alfayomega.es (Entrevista de Ricardo Benjumea)
“Debe comprenderse que el primer ingrediente, el ingrediente mínimo y esencial en una respuesta pastoral de caridad, es la justicia de la verdad. Sólo puedo amar a alguien desde el respeto a la verdad. En relación con las personas divorciadas en nuevas uniones, la Iglesia tiene que ser misericordiosa, recibirlas y ayudarles a participar en la vida de la Iglesia lo máximo posible; pero no puede faltar a la verdad y pretender que la nueva unión está en orden”
Es el responsable del más alto tribunal de la Iglesia, que vela por la recta tramitación de las causas de nulidad matrimonial en todos los tribunales de la Iglesia. Pero la Signatura Apostólica es también un alto tribunal administrativo, que resuelve cuestiones jerárquicas y conflictos de competencia entre los dicasterios. El cardenal Raimond Leo Burke, nacido en Wisconsin (EE.UU.), en 1948, es una de las voces más autorizadas en materias como la reforma de la Curia, o las dos próximas Asambleas del Sínodo de los Obispos sobre la familia. Es además un referente para el pujante movimiento pro vida de su país, y en el Vaticano, uno de los grandes defensores de la recuperación del latín. La pasada semana, presentó, en la Facultad de Derecho Canónico, de la Universidad San Dámaso, de Madrid, la revista ‘Ius Communionis’.
La reforma de los dicasterios es el tema de estudio en la segunda reunión del Consejo de 8 cardenales. ¿Cuál es, en su opinión, el objetivo de la reforma?
No soy parte del Consejo, y no conozco el contenido de los debates. Se habla de la fusión de algunos dicasterios, de la creación de otros nuevos... Yo sólo puedo imaginar una reforma en continuidad con la constitución Pastor Bonus. Algunos han dicho que la reforma traerá algo completamente nuevo, pero eso me parecería contrario a la naturaleza de la Iglesia, que es un cuerpo orgánico.
¿Cómo puede impregnarse más la Curia de ese espíritu misionero, del que habla el Papa en su Exhortación ‘Evangelii gaudium’?
Siempre existe esa tensión, y es algo bueno. Por un lado, la Iglesia necesita una buena administración central, porque es universal, es una en todo el mundo, y necesita una estructura adecuada al servicio de las diócesis. Pero ese servicio debe tener impulso misionero, y necesita comprender lo mejor posible la situación en las diversas partes de la Iglesia y responder adecuadamente a sus necesidades. Pero debo decir, como alguien que ha trabajado en la Curia entre 1989 y 1995 [como defensor del vínculo en la Signatura Apostólica], y ahora, desde 2008, que siempre he encontrado en la Curia ese espíritu de servicio al Santo Padre en su misión de pastor de la Iglesia universal. Esto puede fortalecerse e intensificarse, y será muy bueno que se haga, pero es falso decir que, hasta ahora, la Curia no ha sido misionera y no se ha preocupado por las Iglesias locales.
En su discurso a la Signatura Apostólica, el Papa destacó el servicio del defensor del vínculo en los procesos de nulidad, lo que parece que no va tanto en la línea de los cambios que se propugnan desde algunos sectores en Europa central. ¿Cómo se concilian misericordia, verdad y justicia en temas como la comunión de los separados, en nuevas uniones?
Debe comprenderse que el primer ingrediente, el ingrediente mínimo y esencial en una respuesta pastoral de caridad, es la justicia de la verdad. Sólo puedo amar a alguien desde el respeto a la verdad. En relación con las personas divorciadas en nuevas uniones, la Iglesia tiene que ser misericordiosa, recibirlas y ayudarles a participar en la vida de la Iglesia lo máximo posible; pero no puede faltar a la verdad y pretender que la nueva unión está en orden. A menos de que haya habido una declaración de nulidad de lo que se presumía un matrimonio, el vínculo existe. La indisolubilidad del vínculo está claramente reconocida, desde la fundación de la Iglesia, en el evangelio de Mateo, por lo que la Iglesia tiene que respetar y promover la verdad del matrimonio de todos los modos posibles, como la unión indisoluble y abierta a la vida entre un hombre y una mujer.
