La revista Rolling Stone lo pone en su portada. La Plaza de San Pedro recibe más visitas que nunca. Los judíos están felices con él, pero también los musulmanes lo miran con simpatía
A casi un año de su elección, el balance comunicacional de Francisco es más que positivo. Pero como un Papa es bastante más que un comunicador, las críticas no faltan. “Habla demasiado, un Papa no puede dar entrevistas a cada rato”, advierten unos. Sara Palin dice que es un izquierdista más. Otros se quejan porque, al eliminar una serie de símbolos externos, pierde majestad. Algunos señalan que “está cambiando la función del papado; quiere transformar al Papa en uno más entre los obispos y entiende el gobierno de la Iglesia de modo colegial, como si fuera un parlamento”. Por último, no faltan quienes le achacan ambigüedad doctrinal, y le atribuyen no hablar con claridad en temas fundamentales, como el aborto. Hasta de comunista lo ha acusado Rush Limbaugh, un conocido comentarista norteamericano, por su preocupación por los pobres y su crítica a cierto capitalismo.
Todo esto puede ser perfectamente posible. No sería la primera vez que la Iglesia estuviera guiada por un Papa desorientado y vanidoso. Es posible, pero quiero tratar de mostrar que esas críticas no son acertadas.
No era fácil la tarea de Francisco. Le tocó suceder a dos gigantes. Hasta sus más enconados enemigos le reconocen a Juan Pablo II un lugar en la historia universal. En el caso de Benedicto, estamos en presencia de uno de los teólogos más importantes de los últimos siglos. Mario Vargas Llosa, un agnóstico, al lamentar su renuncia, comentó que sus libros y encíclicas “contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo −a mí me ha ocurrido− turbación”.
Ante ese difícil escenario, el nuevo Papa no intentó imitar el estilo de ninguno de ellos, sino que siguió el camino que le parecía correcto. ¿En qué consiste ese camino? ¿Para dónde va el Papa Francisco? Eso habría que preguntárselo a él, pero en este año ha dado pistas suficientes como para que intentemos describir su proyecto.
Un supuesto básico para entender a Francisco es darse cuenta de que es católico. Es un dato tan obvio como imprescindible, que nos recuerda que él cree firmemente que Jesucristo fundó una institución, la Iglesia, que sirve para acercar a los hombres a Dios, porque está inseparablemente unida a él. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, le dice Jesús a Saulo de Tarso, que estaba dedicado a aniquilar cristianos y jamás había visto a Jesús. Estas palabras establecen una especial identificación entre Cristo y la Iglesia. Uno podrá pensar que esto es una singular tontería, y que lo mejor es vincularse con Dios de manera estrictamente individual, sin mediación de comunidad alguna. Pero Francisco y los demás católicos piensan distinto. Si la Iglesia está vinculada a Cristo, quiere decir que tiene, por así decirlo, un componente divino. Gracias a él ha permanecido 20 siglos y podrá llegar hasta el final de los tiempos.
Pero el aspecto divino es solo una parte de la Iglesia. También hay una faceta que es humana. No me refiero aquí solamente al riesgo de corrupción que está presente dondequiera que haya hombres, y que estos últimos años, con los abusos de algunos sacerdotes, hemos podido experimentar de modo particularmente doloroso. Dentro de este aspecto humano no solo hay miserias y traiciones. También existen muchas cosas buenas, pero que, como son humanas, podrían ser de otra manera.
La faz humana de la Iglesia está sometida a la historia, es cambiante. Pensemos en un ejemplo sencillo: durante mucho tiempo el idioma de la Iglesia fue el griego. De hecho, en esta lengua se escribieron los Evangelios. Después se cambió por el latín. ¿Se ganó con el cambio? Mucho, ya que el latín resultaba más comprensible para la gente común en el Occidente europeo. ¿Fueron todo ganancias las que trajo esa substitución? No, porque la pérdida del griego tuvo un costo enorme desde el punto de vista intelectual. En la práctica, impidió a los occidentales el acceso a bibliotecas enteras, que recogían gran parte del saber de la Antigüedad, y los privó de las riquezas de la cultura bizantina. Además, acentuó la distancia respecto de los católicos del Imperio Romano de Oriente, hecho que influyó después en la ruptura, que subsiste hasta hoy, entre católicos romanos y ortodoxos. Nada es gratis.
