Dos nuevos santos cercanos a nuestros tiempos serán situados en la historia de la Iglesia y del mundo
Lo importante de estos dos nuevos Santos, como de todos los Santos canonizados, habidos y por haber, no es lo que ellos hayan podido llevar a cabo en sus vidas, sino lo que han dejado hacer a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en sus vidas
En la mañana del domingo dos nombres serán añadidos a la lista −conocida y escrita− de personas canonizadas: San Juan XXIII y San Juan Pablo II. Y señalo lo de conocida y escrita, porque la lista de los Santos no cabe en ningún registro humano, ni siquiera en la base de datos del ordenador de mayor capacidad que podamos construir.
Dos nuevos santos cercanos a nuestros tiempos, hombres con marcada personalidad y un notable cúmulo de acciones, decisiones, a lo largo de su vida, y por las que serán situados en la historia de la Iglesia y del mundo.
Juan XXIII será recordado muy especialmente por haber convocado el Concilio Vaticano II, pensado ya por Pío XII, y que él tuvo la luz y la fuerza para poner en marcha; y por la Encíclica Pacem in terris, verdadero canto a los derechos y los deberes humanos, que tantos han querido silenciar, y que lleva de subtitulo “Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. Una tarea siempre abierta ante los hombres de todas las generaciones y civilizaciones, y que nunca llegarán a realizar del todo, porque quieren establecer su propia “verdad”, su propia “justicia”, su propio “amor”, siempre egoísta, y su propia “libertad” desvinculada de la Verdad.
De Juan Pablo II se harán listas de sus escritos, de sus viajes, de la apertura amplia y definitiva de las puertas del Vaticano, de su presencia en 129 países, y quizá de modo muy particular, muchos volverán a considerar cómo ha sido posible que el desmembramiento del imperio comunista en Rusia y en el Este de Europa dominado por el ejército ruso se haya llevado a cabo sin derramar una gota de sangre. Y en la memoria de todos quedaran las emotivas Jornadas Mundiales de la Juventud, y los encuentros ecuménicos que han ampliado el horizonte de las relaciones entre todos los cristianos, abierto ya por sus predecesores.
El atentado que sufrió en la Plaza de San Pedro pasará también a la historia, y con el atentado, sus visitas a Fátima, sus conversaciones con el encargado de matarle, y las cavilaciones sobre quién estaba detrás de ese intento de eliminar de la faz de la tierra a un hombre que comenzaba a ser algo molesto para poderes sencillamente humanos.
Detrás de todo, me temo, sin embargo, que en estos días quede en silencio el actor principal de la canonización: El Espíritu Santo. Ha sido Él quien ha movido el corazón de Juan XXIII y de Juan Pablo II para afrontar todos los problemas que se han encontrado. Juan Pablo II lo señaló ya en su primera Encíclica: Redemptor hominis.
“Cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor del hombre mi pensamiento y mi corazón, deseo entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella vive su propia vida, es porque la toma de Cristo, que quiere siempre una sola cosa, es decir, que tengamos vida y la tengamos abundante (…). Por esto, la Iglesia, uniéndose a toda la riqueza del misterio de la Redención, se hace Iglesia de los hombres vivientes, porque son vivificados desde dentro por obra del “Espíritu de Verdad”, y visitados por el amor que el Espíritu Santo infunde en sus corazones” (Redemptor Hominis, n . 22).
En definitiva, lo importante de estos dos nuevos Santos, como de todos los Santos canonizados, habidos y por haber, no es lo que ellos hayan podido llevar a cabo en sus vidas, sino lo que han dejado hacer a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en sus vidas. Sus acciones dejan de manifiesto esa corriente de vida divina que sostiene en pie todas las iniciativas de la Iglesia, pequeños y grandes acontecimientos que con dificultad cabrían entre las noticias de los periódicos, y que dan testimonio de que Dios sigue interesado en la historia de los hombres, por mucho que nos empeñemos en dominar solos la tierra.
Esta canonización de dos Papas es una prueba más, si fuera necesaria, de la verdad de estas palabras de Juan Pablo II: “El Espíritu Santo habita en la Iglesia (…) Guía a la Iglesia a toda la verdad de la fe (…). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo, Jesucristo”.