Todos los caminos que lleven a la verdad favorecen el encuentro, el diálogo
La indiferencia ante la verdad, reducida a un capricho subjetivo, es lo que en realidad divide a las personas
Factor común de todos los seres humanos es buscar y hallar la verdad. La cabeza no la tenemos sólo para llevar sombrero. Siendo común el afán por la verdad, esa poderosa inclinación es lo que más une a los hombres, mientras que el error, el engaño y la mentira separa y enemistan. La verdad no es monopolio de nadie, sino que todos estamos abiertos a ella.
Así todos los caminos que lleven a la verdad favorecen el encuentro, el diálogo. Es un hecho el amor a la verdad que manifestaron desde el comienzo los cristianos de aquella primera hora. «La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la fuerza de este amor, llega al centro más profundo de la experiencia del hombre, que viene a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la luz. Con el deseo de iluminar toda la realidad a partir del amor de Dios manifestado en Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos encontraron en el mundo griego, en su afán de verdad, un referente adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento decisivo para que el Evangelio llegase a todos los pueblos, y favoreció una fecunda interacción entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos hasta nuestros días» (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 23).
Lejos de existir una contraposición entre la inteligencia humana y la Revelación divina, hay y debe haber siempre una convergencia en la verdad. «El beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica ‘Fides et ratio’, ha mostrado cómo la fe y la razón se refuerzan mutuamente» (idem).
Abundantes ejemplos nos ofrece la historia de esa fecunda colaboración. «En la vida de san Agustín encontramos un ejemplo significativo de este camino en el que la búsqueda de la razón, con su deseo de verdad y claridad, se ha integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva inteligencia» (idem, n. 33).
Una superficial matriz de opinión, que no resiste un análisis serio, es la pretendida oposición entre la fe y la ciencia, la religión y la razón. La verdad no es totalitaria, sino amiga de la libertad. «La luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre» (idem, n. 34).
La indiferencia ante la verdad, reducida a un capricho subjetivo, es lo que en realidad divide a las personas. No en vano Benedicto XVI ha podido hablar de una «dictadura del relativismo», algo así como lo que se atribuía a los librepensadores del siglo XIX: «El libre pensamiento proclamo en alta voz, y muera el que no piense igual que pienso yo».«Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos» (idem).
El conocimiento de la verdad no nos aleja de la realidad, sino que nos permite profundizar en ella. Una teoría es válida si no disiente de la práctica. «Por otra parte, la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio» (idem).
El cientificismo, que trata de encapsular toda la realidad en los límites del método experimental, es una voluntaria amputación de nuestras posibilidades de conocer la verdad. Hay que ampliar las perspectivas. «La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia» (idem).