Cuando algunos dicen que las creencias religiosas solo valen para los creyentes y no para la sociedad entera, deberían ser más precisos
La opinión pública plantea continuamente controversias sobre cuestiones éticas. No es fácil ponerse de acuerdo, pues los dilemas son difíciles y las posturas variadas. Por eso, pueden resultar atractivas las soluciones más cómodas como el utilitarismo o el laicismo. Hablamos de este problema con John Perry, profesor de Ética teológica en la Universidad de St. Andrews, la más antigua de Escocia.
Doctor en Teología por la Universidad de Notre Dame, el profesor Perry está familiarizado tanto con la ética cristiana clásica como con la filosofía política contemporánea. Tiene a gala haber enseñado en el Christ Church, uno de los colleges de la Universidad de Oxford donde también enseñaron John Locke y John Rawls. Una de sus líneas de investigación es buscar puntos de acuerdo entre el pensamiento cristiano, el liberalismo político y el enfoque utilitarista.
La ética clásica se interesaba por el arte de vivir bien. Pero algunos pensadores actuales sostienen que la pregunta por el bien es una fuente de desacuerdos en los debates públicos. Por eso, prefieren centrarse en las condiciones que hacen posible el pluralismo. ¿No le parece que este enfoque empobrece los debates éticos?
Sí, los empobrece. Ahora bien, la intuición de evitar “las grandes ideas” sobre la vida buena no es desacertada del todo. Esta intuición surgió en el siglo XVII, cuando los desacuerdos sobre cuestiones religiosas dieron paso a enfrentamientos crueles. En este contexto, podemos comprender por qué hubo gente que vio necesario dejar a un lado las discusiones demasiado sensibles.
Así que la intuición de que la legalidad es más estrecha que la ética es una buena intuición. El problema es pensar que porque algo no está prohibido por la ley entonces es éticamente correcto. Debemos mantener la idea de que la ética trata sobre la vida buena, sin necesidad de pensar que toda la ética debe estar exigida por la ley.
Algunos estudios recientes realizados por psicólogos morales muestran que, cuando se pregunta a la gente qué piensa sobre determinadas acciones inmorales realizadas por extraños, suelen contestar: “Esos extraños son muy libres de hacer lo que quieran, siempre que no causen un daño directo a un tercero”. Pero no responden lo mismo si quienes llevan a cabo esas acciones son sus amigos o sus familiares. Y eso es porque esperan que sus amigos y sus familiares no solo eviten el daño a terceros sino también que busquen la vida buena.
Esto muestra que no hemos perdido el concepto de vida buena. Lo que no tenemos claro es cómo aplicarlo a los extraños en una sociedad pluralista.
Paradójicamente, en la búsqueda de un espacio público neutral y abierto a todos, los creyentes suelen salir malparados. Una forma de excluirlos del debate es decir que sus creencias pueden ser muy válidas para ellos pero no para el conjunto de la sociedad. ¿Qué le parece este argumento?
Todas las creencias tienen un punto de partida. Los cristianos probablemente empezarán con la Biblia; los musulmanes, con el Corán; los utilitaristas, con la creencia de que lo mejor es promover la mayor felicidad para el mayor número posible de gente; los liberales clásicos, con la defensa del derecho a organizar mi vida sin interferencias de nadie…
En este sentido, todas las perspectivas son iguales: todas tienen un punto de partida que los de fuera no comparten. Por eso, no tiene sentido excluir del debate público una creencia o una ideología solo porque tiene un punto de partida particular… ¡Porque entonces habría que excluir a todas las creencias!
Tampoco deberíamos excluir aquellas ideas que son impopulares. Porque ahora defendemos toda clase de ideas que en el pasado eran impopulares, como la prohibición del trabajo infantil o el voto femenino.
