo para el descanso: la siesta era el peor castigo que pudieran imponerme.
En 1914 Eugenio d’Ors publicó su primer libro de filosofía, recopilando una parte de sus glosas en la prensa de los años precedentes, bajo el atractivo título de La filosofía del hombre que trabaja y que juega. En sus textos se hace eco de la filosofía pragmatista y vitalista de la que se había empapado en sus años en París. Frente al racionalismo acartonado, d’Ors defiende una filosofía insertada en la vida, en movimiento, en acción: la genuina actividad humana −desde la del labriego a la de la bailarina, pasando por supuesto por la de quien se dedica a la filosofía− es −debe ser− siempre creativa. No basta con una repetición rutinaria y maquinal de una tarea, pues en lo verdaderamente humano se articulan siempre la fugacidad del momento y la trascendencia de la eternidad.
Hace unos días me encontraba esperando delante de la estatua Coreano de Jorge de Oteiza, cercana a mi casa, con un ejemplar de aquel libro de d’Ors en la mano. Se acercó a saludarme un vecino −buen profesional asesor de empresas− y se interesó por el libro que llevaba. Al leer el título dijo de inmediato: “Esto es lo que yo necesito, aprender a disfrutar del trabajo”. “Esto es lo que necesitamos todos”, vine a responderle. Frente a la idea del trabajo como castigo −al parecer la propia palabra “trabajo” viene de “tripalium”, que era un cepo o instrumento de tortura− hemos de lograr que la actividad laboral llegue a ser un espacio de crecimiento personal, de relación fructífera y gozosa con los demás.
Dice la prensa que en los campus de Google hay salas de juegos, piscinas y todo tipo de amenidades para sus empleados. No me parece cosa decisiva. Lo importante no está en el espacio físico, sino en el corazón y la imaginación de quien trabaja. Así como las niñas de mi barrio pueden jugar a pillar durante horas, ocultándose tras las columnas de la plaza porticada, porque lo hacen con seriedad y con pasión, de la misma manera el trabajador puede poner toda su alma en ensanchar su actividad hasta convertirla en una obra de arte, del mejor arte del que sea capaz dentro del tiempo disponible en cada caso.
Ludwig Wittgenstein, quizás el filósofo más importante del siglo XX, recomendaba observar los juegos infantiles: las expresiones de los niños cuando juegan al corro dan mucha luz −explicaba− para comprender el uso del lenguaje. De hecho, innumerables veces en mis clases hemos dedicado una enorme atención al “pito, pito, gorgorito” (o a sus variantes del mundo hispánico: “pisa, pisuela”, “tin, marín de do pingüé”) para intentar explicar de forma gráfica que las palabras significan lo que significan porque las usamos como las usamos.
En los años 30 del siglo pasado el historiador Johan Huizinga puso en boga el contraste entre homo faber, el hombre que trabaja, y homo ludens, el hombre que juega, para explicar con abundante erudición que la cultura humana a lo largo de los siglos brota más del juego que del trabajo; se desarrolla más a partir de la creatividad que de la repetición. Su defensa de las formas lúdicas como las expresiones más creativas de la cultura humana, en el derecho, las artes o la filosofía, muestra bien la superioridad del juego sobre el trabajo. La grandeza del juego estriba en que tiene siempre su fin en sí mismo. Jugamos por jugar y disfrutamos jugando precisamente porque no lo hacemos por su utilidad.
A esos que tan serios −o quizás a veces malhumorados− van todas las mañanas a su trabajo −incluidos los estudiantes en época de exámenes− habría que decirles que sonrían un poco, que aprendan a jugar en su actividad (incluido su estudio) con la pasión y el gozo con que juegan los niños. La seriedad de los niños en su juego −que tanto llamó mi atención en el camión del Museo− no es señal de aburrimiento, sino de disfrute, de la total concentración de su atención en algo que tiene valor en sí mismo.