Cada año es en cierto sentido nuevo porque su luz renovada puede encender en nuestros corazones nuevos afanes...
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Aunque sigamos en la ciudad de siempre y no vivamos a la orilla del mar, cada año es en cierto sentido nuevo porque su luz renovada puede encender en nuestros corazones nuevos afanes de vivir y, sobre todo, de volver a comenzar
En mi infancia mi madre solía hacernos la broma el 30 de diciembre de que había visto por la calle a una señora “con tantas orejas como días le quedaban al año”, y al día siguiente, el 31, nos decía que había visto a un señor “con tantas narices como días le quedaban al año”. Los niños cuentan los años que tienen −tres, cuatro, cinco…− y no cabe en su lógica que los años puedan terminarse.
Por eso, mis hermanos y yo buscábamos con afán por la calle a aquellas personas que imaginábamos con tantas orejas y narices. Un año para un niño de cuatro es la cuarta parte de su vida. Ahora que ya he cumplido los sesenta para mí los años vuelan y un año es solo una sexagésima parte de mi vida. Muchos días la sección que más me interesa del periódico es la de “Hace 25 años” y en ocasiones −como en el reciente aniversario del asesinato de John F. Kennedy− incluso la de “Hace 50 años”.
Entre las muchas cosas buenas que nos han traído los móviles se encuentra, sin duda, una previsión meteorológica mucho más fina: ahora aciertan casi siempre con la lluvia y la temperatura del día siguiente. Me ha llamado la atención que mi móvil indique además las horas de la salida y la puesta del sol, lo que me ha permitido comprobar −si no me engaña el móvil− la exactitud del dicho popular que hace al 21 de diciembre el día más corto del año. No es el día que amanece más tarde y anochece antes, pues en Pamplona el día que anocheció antes este invierno fue el 12 de diciembre (a las 17:32) y el que amanecerá más tarde el 12 de enero (a las 8:37), pero sí fue el 21 de diciembre el día de menor espacio de tiempo entre la salida y la puesta del sol (9 horas y 1 minuto).
Estos datos sugieren de manera persuasiva que el año nuevo no es algo convencional. Serán convencionales las uvas, las campanadas y los matasuegras, pero las noches que se han venido alargando durante meses comenzarán a partir de ahora decididamente a acortarse. El año nuevo no es una convención porque celebra nuestra profunda relación con la luz del sol: con seguridad la luz es lo más natural de nuestro mundo, pues sin ella no podríamos vivir. El nuevo año significa el triunfo de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte: Lux in tenebris!
Viene a mi memoria aquella extraña novela de Julio Verne titulada Las Indias negras, leída varias veces en mi juventud, dedicada a las laberínticas minas de carbón que poblaban el subsuelo británico para alimentar los hornos de la revolución industrial. No recuerdo los detalles, pero sí la maravillosa descripción del glorioso amanecer al que asiste asombrado uno de los protagonistas, que ha pasado toda su vida confinado en el fondo de la mina sin ver el sol ni saber cómo era el mundo exterior. Me pareció la escena cumbre de la novela: mostraba bien la magnificencia del llamado astro rey, capaz de disipar las tinieblas y de crear un mundo del todo distinto a la lúgubre oscuridad.
Solo al amanecer o al atardecer podemos mirar cara a cara al Sol sin que se dañen nuestros ojos. A mí me gusta, sobre todo, ver amanecer. En particular me fascina ver amanecer sobre el mar. Se trata de un espectáculo en el que no hay nada de convencional, ni siquiera de repetitivo: cada día es nuevo, distinto. Mi admirado Charles S. Peirce −del que en este año celebramos el centenario de su muerte− escribía a su mujer desde Sicilia en septiembre de 1870 contándole con detalles el amanecer en Taormina. Copio un pasaje de su carta:
A las cinco de la mañana estaba despierto y me levanté para ir al Teatro Griego a ver el amanecer. El amanecer fue en algunos aspectos bastante desfavorable. Estaba nublado. Sin embargo el sol salió por fin y los efectos de la luz en las nubes y el mar fueron maravillosos. Nunca había visto algo ni siquiera parecido. Pero, ¿cómo puedo darte alguna clase de noción de la encantadora vista? Yo estaba en un promontorio muy elevado mirando al mar a la luz pura y clara de la mañana. Justo debajo de mí, a 50 pies o así, estaba el antiguo teatro. En ruinas, pero queda lo suficiente para mostrar adecuadamente cómo era, con sus bellas columnas, círculos y arcos, lo bastante para ser todavía muy bello. Lo suficiente para hacerte pensar que la gente que eligió este encantador lugar para ello no tuvo que irse muy lejos. No estaba en la cumbre del promontorio, aunque bastante arriba. Por encima de mí había una terrible cima rocosa, la antigua acrópolis, coronada por una fortaleza de apariencia formidable. A lo largo de muchas millas se extendían en las orillas colinas como las que había visto el día anterior, con valles soleados por debajo de ellas y el mar entrando en la playa. Podía ver muchos pueblos tanto en los valles como en las colinas −más cerca por supuesto la pequeña y curiosa ciudad de Taormina− y mucho verdor. A través del mar, las orillas de Calabria en un lado eran muy prominentes y en dirección opuesta, tierra adentro, se alzaba el Etna, majestuoso y terrible. Merece la pena viajar al extranjero por ver cosas como esa, cosas que ningún arte puede reproducir.
De modo semejante, me parece a mí que, aunque sigamos en la ciudad de siempre y no vivamos a la orilla del mar, cada año es en cierto sentido nuevo porque su luz renovada puede encender en nuestros corazones nuevos afanes de vivir y, sobre todo, de volver a comenzar.