La Iglesia requiere determinadas formas (litúrgicas, administrativas, artísticas y teológicas) para existir, pero esas formas son cambiantes. En cada momento habrá que encontrar las más adecuadas, y no cualquier forma resulta igualmente útil para expresar el mensaje cristiano. El nacimiento de Cristo puede pintarse con el estilo de Fra Angelico, del Greco, del Barroco americano o de Claudio Bravo, pero no podría pintarse con el arte abstracto de Mondrian, no porque este sea malo, sino porque es incapaz de dar cuenta del hecho que se quiere representar, ya que no es representativo. Platón, Aristóteles o Cicerón, pueden resultar muy útiles para la teología. Lenin, el Marqués de Sade o un tratado de tarot, en cambio, no serán aprovechables.
El desafío para la Iglesia, entonces, consiste en encontrar en cada momento de la historia la forma más adecuada para expresar su mensaje permanente. Esto supone un cuidado constante, para evitar que esas formas históricas no terminen por ahogar lo esencial. Confundir la forma humana con el fondo divino sería una curiosa variante de idolatría. Pretender, por el contrario, que el mensaje cristiano se exprese sin recurrir a ninguna forma, sería negar la realidad de la Encarnación: Cristo mismo se vistió, trabajó, comió y habló con unas formas determinadas, como buen judío que es. Lo esencial no vive en estado puro, sino que requiere ciertas expresiones externas para manifestarse.
Durante la Edad Media y el Renacimiento el papado adquirió diversas formas, tanto en su apariencia externa como en su organización. Francisco ha cambiado algunas de esas manifestaciones externas, que “pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio”. Juan Pablo II cambió otras, como la silla gestatoria y la tradición de que los papas apenas salían del Vaticano, o no practicaban deportes. Que el Papa use zapatos rojos, blancos, negros o sandalias, no parece demasiado importante, ni tampoco resulta un signo para que nosotros expresemos particular alegría o alarma, según nuestro temperamento estético-teológico.
Naturalmente, esas formas no se refieren solo a las vestimentas o al lugar donde duerme el Papa. Hay algunas que tienen tal importancia histórica que su cambio (o su mantención) implica riesgos importantes. Francisco ha llamado la atención sobre un punto muy delicado, ya señalado por Juan Pablo II: el de la forma en que se ejerce el Pontificado. Decía este en 1995 que era necesario encontrar “una forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva”. Piensa Francisco que se ha avanzado poco en este sentido y que hoy se hace necesario promover una “saludable descentralización”, que ponga en marcha esa aspiración del Papa polaco. Descentralizar no significa suprimir el papado ni negar un ápice su valor en la vida de la Iglesia. Simplemente se trata de encontrar formas que ayuden a cumplir mejor la misión, y que permitan despejar obstáculos innecesarios en el diálogo con la Iglesia Ortodoxa.
Entre las muchas señales que nos dio el cardenal Bergoglio el día de su elección papal, una singularmente importante fue el nombre elegido. “Francisco” no es un nombre cualquiera, sino el de uno de los “top 10” en la historia de la Iglesia. Sin embargo, es un nombre “peligroso”, y por eso no es casual que ningún Papa lo haya elegido con anterioridad. Francisco de Asís fue un enamorado de Jesucristo, que lo buscó especialmente a través de la pobreza (interna y externa) y la sencillez. Un hombre que, más que cambiar el mundo, se preocupó de cambiar los corazones; un santo de gestos, más que de discursos, con un mínimo interés por las formas institucionales (lo que trajo no pocos problemas a los franciscanos en los siglos posteriores). El “ingrediente Francisco” es difícilmente asible, y se presta a abusos y malentendidos, pero resulta esencial para la vida de la Iglesia, y su falta trae graves consecuencias para todos. Tener Franciscos es riesgoso, no tenerlos es fatal.
Como el de Asís, el lenguaje del Francisco argentino es el lenguaje de los gestos. No es que diga “voy a hacer tal gesto: por ejemplo, no vivir en los aposentos papales”. Él simplemente actúa como le nace de adentro. Para un hombre como él, vivir en esas antiguas habitaciones de techos altísimos o usar zapatos rojos sería el camino más corto hacia la depresión. Él es un argentino, no un europeo acostumbrado desde niño a majestuosas construcciones o ceremonias solemnes. Los únicos edificios gigantescos que están en su imaginario son los estadios de fútbol: el “Monumental”, la “Bombonera”, o el “Gasómetro”.
