Incluimos las palabras del Papa durante las ceremonias que ha presidido en las grandes ceremonias de su primera Navidad en el Vaticano
Ha sido la primera Navidad de Francisco en el Vaticano. Al Papa no le gusta trasnochar, pero el día de Nochebuena celebró la Misa del Gallo en la Basílica de San Pedro a las 21,30, hora de Roma; el miércoles 25 tuvo lugar el tradicional mensaje de Navidad a mediodía desde el balcón de la basílica, con la bendición "Urbi et Orbi”, a Roma y al mundo. Al igual que sus predecesores, el 31 de diciembre a las 17,00 rezó un ‘Te Deum’ para dar gracias a Dios por el año que concluye, y visitó el Nacimiento de la Plaza de San Pedro; y el 1 de enero celebró una Misa a las 10 de la mañana en la basílica, para rezar por la paz en el mundo. La última gran ceremonia será el lunes 6 de enero, una Misa en la Basílica de San Pedro, por la fiesta de la Epifanía del Señor.
En su homilía en Santa Marta, el día 23, el Papa dijo que para prepararse para la Navidad hay que dejar más espacio a Dios que a las fiestas: «¿Tenemos sitio para el Señor o tenemos sitio para las fiestas, para ir de compras, para hacer ruido...? ¿Nuestra alma está abierta, como está abierta la Santa Madre Iglesia y como estaba la Virgen? O nuestra alma está cerrada y dejamos en la puerta un cartel, muy educado, que dice: “Por favor, no molestar”. Y hoy, repetir muchas veces: ¡Ven! Y buscar que nuestra alma no sea un alma que diga: “Se ruega no molestar”».
Extracto de la homilía del Papa
«Hay una tercera venida del Señor: aquella de cada día. ¡El Señor visita a su Iglesia cada día! Visita a cada uno de nosotros y también nuestra alma entra en esta semejanza: nuestra alma asemeja a la Iglesia, nuestra alma asemeja a María. Los padres del desierto dicen que María, la Iglesia y nuestra alma son femeninas y aquello que se dice de una, análogamente se puede decir de la otra. Nuestra alma también está en espera, en esta espera por la venida del Señor; un alma abierta que llama: “¡Ven, Señor!”».
Y también a cada uno de nosotros, en estos días, prosiguió, «El Espíritu Santo nos mueve a hacer esta oración: “¡Ven! ¡Ven!”». Todos los días de Adviento, recordó el Pontífice, «hemos dicho en el prefacio que nosotros, la Iglesia, como María, estamos vigilantes en la espera». Y la vigilancia, evidenció, «es la virtud del peregrino. ¡Todos nosotros somos peregrinos!».
«Y me pregunto: ¿estamos en espera o estamos cerrados? ¿Somos vigilantes o nos quedamos seguros en un albergue, a lo largo del camino y no queremos ir más adelante? ¿Somos peregrinos o somos errantes? Por esto la Iglesia nos invita a rezar este '¡Ven!', a abrir nuestra alma y que nuestra alma sea, en estos días, vigilante en la espera. ¡Vigilar! ¿Qué cosa sucede en nosotros si viene el Señor o si no viene? Si hay lugar para el Señor o hay lugar para fiestas, para comprar cosas, hacer barullo… ¿Nuestra alma está abierta, como está abierta la Santa Madre Iglesia y como estuvo abierta la Virgen? ¿O nuestra alma está cerrada y hemos puesto un letrerito en la puerta, muy educado, que dice: “¡Se ruega no molestar!?”».
«El mundo −advirtió Francisco− no termina con nosotros, nosotros no somos los más importantes en el mundo: ¡es el Señor, con la Virgen y con la Madre Iglesia! Nos hará bien repetir la invocación: "¡O sabiduría, o llave de David, o Rey de los pueblos, ven!”».
«Y hoy repetir tantas veces “¡Ven!”, e intentar que nuestra alma no sea un alma que diga: “Se ruega no molestar”. ¡No! Que sea un alma abierta, que sea un alma grande, para recibir en estos días al Señor y que comience a sentir aquello que mañana nos dirá la Iglesia en la antífona: “¡Sepan que hoy viene el Señor! ¡Y mañana verán su gloria!”».
La noche del martes en una Basílica de San Pedro repleta de fieles, el Papa Francisco celebró la primera Misa del Gallo de su pontificado.
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Texto completo de la homilía del Santo Padre
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1).
