La conciencia cristiana no tiene por qué acomodarse estrictamente a normas jurídicas cambiantes
La conciencia cristiana no tiene por qué acomodarse estrictamente a normas jurídicas cambiantes, cuando está en juego el principio o el fin de la vida humana
En plena polémica sobre la reforma del régimen legal del aborto en España, tan necesaria, puede pasar inadvertida la información anual del Instituto de Estadística sobre mortalidad.
Ante todo, se debe anotar que sigue creciendo, como corresponde al proceso de envejecimiento de la población europea. El INE destaca que la tasa bruta de mortalidad ascendió en 2012 a 861,6 fallecidos por 100.000 habitantes, un 3,8% superior al año anterior. Entre las causas de la muerte, datos positivos y negativos: disminuyeron un 9,5% las víctimas de accidentes de tráfico; pero aumentaron un 11,3% los fallecidos por suicidio. En la página Web del INE se puede consultar la amplia y seria información.
Dentro de la comprensible frialdad de los datos estadísticos, que pueden ser interpretados de modos diversos, se comprueba quizá la realidad del carácter natural de la vida y la muerte, frente a prejuicios o presiones ideológicas.
Se comprenden por eso −y por otras razones sociológicas de peso− las dudas del presidente François Hollande para reformar la ley vigente en Francia sobre el fin de la vida, a pesar de sus compromisos electorales. De hecho, hay gran expectativa ante la inminente decisión sobre el caso Lambert del Consejo de Estado –órgano no consultivo, como en España, sino ente jurisdiccional máximo en materias administrativas.
El asunto refleja problemas límites que pueden plantearse en relación con la acción humana ante el fin de la vida. Parecía resuelto con la ley Leonetti de 2005, que alcanzó un gran consenso parlamentario: combinaba prudentemente el respeto a la vida con el rechazo de encarnizamientos terapéuticos. Muchos pensaron que zanjaría la cuestión, pero se comprueba que existen fundamentalismos −también en este campo− incapaces de reconocer los matices.
Vicent Lambert, de 38 años, sufrió un accidente de tráfico en 2008 y, desde entonces, vive francamente limitado; no se sabe si entiende lo que se le dice, aunque mueve los ojos y parece sentir dolor; recibe alimentación parental que le sostiene en la vida. Como tantas otras personas jóvenes, nunca se le ocurrió redactar disposición alguna sobre el fin de su vida, en caso de siniestro o de enfermedad incurable, algo previsto y reconocido en la ley Leonetti. De hecho, según datos del Instituto francés demográfico correspondientes al año 2012, sólo el 2.5% de los enfermos en fase final de su vida habían redactado unas “directivas anticipadas”.
La cuestión se plantea hoy jurisdiccionalmente por la disparidad de criterio entre los parientes más próximos, que deberían interpretar y cumplir la voluntad del accidentado: su mujer acepta la decisión médica de interrumpir la alimentación artificial, en contra de la opinión de los padres y de otros miembros de la familia.
Por otra parte, se trata de un sistema complejo: las eventuales “directivas” sólo tienen vigencia durante tres años; es preciso renovarlas periódicamente, y se pueden modificar o revocar en cualquier momento. Lo normal es que el paciente entregue copia a un pariente próximo, a su médico de cabecera, o al hospital de referencia.
Pero, junto a los deseos del enfermo, está la responsabilidad de los profesionales de la salud. Aunque existan esas disposiciones, más o menos a modo testamentario, no obligan a los facultativos, aunque deban consultarlas y tenerlas en cuenta. Según el INED, son elemento importante en el 72% de las decisiones médicas sobre el fin de la vida.
Pero, por encima de todo, en este caso como en tantos otros, están las convicciones religiosas. Los partidarios de la eutanasia subrayan −no sé si es así o no− que la madre de Vicent Lambert está influida por la Fraternidad de san Pío X, de inspiración lefebvriana. Pero la realidad es que la alimentación y la hidratación de ese tipo de enfermos nada tiene que ver con los supuestos de encarnizamiento terapéutico contemplados en la ley vigente: no sería un mero “dejar morir” a un enfermo terminal, sino “hacer morir” a una persona con graves limitaciones. De momento, la decisión del tribunal administrativo local fue favorable al mantenimiento de la alimentación. Pero, en cualquier caso, la conciencia cristiana no tiene por qué acomodarse estrictamente a normas jurídicas cambiantes, cuando está en juego el principio o el fin de la vida humana.