Cinco elementos, entre muchos otros, que ponen el marco de una personalidad propia de un grande de nuestro tiempo
Cinco elementos, entre muchos otros, que ponen el marco de una personalidad propia de un grande de nuestro tiempo
Han pasado nueve años desde la muerte de Juan Pablo II, y ese breve periodo proporciona la suficiente perspectiva para poder afirmar que merece con creces el título de "grande", magno, con no menos méritos que sus antecesores León y Gregorio. Pocos papas han dejado en la Iglesia una huella tan profunda y polifacética.
Como por algún sitio hay que empezar, me gustaría destacar cinco aspectos por los que el Papa polaco merece ese título. En primer lugar, por el Catecismo de la Iglesia católica, el primero en su género desde el siglo XVI. Se requiere coraje para decidirse a afrontar una tarea enorme: explicar la fe a la cultura contemporánea; y acierto para elegir a un equipo muy cualificado (dirigido por el entonces cardenal Ratzinger) de modo que cualquier persona de buena voluntad entienda lo que los católicos creen, viven, celebran y rezan.
El tono, sereno y amable, y las abundantes referencias a la Biblia y a los Padres de la Iglesia (comunes por tanto a católicos y ortodoxos), han hecho de este libro un instrumento básico en las dos Iglesias, y también para muchos protestantes.
En segundo lugar destacaría el valor de las nuevas leyes fundamentales de la Iglesia. Juan Pablo II promulgó el Código de derecho canónico y el Código de derecho oriental. Otro proyecto ciclópeo, que requería actualizar el sistema jurídico eclesial a la luz de los cambios sociales y de la nueva visión de la Iglesia y el mundo surgida a raíz del Concilio Vaticano. A pesar de las dificultades de la empresa, y en un ambiente contrario (pocas veces en la historia el derecho ha tenido tan mala prensa en la Iglesia), Juan Pablo tuvo la magnanimidad de espíritu ante una necesidad profunda pero poco popular.
A mi juicio, en tercer lugar habría que destacar sus viajes, que reforzaron notablemente la unidad de la Iglesia, y acercaron el Papa a la gente. Parece increíble, pero un tanto por ciento bastante alto de los católicos de todo el mundo le pudieron ver en persona. Además, conocer los problemas directamente, hablando con todos, tiene una inmediatez llena de eficacia.
En ese sentido, sus viajes, en alianza con la retransmisión televisiva de todos los actos, han cambiado el modo de ejercer el papado. Siguiendo su huella, Benedicto XVI y Francisco han mostrado que ya no es concebible gobernar la Iglesia solo desde Roma.
En cuarto lugar pondría la revolución en las causas de los santos. Juan Pablo II ha llevado a los altares a más personas que todos los demás papas juntos. No trató de alcanzar un récord, sino de llevar a este tema la doctrina del concilio: la santidad es para todos. ¿Pero cómo darse cuenta, si el santoral está lleno de personas de hace muchos siglos que la inmensa mayoría de católicos, fieles corrientes, difícilmente pueden imitar o seguir sus consejos? De ahí la reforma en las causas de beatificación y canonización, y el impulso a los candidatos laicos o que podían ayudar a los laicos a entender que la santidad también iba con ellos; y sin descuidar de países que aún no contaban con santos propios. Una auténtica democratización del santoral.
El quinto costado −y reconozco que no soy imparcial en esto− lo trazan las Jornadas mundiales de la Juventud. Esos eventos multitudinarios han cambiado el modo como la Iglesia se dirige a las nuevas generaciones, y les dice de manera vivencial, experiencial, que Cristo sigue vivo, y que tiene un plan para que cada uno de ellos sea feliz. Algo así no se podía hacer desde abajo, sino que tenía que ser el Papa quien marcara el camino. Y hoy están a la vista de todos los frutos de estas iniciativas apostólicas, por las que nadie daba un duro. En la época de los grandes conciertos de rock y de las megafiestas de DJ famosos, no deja de sorprender que quien tiene más capacidad de convocatoria sea un anciano, que no elogia a los jóvenes sino que les pone en camino por una senda exigente.
Cinco elementos, entre muchos otros (la caída del muro de Berlín, y un largo etcétera) que ponen el marco de una personalidad propia de un grande de nuestro tiempo.