Prólogo del Papa al libro del cardenal Müller, ‘Pobre y para los pobres. La misión de la Iglesia’
El martes fue presentado el libro ‘Povera per i poveri. La missione della Chiesa’ (Libreria Editrice Vaticana), escrito por el cardenal Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y prologado por el Papa Francisco
Ofrecemos extractos del prólogo:
¿Quién de nosotros no se siente incómodo sólo al oír la palabra pobreza? Hay muchas formas de pobreza: económica, física, espiritual, social, moral. El mundo occidental identifica la pobreza, en primer lugar, con la ausencia de poder económico (...). Una ausencia de poder económico significa irrelevancia a nivel político, social e incluso humano. Quien no tiene dinero, es considerado sólo en la medida en la que puede servir para otros fines. Hay muchas pobrezas, pero la pobreza económica es la que es vista con mayor horror. En esto, hay una gran verdad. El dinero es un instrumento que, como la propiedad, prolonga y acrecienta la capacidad de la libertad humana, que le permite obrar en el mundo, actuar y dar fruto. En sí es un buen instrumento, como casi todas las cosas de las que el hombre dispone: es un medio que amplía nuestras posibilidades. Sin embargo, este medio puede volverse contra el hombre. El dinero y el poder económico pueden ser (...) un medio que aleja al hombre del hombre, confinándolo a un horizonte egocéntrico y egoísta.
La palabra aramea que utiliza Jesús en el Evangelio −mammon, tesoro escondido− nos lo hace entender: cuando el poder económico es una herramienta que produce riquezas que se mantienen sólo por sí mismas, ocultándolas a los demás, produce iniquidad, pierde su valor positivo original. También el término griego utilizado por san Pablo −arpagmos− se refiere a un bien guardado celosamente para sí mismo, o incluso al fruto de lo que ha sido robado a otros. Esto sucede cuando los bienes son utilizados por personas que conocen la solidaridad sólo para su entorno (...), pero no cuando se trata de ofrecerla. Esto sucede cuando el hombre, habiendo perdido la esperanza de un horizonte trascendente, ha perdido también el sabor de la gratuidad, el gusto de hacer el bien por la simple belleza de hacerlo.
Cuando el hombre, en cambio, es educado para reconocer la solidaridad fundamental que lo vincula a todos los hombres −es lo que nos recuerda la doctrina social de la Iglesia−, entonces sabe bien que no puede quedarse con los bienes de los que dispone. Cuando vive habitualmente en la solidaridad, el hombre sabe que lo que niega a los demás y se queda para sí, tarde o temprano, se volverá en su contra. A esto alude Jesús en el Evangelio cuando menciona la carcoma y la polilla que arruinan las riquezas obtenidas egoístamente. En cambio, cuando los bienes de los que se dispone son utilizados no sólo para las propias necesidades, al extenderse, se multiplican y, a menudo, producen un fruto inesperado. En realidad, hay un vínculo original entre beneficio y solidaridad, un círculo fecundo entre ganancia y donación, que el pecado tiende a romper y confundir. La tarea de los cristianos es descubrir, vivir y anunciar a todos esta preciosa y original unidad entre beneficio y solidaridad. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo contemporáneo de redescubrir esta hermosa verdad! Cuanto más se acepte esto, más disminuirá la pobreza económica que tanto nos aflige.
Las otras pobrezas
No podemos olvidar que no sólo existen las pobrezas ligadas a la economía. Es el mismo Jesús quien nos lo recuerda, amonestándonos que nuestra vida no depende sólo de nuestros bienes. El hombre es originalmente pobre, indigente y está necesitado. Cuando nacemos, para vivir, necesitamos de los cuidados de nuestros padres, y así en cada época y etapa de la vida, cada uno de nosotros no logrará librarse nunca totalmente de la necesidad, de la ayuda de los demás (...). También ésta es una condición que caracteriza nuestro ser criaturas: no nos hemos creado a nosotros mismos y, solos, no podemos darnos todo lo que necesitamos. Reconocer esta verdad nos invita a ser humildes, a practicar con coraje la solidaridad, como virtud indispensable para vivir.
En todo caso, dependemos de alguien o de algo. Podemos vivir esto como una debilidad ante la vida, o como una posibilidad, como un recurso para hacer las cuentas con un mundo en el que nadie puede hacer de menos al otro, en el que todos seamos útiles y preciosos para todos, cada uno a su manera. (...) ¡Es evidente que esta práctica sólo puede nacer de una nueva mentalidad, de la conversión a un nuevo modo de mirarse los unos a los otros! Sólo cuando el hombre se concibe, no como un mundo en sí mismo, sino como uno que por su naturaleza está ligado a todos los demás, originariamente considerados como hermanos, es posible una práctica social en la que el bien común no sigue siendo una palabra vacía y abstracta.
Cuando el hombre se concibe así y es educado para vivir así, la pobreza original de la criatura ya no se siente como una limitación, sino como un manantial, en el que lo que enriquece a cada uno y se da libremente, es un bien y un don, que después aporta beneficios a todos. Ésta es precisamente la luz positiva con la que también el Evangelio nos invita a mirar la pobreza. Esta luz nos ayuda a entender por qué Jesús transforma esta condición en una auténtica dicha: «¡Bienaventurados vosotros, los pobres!»
Entonces, aun haciendo todo lo que está en nuestra mano y aborreciendo toda forma de adicción irresponsable a las propias debilidades, no tenemos miedo a reconocernos necesitados e incapaces de darnos todo lo que necesitaríamos, porque solos, y únicamente con nuestras fuerzas, no logramos vencer todos los límites. No temamos este reconocimiento, porque Dios mismo, en Jesús, se humilló, y se inclina sobre nosotros y sobre nuestra pobreza para ayudarnos y darnos aquellos bienes que por nosotros mismos nunca podríamos obtener.
Jesús elogia a los pobres de espíritu, es decir, a aquellos que mirando de esta manera sus propias necesidades, y a los necesitados tal y como son, se fían de Dios, no tienen miedo a depender de Él. De hecho, sólo de Dios podemos obtener aquel Bien que ningún límite puede detener, porque Él es omnipotente y nos lo ha demostrado venciendo a la muerte. (...) Él nos ama, cada fibra de nuestro ser le es querida, a sus ojos cada uno de nosotros es único y tiene un valor inmenso: Incluso cada uno de los cabellos de vuestra cabeza están contados..., vosotros valéis más que los pájaros.