La Navidad viene a recordarnos el comienzo del andar terreno de Jesús, caracterizado por la pobreza, el desprendimiento, la sobriedad, la sencillez
Las Provincias
Ser cristiano ha de traducirse en una manera de vivir que empape la entera existencia, precisamente porque el encuentro con el Rabí de Nazaret conduce a un talante vital nuevo, el de otro Cristo
La Navidad se hace notar con adornos y luces, música en los centros comerciales y hogares engalanados con el Nacimiento y el Árbol. Pero también sucede esto que ha escrito recientemente el Papa: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien». Y quizá ocultamos lo que nos dice Francisco con algún detalle solidario para acallar el exceso de consumo navideño, mientras existe una multitud sin pan ni techo.
También firma el Papa que la solidaridad se ha deteriorado: en muchos casos, se ha trocado en tapabocas de la conciencia, viviéndose de modo puntual, y no como una actitud permanente del alma. Pues justamente la Navidad viene a recordarnos esto, porque nos muestra el comienzo del andar terreno de Jesús, caracterizado por la pobreza, el desprendimiento, la sobriedad, la sencillez. Debemos celebrar la fiesta, pero adecuada a la alegría del Evangelio, no surgida precisamente de lujos ni excesos, sino derivada de escuchar la voz de Dios y de los demás, en especial, la de los pobres con penurias diversas: hogar, comida, salud, educación o lejanía de Dios, la peor de las privaciones.
La Navidad nos afecta en lo más hondo de nosotros mismos. Ha cambiado nuestra existencia porque «El Verbo de Dios se ha hecho hijo del hombre −escribe san Ireneo−, para que el hombre, unido al Verbo, recibiera la adopción y llegara a ser hijo de Dios». Tal evento inunda la pintura y la escultura, el cine y el teatro, la música y las costumbres populares. Es bien razonable, porque comienza el andar terreno de Jesús que dará un toque divino a cualquier tarea humana, porque todas han sido asumidas por el Dios hecho uno de nosotros. Pensaba escribir que asume las ocupaciones honestas del hombre, pero sobra el calificativo porque cualquier tarea deshonrosa no es humana, sino destructora del hombre.
San Josemaría que, con luces de Dios, penetró intensamente en el misterio de la Encarnación del Verbo, predicaba: «He procurado siempre al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de ese modo: porque debo aprender de Él. Y para aprender de Él, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar el sentido divino del andar terreno de Jesús», un camino que discurre desde sus inicios por una indigencia brutal, motivo por el que incluirá, entre los sucesos extraordinarios de su vida, éste: se anuncia el evangelio a los pobres.
Dijo Benedicto XVI que nadie decide ser cristiano por una teoría o doctrina, sino por el encuentro con una Persona: Jesucristo. Y ser cristiano ha de traducirse en una manera de vivir que empape la entera existencia, precisamente porque el encuentro con el Rabí de Nazaret conduce a un talante vital nuevo, el de otro Cristo. Tanto el Jesús de los treinta años oculto como el Jesucristo callejero de la vida pública. La primera etapa de su vida silenciosa, es un grito a la valía de la existencia ordinaria de los hombres. La etapa pública de caminante incansable, de misericordia desbordante, de predicación sublime nos mueve a llevarlo a todas partes a través de nuestra vida corriente de trabajo y familia o en cualquier otra circunstancia. Las dos se sintetizan en la conducta nuestra: podemos descubrir ese algo divino que en los detalles se encierra −la expresión pertenece también al fundador del Opus Dei−, santificar todas las faenas nuestras, mientras salimos a las periferias −conocido enunciado de Francisco− buscando a los hambrientos de pan y de Dios, a los pobres y abatidos del mundo.
San Pablo escribió a los de Filipo estas frases llenas de divino sentido: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo». Así caminó hasta el final, siendo aquel siervo doliente profetizado que avanzará hasta la cruz con el bagaje de los pecados humanos. Ese Niño nace para morir. El resto de los hombres morimos porque nacemos, pero él se llega a este mundo buscando la muerte redentora. Cuando cantamos en Navidad, lo hacemos al Rey del mundo que nace en un pesebre para morir en una cruz. Son días para orar, leer despacio el Evangelio, buscarle en la Confesión y en la Eucaristía. Ayudados por María y José, es hora de mirar a ese Niño y cambiar.