No puede haber cambios en eso. ¿Compasión? ¡Por supuesto! Pero la compasión no puede incluir que esa persona acceda a la Eucaristía. Lo que se está planteando en algunos ámbitos en Alemania, a mi juicio, es erróneo. El arzobispo Müller, Prefecto de la Doctrina de la Fe, ha dejado este punto muy claro, en un artículo en L'Osservatore Romano. No expresó su opinión personal, sino la enseñanza permanente de la Iglesia, que no puede alterarse. Propagar la idea de que habrá un cambio radical, y de que la Iglesia va a dejar de respetar la indisolubilidad del matrimonio es falso y muy dañino. Un cambio así no está en manos de la Iglesia. La Iglesia debe ser obediente a las palabras de Cristo. Esta situación con algunos obispos en el alto Rin debe ser corregida. Si esa actitud se extiende a otros lugares, estaríamos fallando en la defensa de una verdad fundamental para la fe.
“Los matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el pasado”, añadía monseñor Müller.
Eso es muy probablemente así. ¡La cultura ha alcanzado un punto tan bajo! Se ha vuelto muy materialista y relativista. Se ha perdido el sentido de la moral inscrita en el corazón humano y en la conciencia. Por eso, es muy posible que, para la gente, sea hoy más difícil comprender la naturaleza del matrimonio. Pero cada caso particular [de nulidad] debe ser examinado individualmente y demostrado. Todos nosotros, no importa en qué cultura vivamos, tenemos un corazón humano, y en el fondo de ese corazón encontramos el sentido verdadero del matrimonio.
Eso es la ley natural. Y si negamos eso, negamos la relación que existe entre nuestra conciencia y Dios, de cuyas manos procedemos. Por tanto, hay que ser muy cautos: reconocer la influencia de la cultura, sí, pero, al mismo tiempo, ser firmemente respetuosos con la conciencia humana. En mi propia experiencia como sacerdote, en el trato con parejas jóvenes en los EE.UU., donde tenemos una cultura muy secularizada, he tratado con muchos jóvenes que, precisamente porque sus padres o hermanos estaban divorciados, habían optado por una concepción de matrimonio que no fuera a terminar en divorcio.
Hay un aspecto que creo que debe ser subrayado, y pienso que así será en el próximo Sínodo: sí, la cultura se ha alejado mucho del cristianismo en Europa o en EE.UU, pero nuestra respuesta a esa cultura no puede ser acomodarnos a ella. Traicionaríamos la fe católica. Lo que sí debemos hacer es enseñar la fe y testimoniarla de manera más eficaz. Hay muchos jóvenes esperando ese tipo de testimonio, porque son conscientes de que viven en una cultura en quiebra, estéril y que hace a la gente infeliz. Y quieren vivir una vida cristiana verdadera.
En los casos que le llegan a usted a diario, ¿percibe que falta una mejor preparación al matrimonio?
Desde luego. En una cultura como la que existe en los EE.UU., o aquí en España, la preparación para el matrimonio debe ser mucho más profunda. Cuando dos jóvenes se quieren casar, muchas veces tienen la sensación de que ya están preparados y no quieren perder tiempo con charlas y sermones, pero tenemos que ayudarles a comprender lo importante que es para ellos reflexionar sobre el matrimonio, de modo que después su unión no termine en un divorcio. Incluso en esta cultura antifamiliar, está fuera de discusión que cada divorcio es una tragedia y provoca heridas de por vida.
El cardenal Erdö ha advertido de que, más que el divorcio, hoy el gran problema es que muchos jóvenes no se casan en absoluto...
Ésa es otra gran dificultad. En muchos países, muchos jóvenes viven como marido y mujer, y no ven la importancia de casarse ante Cristo. Ahí existe una tremenda necesidad de evangelización.
