En la Noche Santa de la Vigilia Pascual el Santo Padre invitó a rogar la ayuda del Señor para volver a nuestra “Galilea”, que “significa guardar en el corazón la memoria viva de esa llamada, cuando Jesús pasó por mi calle, me miró con misericordia, me pidió que le siguiera; recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en el que me hizo sentir que me amaba”, “para recibir el fuego que ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, hasta los confines de la tierra”
El Evangelio de la resurrección de Jesucristo comienza con el camino de las mujeres hacia el sepulcro, al alba del día siguiente al sábado. Van a la tumba para honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran abierta y vacía. Un ángel poderoso les dice: «¡No tengáis miedo!» (Mt 28,5), y les ordena ir a dar la noticia a los discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y os precede a Galilea» (v. 7). Las mujeres corren enseguida y en el camino, Jesús mismo se les aparece y les dice: «Non temáis; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán» (v. 10).
Tras la muerte del Maestro, los discípulos se habían dispersado; su fe se había roto, todo parecía acabado, caídas las certezas, apagadas las esperanzas. Pero ahora, ese anuncio de las mujeres, aunque increíble, llegaba como un rayo de luz en la oscuridad. La noticia se extiende: Jesús ha resucitado, como había dicho… Y esa orden de ir a Galilea; hasta dos veces la habían escuchado las mujeres, primero del ángel, luego del mismo Jesús: «Que vayan a Galilea, allí me verán».
Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver allí, regresar al lugar de la primera llamada. Jesús había pasado por la ribera del lago, mientras los pescadores estaban reparando las redes. Les había llamado, y ellos habían dejado todo y le habían seguido (cfr Mt 4,18-22). Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la victoria. Releer todo −la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición− releerlo todo desde el final, que es un nuevo inicio, desde ese supremo acto de amor.
También para cada uno de nosotros hay una “Galilea” en el origen del camino con Jesús. “Ir a Galilea” significa algo hermoso, significa para nosotros redescubrir nuestro Bautismo como fuente viva, lograr energía nueva en la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a aquel punto incandescente donde la Gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Es desde esa chispa donde puedo encender el fuego para hoy, para cada día, y dar calor y luz a mis hermanos y hermanas. De esa chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y suave.
En la vida del cristiano, después del Bautismo, hay también una “Galilea” más existencial: la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y a participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea significa guardar en el corazón la memoria viva de esa llamada, cuando Jesús pasó por mi calle, me miró con misericordia, me pidió que le siguiera; recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en el que me hizo sentir que me amaba.
Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi Galilea? ¿Dónde está mi Galilea? ¿La recuerdo? ¿La he olvidado? He ido por caminos y senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime cuál es mi Galilea; quiero volver allí para encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia.
El Evangelio de Pascua es claro: hay que volver allí, para ver a Jesús resucitado, y convertirnos en testigos de su resurrección. No es una vuelta atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, hasta los confines de la tierra. «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15; Is 8,23): horizonte del Resucitado, horizonte de la Iglesia; deseo intenso de encuentro… ¡Pongámonos en camino!
Mensaje ‘Urbi et Orbi’ del Papa Francisco, Pascua 2014 ">
La resurrección es el culmen del Evangelio, la buena noticia por excelencia: ¡Jesús, el crucificado, ha resucitado! Este acontecimiento es la base de nuestra fe y de nuestra esperanza: si Cristo no hubiese resucitado, el cristianismo perdería su valor; toda la misión de la Iglesia perdería su impulso, porque ahí empezó y de ahí recomienza siempre.
El mensaje que los cristianos llevan al mundo es este: Jesús, el amor encarnado, murió en la cruz por nuestros pecados, pero Dios Padre lo resucitó y lo hizo Señor de la vida y de la muerte. En Jesús, el amor venció al odio, la misericordia al pecado, el bien al mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte.
En toda situación humana, caracterizada por la fragilidad, el pecado y la muerte, la buena noticia no es solo una palabra, sino un testimonio de amor gratuito y fiel: es salir de sí para ir al encuentro del otro, estar cerca de quien está herido por la vida, compartir con quien carece de lo necesario, permanecer junto a quien está enfermo, viejo o excluido… “¡Venid y ved!”: el amor es más fuerte, el amor da vida, el amor hace florecer la esperanza en el desierto.
Señor resucitado, ayúdanos a buscarte para que todos podamos encontrarte, saber que tenemos un Padre y no nos sintamos huérfanos; que podamos amarte y adorarte. Ayúdanos a derrotar el flagelo del hambre, agravado por los conflictos y por los gastos inmensos de los que a menudo somos cómplices. Haznos capaces de proteger a los indefensos, sobre todo a los niños, mujeres y ancianos, a veces convertidos en objeto de explotación y abandono.
Haz que podamos curar a los hermanos infectados por la epidemia de ébola en Guinea Conakry, Sierra Leona y Liberia, y a los afectados por tantas otras enfermedades, que se difunden también por la incuria y la pobreza extrema. Consuela a quienes hoy no pueden celebrar la Pascua con sus seres queridos porque fueron arrebatados injustamente de los suyos, como las numerosas personas, sacerdotes y laicos, que en varias partes del mundo han sido secuestradas. Conforta a los que han dejado sus tierras para emigrar a lugares donde poder esperar un futuro mejor, vivir la vida con dignidad y, no pocas veces, profesar libremente su fe.
Te pedimos, Jesús glorioso, que hagas cesar toda guerra, toda hostilidad grande o pequeña, antigua o reciente. Te suplicamos, en particular, por la amada Siria, para que, cuantos sufren las consecuencias del conflicto, puedan recibir las necesarias ayudas humanitarias, y las partes en causa no usen más la fuerza para sembrar muerte, sobre todo contra la población inerme, sino que tengan la audacia de negociar la paz, demasiado tiempo esperada.
Te pedimos que confortes a las víctimas de la violencia fratricida en Irak y que sostengas la esperanza suscitada por la vuelta de las negociaciones entre hebreos y palestinos. Te imploramos que se ponga fin a los desencuentros en la República Centroafricana y que se acaben los atroces atentados terroristas en algunas zonas de Nigeria y la violencia en Sudán del Sur. Te pedimos que los ánimos se dirijan a la reconciliación y a la concordia fraterna en Venezuela.
Por tu resurrección, que este año celebramos junto a las Iglesias que siguen el calendario juliano, te pedimos que ilumines e inspires iniciativas de pacificación en Ucrania, para que todas las partes interesadas, sostenidas por la comunidad internacional, realicen cualquier esfuerzo para impedir la violencia y construir, en espíritu de unidad y diálogo, el futuro del país. Y que ellos, como hermanos, puedan gritar hoy el anuncio de Pascua.
Por todos los pueblos de la tierra te pedimos, Señor, tú que has vencido la muerte, danos tu vida, danos tu paz.
(*) Traducción de los textos por L. Montoya
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