El coraje moral nos lleva a salir de la irresponsabilidad, la cobardía, el escepticismo y la insolidaridad
La crisis del hombre y la crisis de Dios son inseparables, y no podemos llegar a una última confrontación con la una si no afrontamos la otra
En torno a 1140 encontramos ya en nuestra lengua esta palabra como retoño surgido del tronco de ese árbol siempre fecundo que es el corazón. Del corazón nace el coraje como una extensión hacia aquellas situaciones que reclaman valor y valentía. Nuestra procedencia socrática y cartesiana nos inclina a pensar que bastan el saber y la claridad para ser justos y buenos. La razón dice lo que es el bien, pero por sí sola no da fuerzas para realizarlo.
Esa razón autónoma ahora hace un siglo desencadenó la Primera Guerra Mundial, y luego la segunda, que devastó poblaciones y territorios, con un número aproximado de ciento cincuenta millones de víctimas entre 1914 y el final de la guerra de los Balcanes. Esas contiendas fueron fruto de la voluntad de poder, de la pasión nacionalista, de la humillación en una línea y del resentimiento en otra.
¿Podemos hablar de un desierto moral cuando asistimos a tales logros económicos y sociales, tantos proyectos de honda generosidad, e iniciativas de sujetos tan ejemplares por su capacidad de servicio y entrega al prójimo? La situación negativa se manifiesta en las repercusiones de la crisis económica sobre los más pobres, sobre una clase media que había logrado llegar a una cierta madurez y protagonismo político después de todas las luchas y los esfuerzos del mundo obrero por superar el abismo entre poder dirigente y masa dirigida, entre minorías poderosas y pueblo empobrecido.
Situación negativa manifiesta entre nosotros por la ilegalidad de muchas acciones; la falta de control que ha hecho posible desvíos y apropiaciones del dinero público; la sensación de impunidad en que quedan muchas violaciones de la ley; la convicción generalizada de la casi imposible justicia por la nueva recaída del poder judicial en manos del poder político, que decide los nombramientos claves; las pocas personalidades realmente libres y creadoras; la pérdida de confianza en los dirigentes.
A estas ausencias morales se añaden reales amenazas a la vida humana, comenzando por la voluntad de no engendrar, resultante de no valorar, agradecer o saber guiar la vida engendrada. Vienen luego la amenaza a la persona en sus inicios (aborto) y en sus finales (eutanasia), la poligamia encubierta, la desaparición del sentido sagrado y de las dimensiones últimas de la vida humana, la pretensión de poder vivir en una fase posmoral de la historia con solo el código civil y el penal, la insensibilidad para el valor dignificador de lo religioso, cediendo a una desacralización de la realidad.
Este último aspecto hace a Europa incapaz de entender y dialogar sobre ciertas dimensiones esenciales del islam, que arraigan en las capas más profundas del ser humano. Como consecuencia, seguirán enfrentándose un secularismo europeo y un fundamentalismo islámico, que por contraste se refuerzan el uno al otro en una lucha de ciegos y sordos.
La travesía actual de este desierto moral desenmascara a los cobardes y corrompidos a la vez que acredita a los fuertes y serviciales. ¿Dejaremos que se apague la fe en Dios, y con ella quede arrastrada la fe en el hombre? La crisis del hombre y la crisis de Dios son inseparables, y no podemos llegar a una última confrontación con la una si no afrontamos la otra. No por moralizar, sino por voluntad de verdad, hay que preguntarse cómo el olvido, la negación implícita o el rechazo explícito de Dios han contribuido a la historia de guerras en la Europa del siglo XX, a la perplejidad moral y a la desorientación actual.
En situaciones extremas como la nuestra no basta enumerar con lucidez las dificultades o peligros; hay que mostrar sobre todo las grandes metas a las que debemos aspirar y las fuentes en las que podemos abrevar nuestras potencias regeneradoras. La primera tentación consiste en referirlo todo a la política esperándolo todo de ella o acusándola de todos los males, desembocando en la exasperación contra los gobernantes y en el repliegue a la inacción. Solo mediante el acceso y cultivo de los primeros manantiales de la verdad y de la libertad pueden los individuos y grupos sociales mantener la dignidad siendo capaces de ejercer su protagonismo en la sociedad. Esos manantiales han sido siempre la cultura, la ética y la religión.
En ellas tenemos que encontrar la energía necesaria para ejercitar los universales del corazón que abarcan estos tres imperativos. El primero es la conciencia en el doble sentido de la palabra: el saber riguroso y la percepción crítica de los problemas (Bewusstsein) con la atención al imperativo interior que nos orienta hacia el bien en el cumplimiento del deber (Gewissen). ¿Qué ha borrado u obturado esta conciencia en tantos hombres y mujeres?
El segundo imperativo, conexo con el primero, es el deber de ejemplaridad. En ciertos momentos pierden su vigor las leyes y solo valen las personas, carecen de fuerza los imperativos de acción y convencen únicamente las virtudes acreditadoras. Y esto especialmente en políticos, jueces y profesores, en quienes no es posible separar la legitimidad jurídica de la legitimidad moral. La moralidad pública no existe si no es sostenida por la personal moralidad privada. Cuando se ejerce el poder sin credibilidad se ejerce violencia y se empuja al desacato. Hay correlación entre la ejemplaridad del que manda y la docilidad de quien obedece. Llevando esto al límite, Ortega y Gasset escribió: «Se obedece un mandato; se es dócil a un ejemplo y el derecho a mandar no es sino un anejo de la ejemplaridad».
La tercera exigencia es el coraje en la doble vertiente de actitud personal y de acción histórica. El coraje no nace de la pasión ni del entusiasmo fácil, sino del convencimiento de cómo en ciertos momentos hay que pasar de las ideas a la acción, del retraimiento público a la participación responsable. El coraje moral nos lleva a salir de la irresponsabilidad, la cobardía, el escepticismo y la insolidaridad. Coraje dice voluntad de verdad y de justicia, esperanza y decisión, resistencia y acción. Si se pierde la esperanza se pierde la audacia. ¿Quién dará razones y ejemplos para ambas? Quienes valerosamente crean en el hombre y en Dios, con una alta confianza en ambos, a la vez que sean capaces de mirar a la tierra de cada día con un insobornable realismo.
«La vida moral es riesgo y coraje en todos sus momentos. Junto al coraje para la acción, está el coraje para la palabra, para la propia convicción, para la propia opinión; el coraje para la verdad, para la confesión, para el pensamiento» (N. Hartmann). Sin este coraje moral no se sostiene viva una sociedad y menos todavía puede superar los momentos de crisis. Coraje de cada persona y grupo humano con responsabilidad pública, para que allí donde cada uno está no prevalezcan la mentira, la injusticia, el soborno, el chantaje, el encubrimiento. Si cada creyente debe considerarse una “microiglesia”, cada ciudadano debe considerarse en derechos y deberes responsable de la sociedad y del Estado.