He tenido la suerte de comprobar que tres personas santas a las que conocí destacaban por su alegría y buen humor
Alegra comprobar la tradición cristiana del papa Francisco; no es casual que el título de su extensa Exhortación Apostólica, casi programa del pontificado, sea precisamente ‘Evangelii Gaudium’
Tras el anuncio de la beatificación de Álvaro del Portillo, he debido contestar preguntas y resumir cosas que relaté en libros que algunos conocen. En la presentación del primero, de 1996, Pilar Cambra se refirió a mi perfil biográfico de 1976 sobre el fundador del Opus Dei. Vino a decir que Josemaría Escrivá de Balaguer era ya beato, para preguntar sobre la causa de canonización de don Álvaro, que ahora dará un paso decisivo.
Todo esto me ha traído a la memoria detalles vivos de tres personas santas a las que conocí más o menos de cerca en el siglo XX. La tercera fue Juan Pablo II, al que saludé por vez primera en octubre de 1974, cuando era cardenal de Cracovia y llevaba el peso doctrinal del Sínodo de obispos de aquellos días.
Como es bien sabido, los santos presentan infinidad de rasgos comunes, dentro de la diversidad de caracteres y personalidades. Pero he tenido la suerte de comprobar que estos tres destacaban por su alegría y buen humor, bienes ciertamente muy propios de los cristianos. De hecho, san Josemaría habría querido dejar en herencia humana a los fieles del Opus Dei, junto con el amor a la libertad, el buen humor.
Quizá por esto, me alegra tanto comprobar la tradición cristiana del papa Francisco. No es casual que el título de su extensa Exhortación Apostólica, casi programa del pontificado, sea precisamente Evangelii Gaudium. Cita un documento precedente de Pablo VI, Gaudete in Domino, de 1975: “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”. Al oír o leer sus palabras, o al contemplar los gestos de Francisco, me viene también a la memoria aquel texto de Surco, 57: “No me olvides que a veces hace falta tener al lado caras sonrientes”.
Contento particular se siente al leer las primeras palabras de la Exhortación: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años”.
Escribo estas ideas en la fiesta de la Presentación del Señor, con nostalgia del tiempo de Navidad: unos días especialmente alegres, salvo donde se han dejado influir demasiado por una cultura mercantilizante. Lo señala el papa en el n. 2 del documento: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada”.
Aunque sea para hablar de alegría y optimismo, se puede invocar un antiguo diagnóstico semejante, en Forja 767: “Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona ─e incluso a una sociedad entera─ es esa búsqueda, ansiosa y egoísta, de bienestar: ese intento de eliminar todo lo que contraría”.
Las razones son muy distintas e, incluso, nobles. Pero crece la capacidad de protesta popular en países desarrollados. Basta pensar en la “manif pour tous”, que comenzaba en París y Lyón cuando me ponía a la máquina y se celebró con notorio éxito: un movimiento incesante nacido contra la reforma del Código de Napoleón ─para abrir el matrimonio a la homosexualidad─, se ha convertido en plataforma social de crítica en la calle a la política familiar de un gobierno.
Probablemente, esas manifestaciones son necesarias, también porque hasta ahora ─a diferencia del precedente “jour de la colère”, convocado por otros─ han sido alegres y festivas, como la propia Jornada italiana por la vida del primer domingo de febrero. Lo reitera Francisco: “El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría”. Por eso, “el bien siempre tiende a comunicarse”. Y es capaz de sofocar los males en la abundancia del optimismo antropológico que deriva radicalmente del misterio de la Encarnación.