El derecho de propiedad existe y debe ser protegido, pero ha de cumplir un papel social y redundar en beneficio de todos
La mayor satisfacción para el que posee una fortuna e incluso para aquellos que no llegan a ese nivel pero viven desahogadamente es la de ayudar a las múltiples necesidades de la sociedad que pueden hacer la vida más llevadera a otros muchos
Warren Buffet (Omaha, Nebraska, 1930), más conocido por algunas singularidades de las que ha hecho gala que por su intrínseca capacidad −que es mucha− de hacer buenos negocios (es, de hecho, una de las más importantes fortunas del mundo), volvió a sorprendernos hace ya un tiempo con una cabriola que habrá dejado estupefacto a más de uno de sus colegas multimillonarios.
En un artículo que publicó The New York Times solicitaba a Obama que subiera los impuestos a los ricos para tratar de paliar la crisis en la que estamos inmersos: “Dejen de mimar a los súper ricos”, decía. El reconocido Stephen King se ha unido a esta singular campaña que, al parecer, comparten muy pocos (de los ricos, se entiende).
Cuando una persona tiene tal cantidad de dinero que, en realidad, no puede gastarlo ni aunque se lo propusiera, ¿qué se supone que debe hacer? ¿Incrementar su fortuna y temblar constantemente ante el temor de perder algo de lo mucho que posee? ¿Pensar que el patrimonio familiar no debe disminuir −en nombre de no se sabe qué ley− y se debe legar a los hijos para que, a su vez, lo sigan aumentando?
Siempre he tenido un gran respeto por las personas −se lo merecen− que han sido capaces de poner en marcha un negocio y después de años de riesgos y esfuerzos −no pocas veces ímprobos− han logrado salir adelante y situarse en una posición desahogada. Es menor el respeto que me merecen los que han heredado una fortuna y han sabido mantenerla: su mérito queda eclipsado por la posición de ventaja de la que partían.
Y siento bastante pena por aquellos que, sencilla y fraudulentamente (no se deben olvidar los deberes que tenemos para la sociedad) se dedican a disfrutar y malgastar un dinero que solo les pertenece por el azar del nacimiento. El derecho de propiedad existe y debe ser protegido −es propio de una sociedad justa− pero ha de cumplir un papel social y redundar en beneficio de todos. La propiedad no puede ser “absoluta”, en el más vituperable de sus sentidos.
Los empresarios, tantas veces incomprendidos, merecen el respeto y deberían ser objeto de verdadero mimo por parte de la sociedad: son los que invierten, crean puestos de trabajo, arriesgan su dinero −muchas veces con escasa fortuna− y tantas veces el del crédito que se les concede. Dinamizan la sociedad, la empujan al desarrollo y la sacan del letargo en la que se encuentran. Millones de familias dependen de su creatividad y empuje y el propio Estado sería un organismo inane sin su aportación.
Hay demasiados remilgos con los empresarios, como si fuera una casta de inasibles ambiciosos. Desde luego los hay quienes merecen más desprecio que admiración, pero muchas de las buenas cosas que funcionan en este y otros muchos países −y de otro modo no se harían porque el Estado no llega a todo− se debe a la creatividad y generosidad de algunas personas que no solo crean riqueza sino que ayudan a fines sociales que de otro modo no se llevarían a cabo.
¿Hemos pensado alguna vez a qué se debe el prestigio de algunas de las Universidades más importantes de Estados Unidos −Harvard, Yale, San Francisco, Princeton, etc. y lo que aportan en el ámbito de la educación, la investigación y la innovación a la sociedad americana y al mundo? Reciben ingentes cantidades de donaciones de los empresarios, antiguos alumnos y fundaciones para mantener esas instituciones al más alto nivel, becar a los alumnos con talento y crear riqueza.
La mayor satisfacción para el que posee una fortuna e incluso para aquellos que no llegan a ese nivel pero viven desahogadamente es la de ayudar a las múltiples necesidades de la sociedad que pueden hacer la vida más llevadera a otros muchos. La sociedad en su conjunto, las personas concretas, deberían asumir un protagonismo que, equivocadamente, se le otorga al gobierno que no puede ni sabe llegar a todo.
Soy firme defensor de la propiedad privada y no creo que, torpemente, haya todavía quien lo niegue. Pero esa propiedad debe cumplir también una función social. Y son los empresarios −en un clima adecuado− los que pueden sacarnos de este marasmo crítico que nos angustia a todos, de modo especial a quienes han perdido su trabajo.
El gobierno, por sí solo, es plena e irremediablemente incapaz de dominar la desconcertante especificidad y el carácter evasivo de las oportunidades económicas, como afirma Gilder. Me gusta Warren Buffet porque posee una mirada muy por encima de su fortuna. Es consciente de que, cuando se vaya, la dejará aquí. Pero sabe que su dinero puede servir para ayudar a los demás. ¿Existe alguna otra satisfacción de mayor alcance?
Francisco Errasti Goenaga, director general de la Fundación para la Investigación Médica Aplicada de Universidad de Navarra