Las leyes civiles deben responder a la lógica jurídica del bien común, no a dogmas ni creencias, ni siquiera en caso tan grave
Considero fraudulentas las presiones en contra del derecho a la vida que tratan de reducir el problema a su fundamentación religiosa
La gente de mi generación en la Facultad de Derecho de Madrid no habrá olvidado a Federico de Castro, puerta de acceso nada abierta a los demás Civiles. Un tema clásico, que me tocó en el examen final, era la viabilidad, dentro de la condición jurídica de la persona, un prius del ordenamiento jurídico. Recuerdo que arriesgué, pues no me limité a escribir sobre las diversas concepciones, mencionar las teorías medievales sobre el alma, y citar los artículos 29 y 30 del Código civil: no basta nacer para ser persona; es precisa la viabilidad, condensada en la figura humana del nacido y en vivir veinticuatro horas enteramente desprendido del claustro materno. A pesar de mi poca afición por la medicina, me había planteado la cuestión de la calificación jurídica de la incubadora, en cuanto prolongación del seno materno...
Ciertamente había mucha jurisprudencia, porque el Código español enlazaba con el Derecho romano en la protección jurídica del nasciturus: le consideraba nacido para todo lo que le resultara favorable. Pero no encontré ninguna sentencia que hubiera abordado el problema de la atención médica de prematuros. Arriesgué en mi examen −todo hay que decirlo−, con éxito, en contra de la tesis dominante en la Facultad acerca de la asignatura.
No se me ha olvidado esa protección jurídica del nasciturus, que sufre hoy los embates de una cultura dominante mucho más grave que la académica madrileña de los años cincuenta. Sobre el viejo Código se proyectaban sobre todo cuestiones patrimoniales. Hoy, en cambio, se pugna por suprimir la distinción entre el cuerpo de la madre y el del nasciturus, especialmente en el ámbito penal.
En todo caso, no era cuestión de creencias, como −pienso− tampoco lo es ahora. Por eso, considero fraudulentas las presiones en contra del derecho a la vida que tratan de reducir el problema a su fundamentación religiosa. Sin duda, la tiene. Pero las leyes civiles deben responder a la lógica jurídica del bien común, no a dogmas ni creencias, ni siquiera en caso tan grave.
Me he decidido a escribir en este sentido, tras ver hace unos días una especie de manifiesto en Le Monde de tres feministas, una de ellas, española, que ocupó la secretaría de políticas de igualdad en un gobierno de Zapatero. El título refleja bien la desfachatez de las autoras: “España: una cruz sobre el aborto”. En realidad, no titulan con la palabra aborto, sino con el clásico acróstico eufemístico: IVG. Hice una prueba con el traductor automático de Google, y no me sorprendió que la versión castellana eligiera “aborto”, no “interrupción voluntaria del embarazo”. Luego sí, referencias continuas a un “derecho al aborto”, que no existe en el ordenamiento español ni en el francés, por mucho que se repita dialécticamente.
La tesis central de la soflama es el enfrentamiento del Gobierno español con una opinión pública pacífica y favorable. Obviamente, no se menciona que estaba en el programa con que el partido en el poder concurrió a las últimas elecciones generales. Al cabo, la experiencia muestra la gran capacidad de incumplimiento de promesas que protagonizan los dirigentes políticos, aunque quizá no queden impunes (ni en España ni en Francia): así lo prevén sondeos de opinión recientes, más desfavorables aún para el socialismo de Hollande (podría quedar detrás de Le Pen), que para los populares de Rajoy.
Las autoras quieren dar otra imagen: el anteproyecto español es anacrónico, cruel y machista, pero no por su fundamento político, sino como consecuencia de los restos de poder que conservaría la Iglesia (sic: no los creyentes, o la Jerarquía, sino el totum revolutum preconciliar) en los medios políticos… Como de costumbre, se lanza una caza de brujas contra los acusados de haberla desencadenado. Sin ningún argumento que permita debatir. Lo importante es descalificar, no sólo en España, sino en todas partes: porque, dentro de poco, se cumplirán veinte años de las tumultuosas conferencias de El Cairo y Pekín y la ONU vivirá los “+20”.
Más razonable parece Jacques Testart, un ateo famoso desde 1982 por haber dado vida al primer “niño-probeta” en Francia. En una entrevista reciente, lamenta el avance de lo que considera eugenesia consensual (no autoritaria), unida a la fuerte lógica mercantilista. A su juicio, muy pocos políticos advierten esa deriva, salvo algunos católicos. “Personalmente −añade− me aflige. Soy un hombre de izquierda, y me expongo a las burlas de mis amigos cuando les digo estas cosas”. Me recuerda el lamento del gran filósofo italiano del derecho, Norberto Bobbio, en vísperas del referéndum de 1981: “Me asombra que los laicos dejen a los creyentes el honor de defender que no se debe matar”.