Esta profecía de Isaías no deja de conmovernos, especialmente cuando la escuchamos en la Liturgia de la Noche de Navidad. No se trata sólo de algo emotivo, sentimental; nos conmueve porque dice la realidad de lo que somos: somos un pueblo en camino, y a nuestro alrededor −y también dentro de nosotros− hay tinieblas y luces. Y en esta noche, cuando el espíritu de las tinieblas cubre el mundo, se renueva el acontecimiento que siempre nos asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz. Una luz que nos invita a reflexionar en este misterio: misterio de caminar y de ver.
Caminar. Este verbo nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo camino de la historia de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en la fe, a quien el Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra que Él le indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de peregrinos hacia la tierra prometida. El Señor acompaña siempre esta historia. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y de pueblo errante.
También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros, luces y sombras. Si amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero si nuestro corazón se cierra, si prevalecen el orgullo, la mentira, la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas nos rodean por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano −escribe el apóstol San Juan− está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11).
Pueblo en camino pero pueblo peregrino que no quiere ser pueblo errante. En esta noche, como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11).
La gracia que ha aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen, Dios y hombre verdadero. Ha venido a nuestra historia, ha compartido nuestro camino. Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En Él ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al que tendemos y del que nos sabemos por fuerza distantes, es el sentido de la vida y de la historia que ha puesto su 'toldo' entre nosotros.
Los pastores fueron los primeros que vieron este 'toldo', que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los últimos, de los marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela aquella noche, guardando su rebaño. El peregrino hacía la vigilia, y ellos la hacían. Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, desde dentro de nuestro corazón, alabamos su fidelidad: Te bendecimos, Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres omnipotente, y te has hecho débil.
Que en esta Noche compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz para nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más: «No teman» (Lc 2,10). Como han dicho los ángeles a los pastores, ‘no teman’. Y también yo les repito: No teman. Nuestro Padre tiene paciencia con nosotros, nos ama, nos da a Jesús como guía en el camino a la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la misericordia. Nuestro Padre perdona siempre. Él es nuestra paz. Amén.
Al mediodía del 25 de diciembre el Obispo de Roma se asomó al balcón central de la Basílica de San Pedro para saludar con un familiar «queridos hermanos y hermanas del mundo entero, ¡feliz Navidad!», el Papa Francisco inició su primer mensaje navideño en el que pidió con fuerza la paz en Siria, República Centroafricana, Sudán del Sur, Nigeria y otros países victimas de guerras internas sin sentido. Pocas horas antes, la explosión de una bomba frente a la iglesia de la Virgen María en Bagdad había causado al menos catorce muertos, y el Santo Padre imploró «Tú, Señor de la vida, protege a cuantos sufren persecución a causa de tu nombre».
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Texto completo del Mensaje Urbi et Orbi
«Gloria a Dios en el cielo,
y en la tierra paz a los hombres que Dios ama » (Lc 2,14).
Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero, ¡buenos días y feliz Navidad!
Hago mías las palabras del cántico de los ángeles, que se aparecieron a los pastores de Belén la noche de la Navidad. Un cántico que une cielo y tierra, elevando al cielo la alabanza y la gloria y saludando a la tierra de los hombres con el deseo de la paz.
Les invito a todos a hacer suyo este cántico, que es el de cada hombre y mujer que vigila en la noche, que espera un mundo mejor, que se preocupa de los otros, intentado hacer humildemente su proprio deber.
Gloria a Dios.
A esto nos invita la Navidad en primer lugar: a dar gloria a Dios, porque es bueno, fiel, misericordioso. En este día mi deseo es que todos puedan conocer el verdadero rostro de Dios, el Padre que nos ha dado a Jesús. Me gustaría que todos pudieran sentir a Dios cerca, sentirse en su presencia, que lo amen, que lo adoren.
Y que todos nosotros demos gloria a Dios, sobre todo, con la vida, con una vida entregada por amor a Él y a los hermanos.
Paz a los hombres.
La verdadera paz −como sabemos− no es un equilibrio de fuerzas opuestas. No es pura “fachada”, que esconde luchas y divisiones. La paz es un compromiso cotidiano, y la paz es también artesanal, que se logra contando con el don de Dios, con la gracia que nos ha dado en Jesucristo.
