Los bienes espirituales como la ciencia, la amistad o la alegría, aumentan al compartirlos
Los bienes espirituales como la ciencia, la amistad o la alegría, aumentan al compartirlos
Los bienes espirituales, que son más excelentes que los materiales, son por ello más comunes, se pueden compartir mejor. Pero además, cuando se comparten, aumentan. Un alimento sabroso o una determinada cantidad de dinero, si los comparto con más personas, forzosamente disminuyen en cantidad para cada uno. En cambio los bienes espirituales como la ciencia, la amistad o la alegría, aumentan al compartirlos.
Eso mismo sucede con la fe: “Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo, hablando a los Corintios, usa precisamente estas dos imágenes. Por una parte dice: «Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos» (2 Co 4,13)” (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 37).
De este modo, un bien personal y espiritual como la fe, es al máximo comunicable. “La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama” (idem).
Hay una herencia, que a menudo pasa inadvertida, en los bienes que se refieren a las personas y a las familias. Y no sólo en los aspectos materiales, sino también en los espirituales. “La transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al «verdadero Jesús» a través de los siglos?” (idem, n.38).
La vida humana tiene siempre un contexto relacional, del que no podemos prescindir: “Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del «yo» individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre” (idem).
Esta realidad nos permite participar en las riquezas de la Revelación divina, que no es un simple hecho lejano: “El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe (…) El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe” (idem).
“Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el «yo» del fiel y el «Tú» divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al «nosotros», se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia” (idem, n.39). Sería una lástima rechazar y dilapidar esa preciosa herencia.