El aprecio por la sencillez lo ha acompañado siempre: en Buenos Aires y en Roma. Pero hay un rasgo de su personalidad que cambió el día de su elección. El cardenal Bergoglio era un hombre retraído y bastante poco carismático. Los que lo conocían de cerca percibían su profunda humanidad, pero no era una persona que anduviera siempre con una sonrisa en los labios, sino un asceta más bien parco. Aunque él se ha referido al tema de manera sucinta, da la impresión de que ese día recibió un don muy particular, el de la alegría, la acogida y la ternura. Su cambio de actitud frente a la Sra. K, por ejemplo, no fue un ejercicio en un curso acelerado de diplomacia vaticana, sino la expresión de que su personalidad se había enriquecido.
Esa alegría desbordante lo ha ayudado enormemente a transmitir algunas ideas que para él son fundamentales. Veamos algunos ejemplos.
Para él, lo primero es ir a lo básico, que en el caso de un cristiano se llama Jesucristo. El cristianismo no es un conjunto de prescripciones y mandamientos, sino el encuentro con la persona de Jesús. Lo demás viene después. Si, como dice Francisco, al servicio de urgencia de un hospital llega un accidentado grave, el médico no le pregunta por los niveles de colesterol: le detiene la hemorragia, va a lo fundamental. ¿Significa esto que son irrelevantes los niveles de colesterol para llevar una vida saludable? Es claro que no, pero es un problema posterior.
Lo mismo pasa con la doctrina cristiana. No todas las verdades tienen la misma importancia ni son igualmente centrales. Si la predicación se centra en los aspectos secundarios, sin mostrar el contexto, se hace incomprensible. Por eso hay que insistir una y otra vez en lo central: Cristo, muerto y resucitado por cada uno de nosotros. El mensaje cristiano debe concentrarse “en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante”, nos dice. ¿Ha derogado con esto alguna de las exigencias morales del cristianismo? Ninguna, simplemente las ha puesto en su lugar y las ha vuelto comprensibles.
Esta concentración en lo esencial tiene una ventaja práctica. Permite acercarse a quienes no forman parte del núcleo duro del catolicismo, a los millones de hombres y mujeres que no integran el selecto grupo de quienes están perfectamente convencidos y tienen todo meridianamente claro.
Jesús habla del pastor que deja a sus 99 ovejas para ir en busca de una que está perdida. Hoy, dice el Papa, sucede algo diferente, porque son las 99 las que están desorientadas, heridas, escandalizadas y confundidas. No hay que quedarse convenciendo a los ya convencidos. Se trata de salir, de ir a las periferias, de “armar lío”, como dice en argentino, sin quedarse en la comodidad de cuatro paredes.
Los críticos de Francisco olvidan que el Papa no les está hablando primeramente a ellos, sino a la gente de a pie, a esos católicos que están bautizados, pero que solo pisan las iglesias para matrimonios y funerales. Esa gente no lee encíclicas ni bulas. A ellos hay que hablarles de otro modo. Si leen entrevistas a una actriz de cine o a un futbolista, entonces habrá que dar entrevistas o hacer lo que sea, pero hay que llegar a ellos. ¿Y si pierde la solemnidad papal? Dudo que a san Pedro le hayan quitado el sueño las solemnidades.
Todo esto implica riesgos, pero mayor es el peligro de aburguesarse a fuerza de buscar seguridad: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma en el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”, señala.
Como en la parábola del Evangelio, el Papa sale al encuentro del hijo maltrecho. Se acerca a quienes, por las vueltas de la vida, han abandonado la casa paterna. Quizá querrían volver pero no saben cómo. Se sienten juzgados y cuestionados por los perfectos, los impecables, los que cumplen todas las prescripciones legales y los miran con ojos severos. Con esto olvidan que pueden caer en la actitud del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, ese que se molesta porque ha dejado de ocupar el lugar central, y no entiende cómo su padre puede prodigar su afecto al hijo que dista de haber sido ejemplar. Esos impecables han olvidado que Dios es amor. Este es un riesgo que corre el Papa: que la oveja que estaba tranquila en el corral, la que no había dado mayores problemas, se ponga celosa y no entienda lo que está haciendo el pastor. Pero es un riesgo que hay que correr.
