Resulta inevitable pensar en la unidad y en la diversidad de los cuatro papas...
Resulta inevitable pensar en la unidad y en la diversidad de los cuatro papas presentes en la reciente ceremonia de canonización
En estos primeros días de mayo, que tantos países dedican de modo particular a la Virgen, me ha venido a la cabeza una idea que repitió muchas veces Benedicto XVI, en el contexto de su afán por vivir a fondo la doctrina del Vaticano II. La interpretación de las novedades enseñadas por Concilio debía rechazar la “hermenéutica de la discontinuidad respecto a la Tradición, mientras que debe afirmar la hermenéutica de la reforma, de la renovación en la continuidad”.
Tras las canonizaciones del domingo 27 de abril, resulta inevitable pensar en la unidad y en la diversidad de los cuatro papas presentes en la ceremonia. Pero, con sus matices, la coincidencia es plena en el amor a santa María.
En ese contexto, recuerdo un aspecto de la vida de san Juan XXIII, más distinto aún de Pío XII que Francisco de Benedicto XVI. Frente a tópicos, como ha señalado recientemente Massimo Introvigne, no se puede entender al papa Juan sin su espiritualidad sacerdotal, fundada sobre la altísima consideración del sacerdocio, la pobreza, la finura interior, la obediencia, la buena doctrina, cuestiones centrales de la encíclica de 1959 Sacerdotii nostri primordia, con ocasión del centenario de la muerte de san Juan María Vianney (1786-1959), el santo Cura de Ars.
Y no se pueden entender sus proyectos para la Iglesia y la sociedad −que inspiraron la decisión de convocar el Concilio− sin referencia al núcleo, que situaba en la necesidad de renovación espiritual y, en su centro, “una invitación al mundo cristiano a recitar el Santo Rosario”, sobre el que escribió en diversos documentos. En 1961 lo contemplaba en su dimensión de plegaria pública y social, como “expresión viva de la común pertenencia al cuerpo místico de Cristo”. Para Juan XXIII el Rosario era una gran oración pública y universal de la cristiandad, para preservarla de las desventuras que la amenazaban y conseguir un auténtico renacimiento.
Sobre Juan Pablo II, es imposible dejar de verle con el rosario en la mano, incluso en sus discursos ante la asamblea general de la ONU. Era su continuo regalo en público y en privado. Desde el lema Totus tuus, con el mosaico de la Mater Ecclesiae “completó” la plaza de san Pedro; y su devoción mariana le llevó a introducir los misterios de luz en la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, de 16 de octubre de 2002.
Comenzaba así: “El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a “remar mar adentro” (duc in altum!), para anunciar, más aún, “proclamar” a Cristo al mundo como Señor y Salvador, “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), el “fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización”.
“El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. (…) concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio”.
Estos pensamientos sobre el rosario no han perdido actualidad, como mostró Francisco en Santa María la Mayor el 4 de mayo de 2013. Poco después le contemplaríamos ante la Aparecida en el contexto de la JMJ de Brasil. En fin, la exhortación Evangelii Gaudium remite continuamente a la Virgen, hasta llegar al fin del documento a presentarla como Madre y Estrella de la nueva evangelización.
Baste reproducir algunas frases del último número: “288. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. (…) Es también la que conserva cuidadosamente ‘todas las cosas meditándolas en su corazón’ (Lc 2,19). (…) Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás ‘sin demora’ (Lc 1,39). (…) Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo (…)”.