Nuestros hijos son la responsabilidad más grande que tenemos, nuestra empresa más importante
Nuestros hijos necesitan unos padres que los quieran, los protejan, los cuiden, pero también que les exijan, les marquen horizontes, que los eduquen
Solemos comenzar nuestras charlas con unas palabras que el incisivo Quino le hace decir a Mafalda: «Padres e hijos reciben el título el mismo día, pero ninguno de ellos ha asistido a un curso para ejercer su profesión». A ningún padre, a ninguna madre se le exige una instrucción especial, unos estudios básicos o un master específico para desempeñar su función. Con un poco de experiencia vivida, otro de sentido común, una buena dosis de dedicación y mucho, mucho cariño, se van saliendo con más o menos éxito. Nuestros hijos son la responsabilidad más grande que tenemos, nuestra empresa más importante; sin embargo, nadie nos ha enseñado a ser padres.
Este año Mafalda cumple 50. No obstante, se niega a crecer porque, desde su inocencia, es capaz de proclamar las verdades que no nos atrevemos a decir los mayores. Es inteligente, simpática, tierna, sincera, irónica, sorprendente, punzante… y sabe que los padres están tan despistados o más que los hijos. En una de sus tiras, le dice a su hermanito Guille que debe ser comprensivo con sus padres: «Pensá que esta buena gente antes de educarnos a nosotros no educó nunca a nadie. Venimos a ser sus “hijitos de indias”».
Lo que nos está diciendo Mafalda es que para educar a nuestros hijos debemos formarnos. Es lo que nos están pidiendo también ellos, pues necesitan unos padres que los quieran, los protejan, los cuiden, pero también que les exijan, les marquen horizontes, que los eduquen. No quieren que deleguemos esa responsabilidad en la escuela o en el ambiente, sino que nos tomemos en serio nuestra labor. Nos piden que nos llenemos para que les podamos dar más, que leamos, que asistamos a cursos de formación para padres, que acudamos a las tutorías, que hablemos de ellos. No quieren padres blandos, pasivos, conformistas, pesimistas, sino exigentes, activos, con ganas de aprender y optimistas, dispuestos antes a equivocarse que a renunciar a su obligación.
Educar es una ciencia y un arte. Como ciencia, la pedagogía ha llegado a algunas conclusiones que merece la pena conocer, ha establecido cuándo y cómo se ha de actuar en ciertas circunstancias, qué actitudes funcionan mejor, qué vale la pena hacer y qué es mejor evitar. Sin embargo, no es una ciencia exacta. Educar no es como fabricar muñecos, ordenadores o coches, porque su acción recae directamente sobre personas. Toda acción educativa tiene como objeto y fin una persona particular e irrepetible, lo que hace que se establezca una relación personal, lubricada por el amor.
Todo eso convierte la educación en un arte, porque la ciencia no basta. Hay que contar con la experiencia, el sentido común, el buen tino, y también con un sexto sentido que se parece a la intuición del artista. El arte de educar tiene mucho que ver con el de esculpir, con la salvedad de que nuestros hijos no son de mármol y que no usamos ni martillo ni cincel. Con pequeños y continuos golpes invisibles debemos sacar de ellos su mejor yo; con lijas que no se ven, hacer que brille su personalidad, siempre teniendo presente algo con lo que no cuenta el escultor: su libertad. Más que otra cosa, el arte de educar consiste en velar el crecimiento integral de nuestros hijos; nuestra labor es importante, no cabe duda, pero ellos son los verdaderos protagonistas.
Lo que nos pide Mafalda es que nuestros hijos no acaben siendo “hijitos de indias”.