No todo, sin embargo, es afecto y comprensión en el Papa Francisco. Él ha hablado con palabras muy duras a los eclesiásticos, haciéndoles ver que su misión debe ser un auténtico servicio. En este contexto de entrega radical, resulta ridículo andar a la caza de cargos y títulos honoríficos. La curia vaticana está para servir a los demás, no para hacer carrera. Nada de príncipes. Que quede fuera del sacerdocio la “preocupación excesiva por los espacios personales de autonomía y distensión”. Aquí se trata de vivir para los demás, de ser pastores “con olor a oveja”.
El empeño por mover a los católicos a mirar lo esencial, exige rechazar la idolatría del dinero y los bienes materiales. Solo así cabe tener los ojos libres para atender a los pobres. Esto no es comunismo, como ha pretendido alguien, sino puro y simple Evangelio.
En otras épocas, el problema era la explotación. Hoy el drama más grave son los excluidos, seres humanos que son transformados en desechos, sobrantes. El Papa es muy concreto: “No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre”. Al mismo tiempo, tiene palabras muy duras contra la evasión fiscal egoísta, y contra la “conciencia aislada” de quienes tienen el corazón embotado por el bienestar, y viven como si los demás, especialmente los pobres, no existieran. Su llamado solidario abarca la arquitectura misma de nuestras ciudades, donde “las casas y barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar e integrar”. El olvido de los pobres en la vida diaria de los demás ciudadanos tiene muchas facetas, pero “la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual”.
¿Qué tiene esto de comunismo? ¿No será, más bien, un inquietante llamado que resulta incompatible con actitudes cómodas y autosuficientes?
El Papa se anticipa a las excusas que todos tendemos a poner: “Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Esta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales (…) Nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social”.
¡El Papa habla fuerte! Resulta difícil quedarse indiferente ante esas palabras, excusándose en que “es jesuita”, “es argentino”, o “yo ya voto por los socialistas”. El contacto al que invita tiene un carácter personal, uno a uno, y no se satisface con proclamaciones retóricas. Los pobres no son un añadido del cristianismo, sino que son su patrimonio y constituyen un elemento central en la ética de las bienaventuranzas. En nuestras ciudades, perfectamente fragmentadas, el contacto con el pobre se hace difícil para muchos, porque exige recorrer largas distancias y adentrarse en un mundo desconocido. O vivir la experiencia de entrar a un gigantesco hospital público, o a una cárcel, para encontrarse con alguien que está solo, ante el cual no valen ni los títulos, ni los contactos, ni los apellidos, porque está ahí, frente a nosotros, y nos interpela en su humanidad desvalida.
La aproximación papal a la pobreza y la marginación, da luces acerca de su modo de enfrentar el drama del aborto. Aquí no valen reformas o “modernizaciones” de la postura de la Iglesia: “No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana”. Pero esa misma preocupación por el débil exige preocuparse muy en serio por acompañar a las mujeres que se hallan en esa difícil situación.
Cuando un hombre se acerca a los 80 años, sabe que no tiene la vida comprada. Las tareas que el Papa Francisco tiene por delante son enormes, e ignoramos si tendrá tiempo para acometerlas todas. En este momento, por ejemplo, está trabajando en la reforma de la curia Vaticana. La Santa Sede necesita una estructura para funcionar, pero hay que conseguir que no se transforme en una pesada máquina burocrática, que estorbe su finalidad. Por otra parte, el aspecto humano de la Iglesia requiere una constante purificación, y esa es una tarea que exige un empeño permanente. Hay muchos otros temas por enfrentar, entre otros el animar a esos millones de católicos que sienten a la Iglesia como algo muy lejano, para que vuelvan a casa y descubran un camino que les ayudará a vivir una existencia más plena y alegre. No sabemos cuánto tiempo tiene este Papa por delante. Pero aunque solo le quedaran unos días, aunque muriese mañana y su pontificado fuese uno de los más cortos de la historia, está claro que Francisco no habrá sido un mero Papa de transición. Después de él, el Papado, ciertamente, será el de siempre. Pero no será el mismo.
Joaquín García-Huidobro
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