El escándalo de la Cruz no es una novedad, aunque resulte comprensible porque la cabeza del hombre no puede abarcar a Dios
La fe cristiana no impide el dolor, pero le da un sentido nuevo, el de saber que encontrar la cruz es encontrar a Cristo y, por eso, ser hijo de Dios
Recientemente, me comentaba un compañero de una red social que no le gustaba la Madre Teresa de Calcuta porque aconsejaba y vivía la mortificación, en definitiva, porque buscaba la unión con la Cruz. Sí, con mayúscula porque, de otro modo no tiene sentido. El asunto no es nuevo. Ya san Pablo afirmaba que no predicaba con elocuencia o sabiduría sublimes, sino que sólo se preciaba de anunciar a Jesucristo, y a éste, crucificado. Poco antes, afirmaba que los judíos demandaban signos y los griegos buscaban sabiduría; nosotros, en cambio−decía−, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, predicamos a Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que lo hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Ya se ve que el escándalo de la Cruz no es una novedad, aunque resulte comprensible porque la cabeza del hombre no puede abarcar a Dios. Si así fuera, Dios no sería tal, aunque sea necesario afirmar de nuevo que la fe no es irracional sino situada por encima de la razón. En el fondo, el tema del dolor, de la cruz, del sufrimiento humano, hacen que se alce en nosotros la sospecha contra Dios, porque no entra en nuestra mente que permita el dolor, y menos aún, que sean la cruz y el sufrimiento un necesario camino de encuentro con Cristo. El propio Pedro fue llamado Satanás por Cristo al intentar apartarlo de la Cruz.
El Papa Francisco decía a finales del pasado año: A mí siempre me ha impresionado la pregunta: ¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren los niños? Si se la entiende como un final de todo, la muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que quebranta cada sueño, cada perspectiva, que rompe toda relación e interrumpe todo camino. Esto sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo cerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no existiese. Esa concepción es típica del pensamiento ateo, pero también del ateísmo práctico, consistente en un vivir solamente para los propios intereses, para las cosas terrenas.
Cuando la vida se mira de este modo, si Dios es el gran ausente, es imposible captar el valor de la Cruz; más aún, de la necesidad de santificar y amar el dolor como un camino de salvación. Bien claro lo dejó Cristo: el que no toma su cruz cada día y me sigue, no puede ser mi discípulo. No hay necesidad de pensar en torturas o similares, sino en el profundo sentido divino que tiene el cumplimiento de los deberes familiares, laborales, sociales; en la fuerza que tiene una privación voluntaria en la comida o bebida; en la capacidad de unión con el Crucificado que posee el ofrecimiento de una indigencia, de un dolor físico o moral…, lo que no significa que no hayamos de empeñarnos en su solución.
También son del Papa estas palabras: si miramos los momentos más dolorosos de nuestra vida, cuando hemos perdido una persona querida −padres, hermanos, cónyuge, un hijo o un amigo−, nos damos cuenta de que, incluso en el drama de la pérdida, desgarrados por la separación, sube desde el corazón el convencimiento de que no podemos abarcar todo, de que no fue inútil el bien dado o recibido. Hay un instinto poderoso en nosotros que nos dice que nuestra vida no termina con la muerte. Desde esa perspectiva de eternidad puede captarse algo más el valor de la mortificación cristiana, el valor de la Cruz, buscada también particularmente en el servicio a los demás.
He recurrido con frecuencia a unas palabras del último concilio declarando que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado, es decir, a través de Cristo hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros, hallamos el camino para entendernos un poco más a nosotros mismos y captar el sentido de nuestra existencia. Así, y no al revés: no pretendamos descubrir a Jesús a través de nuestra experiencia personal porque lo empequeñeceremos y nuestra propia búsqueda será inútil. La cruz es libro vivo −decía Juan Pablo II−, del que aprendemos definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está abierto ante nosotros.
La fe cristiana no impide el dolor, pero le da un sentido nuevo, el de saber que encontrar la cruz es encontrar a Cristo y, por eso, ser hijo de Dios, como afirmaba san Josemaría, quien también escribió en Forja: Tener la Cruz es tener la alegría: ¡es tenerte a Ti, Señor! Seguramente, la ayuda de la Virgen en esos días santos nos puede hacer comprender, mejor que muchos razonamientos, el verdadero y alegre sentido de una vida pegada a la Cruz, como la suya: ya al presentar al Niño en el templo, el anciano Simeón le anunció que sería traspasada por una espada de dolor. Y estará allí, en pie, junto a la Cruz de Jesús, su Madre.