Viendo al Niño en el Belén, niño de paz, pensemos en los niños que son las víctimas más vulnerables de las guerras, pero pensemos también en los ancianos, en las mujeres maltratadas, en los enfermos… ¡Las guerras destrozan tantas vidas y causan tanto sufrimiento!
Demasiadas ha destrozado en los últimos tiempos el conflicto de Siria, generando odios y venganzas. Sigamos rezando al Señor para que el amado pueblo sirio se vea libre de más sufrimientos y las partes en conflicto pongan fin a la violencia y garanticen el acceso a la ayuda humanitaria. Hemos podido comprobar la fuerza de la oración. Y me alegra que hoy se unan a nuestra oración por la paz en Siria creyentes de diversas confesiones religiosas. No perdamos nunca la fuerza de la oración. La fuerza para decir a Dios: Señor, concede tu paz a Siria y al mundo entero. E invito también a los no creyentes a desear la paz, con su deseo, ese deseo que ensancha el corazón: todos unidos, con la oración o con el deseo. Pero todos, por la paz.
Concede la paz, Niño, a la República Centroafricana, a menudo olvidada por los hombres. Pero tú, Señor, no te olvidas de nadie. Y quieres que reine la paz también en aquella tierra, atormentada por una espiral de violencia y de miseria, donde muchas personas carecen de techo, agua y alimento, sin lo mínimo indispensable para vivir. Que se afiance la concordia en Sudán del Sur, donde las tensiones actuales ya han provocado demasiadas víctimas y amenazan la pacífica convivencia de este joven Estado.
Tú, Príncipe de la paz, convierte el corazón de los violentos, allá donde se encuentren, para que depongan las armas y emprendan el camino del diálogo. Vela por Nigeria, lacerada por continuas violencias que no respetan ni a los inocentes e indefensos. Bendice la tierra que elegiste para venir al mundo y haz que lleguen a feliz término las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos. Sana las llagas de la querida tierra de Iraq, azotada todavía por frecuentes atentados.
Tú, Señor de la vida, protege a cuantos sufren persecución a causa de tu nombre. Alienta y conforta a los desplazados y refugiados, especialmente en el Cuerno de África y en el este de la República Democrática del Congo. Haz que los emigrantes, que buscan una vida digna, encuentren acogida y ayuda. Que no asistamos de nuevo a tragedias como las que hemos visto este año, con los numerosos muertos en Lampedusa.
Niño de Belén, toca el corazón de cuantos están involucrados en la trata de seres humanos, para que se den cuenta de la gravedad de este delito contra la humanidad. Dirige tu mirada sobre los niños secuestrados, heridos y asesinados en los conflictos armados, y sobre los que se ven obligados a convertirse en soldados, robándoles su infancia.
Señor, del cielo y de la tierra, mira a nuestro planeta, que a menudo la codicia y el egoísmo de los hombres explota indiscriminadamente. Asiste y protege a cuantos son víctimas de los desastres naturales, sobre todo al querido pueblo filipino, gravemente afectado por el reciente tifón.
Queridos hermanos y hermanas, en este mundo, en esta humanidad hoy ha nacido el Salvador, Cristo el Señor. No pasemos de largo ante el Niño de Belén. Dejemos que nuestro corazón se conmueva: no tengamos miedo de esto. No tengamos miedo de que nuestro corazón se conmueva. Tenemos necesidad de que nuestro corazón se conmueva. Dejémoslo que se inflame con la ternura de Dios; necesitamos sus caricias. Las caricias de Dios no producen heridas: las caricias de Dios nos dan paz y fuerza. Tenemos necesidad de sus caricias. El amor de Dios es grande; a Él la gloria por los siglos. Dios es nuestra paz: pidámosle que nos ayude a construirla cada día, en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestras ciudades y naciones, en el mundo entero. Dejémonos conmover por la bondad de Dios.
A todos ustedes, queridos hermanos y hermanas, venidos de todas partes del mundo a esta Plaza, y a cuantos desde distintos países se unen a nosotros a través de los medios de comunicación social, les deseo Feliz Navidad.
En este día, iluminado por la esperanza evangélica que proviene de la humilde gruta de Belén, pido para todos ustedes el don navideño de la alegría y de la paz: para los niños y los ancianos, para los jóvenes y las familias, para los pobres y marginados. Que Jesús, que vino a este mundo por nosotros, consuele a los que pasan por la prueba de la enfermedad y el sufrimiento y sostenga a los que se dedican al servicio de los hermanos más necesitados. ¡Feliz Navidad a todos!
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