Cuando algunos dicen que las creencias religiosas solo valen para los creyentes y no para la sociedad entera, deberían ser más precisos. Ciertamente, algunas creencias religiosas solo tienen sentido para los fieles de un determinado credo. Por ejemplo: no se puede exigir a todos los ciudadanos que cumplan los preceptos judíos o musulmanes sobre los alimentos ni el bautismo cristiano. Pero no todas las creencias religiosas son así. Lo importante es que cada cual sea capaz de dar razones de sus convicciones morales.
Una forma de evitar los debates de fondo es recurrir al utilitarismo, para el que lo único que cuenta son las soluciones que producen la mayor utilidad para el mayor número. ¿Qué inconvenientes plantea este enfoque en la ética médica?
Por sorprendente que parezca, creo que los cristianos y los utilitaristas a veces pueden ser aliados. Yo, por ejemplo, coincido con el utilitarismo en que la ética tiene que preocuparse por conseguir una vida de realización, bienestar o felicidad. ¡Y esto ya es un importante punto de acuerdo! Pero el utilitarismo se equivoca en la forma de entender qué es el bienestar o la felicidad. Para el utilitarismo, la felicidad es subjetiva y monista.
Es subjetiva porque afirma que la felicidad depende de la perspectiva de cada cual. Tú eres feliz cuando plantas un jardín, mientras que yo soy feliz mientras veo videos de animales sacrificados. El utilitarismo defiende que todas las formas de felicidad son igualmente válidas.
Y es monista porque solo contempla un tipo de felicidad. De modo que todas las experiencias de felicidad pueden ser comparadas, al igual que los precios de los coches. Montar en bicicleta me produce un dólar de felicidad; leer un libro, dos dólares de felicidad, por lo que al final tengo tres dólares de felicidad. Pero la felicidad no se puede comparar como si fueran dólares. La felicidad que me produce la amistad con una persona es distinta de la felicidad que experimento al visitar un museo. El utilitarismo puede ser cómodo para hacer elecciones −si fueran verdaderas−, pero no es convincente.
Esta aparente comodidad explica por qué el utilitarismo se está haciendo tan popular en la ética médica. Satisface a los políticos que quieren elegir fácilmente la opción que sea capaz de ahorrar más dinero, como si estuvieran comprando un coche. ¿Cuál es el más barato? ¿Cuál tiene el carburante más eficiente? Es atractivo porque aparentemente hace innecesarios el buen juicio, la sabiduría y la prudencia.
En debates éticos, como el del aborto, hay quien piensa que la mejor solución es la que no coarta la autonomía individual. Como profesor de ética en Oxford y Notre Dame, ¿qué experiencia tiene al hablar de este tema con sus alumnos?
Lo que he descubierto enseñando a estudiantes jóvenes es que tienen unas prioridades distintas a las de sus padres. Esto se ve claramente en el debate sobre el aborto. Algunos de mis alumnos nacidos en los años ochenta o antes pueden inclinarse a decir: “Si el aborto es ilegal, entonces el gobierno me está obligando a tener un hijo. Y nadie debería obligarme a eso”. Pero mis estudiantes nacidos a mediados de los noventa raramente dirán esto, porque tienden a pensar que cuando alguien se queda embarazada, generalmente tiene que asumir las consecuencias (aunque admiten excepciones como la violación).
Esto no significa que, por definición, los más jóvenes sean más contrarios al aborto. Pero sí revela un cambio de planteamiento, pues entienden que los derechos están relacionados con la responsabilidad. No sé por qué se ha producido este cambio en una generación. Pero me parece un desarrollo fascinante, al que los sociólogos deberían prestar atención.
Estudiar cambios generacionales como este ayuda a esclarecer los debates éticos, porque nos recuerda que lo que muchas veces consideramos “valores universales” no siempre lo son. A menudo, damos por sentadas una serie de ideas quizá porque nacimos en una generación o un país determinados. Abrirnos a esas diferencias puede ayudarnos a percibir qué valores pertenecen realmente a una generación o a un país, y cuáles no.
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