El Papa Francisco ha pedido revisar el modo en que la Iglesia presenta la defensa de la vida, porque su mensaje ya no es comprendido en sociedades fuertemente secularizadas. Este planteamiento ha generado cierta confusión entre algunos católicos. ¿Qué les diría usted?
El Papa tiene ese gran y bello don de la cercanía; la gente le entiende; los números de personas que se acercan a Roma son impresionantes, mayores que nunca. Pero el Santo Padre ha pedido muchas veces que no se caiga en un culto personal, sino que la atención se dirija hacia Cristo. De hecho, el mayor regalo que él tiene para toda esa gente que acude a verle es anunciarles la verdad de la fe. Yo entiendo que no podemos estar siempre hablando del aborto, pero, al mismo tiempo, éste es uno de los problemas morales más graves que hoy afronta nuestra sociedad. Cuando se eliminan cientos de miles de vidas humanas indefensas e inocentes, ¿qué queda del respeto a la vida? Esto tiene repercusiones importantes en asuntos como la atención a los pobres.
En mi opinión, hasta que no se restaure el respeto a la vida humana en su forma más inocente e indefensa, no habrá la mentalidad adecuada para resolver otros graves problemas morales. Lo mismo puede decirse con respecto a las presiones para legalizar el así llamado matrimonio −que no es matrimonio en absoluto− entre dos personas del mismo sexo. Esto contradice la ley moral natural y destruye la sociedad, algo similar a lo que ocurrió en la Grecia Antigua o en Roma. Por tanto, hay que dar gracias a Dios por el don del Santo Padre, pero la gente debe entender que es el Vicario de Cristo en la tierra, y que Cristo nos llama a cada uno a una conversión de vida. El Señor muestra una gran compasión hacia la mujer adúltera del Evangelio, pero sus últimas palabras son: «No peques más».
Y yo entiendo que puede haber buenos católicos que, durante décadas, han trabajado en defensa de la vida y de la familia, que ahora estén confundidos por lo que les llega de lo que está diciendo el Papa. Por eso creo que les dirigirá una palabra: Debéis continuar con lo que estáis haciendo. Porque eso es lo que él piensa. El Papa está tratando de acercarse a los alejados, pero eso no significa que quiera abandonar las cuestiones pro vida.
No es eso lo que uno percibe al informarse en determinados medios.
Sí. Toman del Santo Padre cualquier pronunciamiento que les parece más abierto y le dan amplia difusión, pero cuando dice algo como lo que dijo a la Signatura Apostólica, o cuando se pronuncia sobre el aborto, no publican una sola palabra. Igual que cuando habla del diablo. Rara vez se ve alguna mención.
Un aspecto que llama la atención de la Iglesia en EE.UU. es cómo es capaz de defender con gran naturalidad la vida y el matrimonio, y al mismo tiempo, es un claro referente en asuntos sociales, como la defensa de los inmigrantes. ¿Ve esta actitud como un ejemplo para Europa?
Creo que ésta podría ser una contribución de la Iglesia en EE.UU. en este tiempo. Un cardenal italiano me dijo que había que animar a los católicos a continuar en esta línea de defensa de la vida y de la familia, de defensa de los derechos humanos, de hablar claro a los políticos cuando traicionan el bien común... Pero no es fácil; los obispos deben seguir siendo fuertes.
Usted le ha dicho públicamente a más de un dirigente proabortista que no debía comulgar...
Es que si un político favorece el aborto, o el llamado matrimonio homosexual, lo cual es pecado público muy grave, ¿cómo puede acercarse esta persona a la sagrada Comunión sin haberse convertido y haber hecho un acto de reparación?
¿La clave está en buscar una aproximación a las controversias y a los temas morales alejada de categorías ideológicas o políticas? ¿Es esto −entre otras cosas− lo que propone usted en su libro ‘Divine Love made flesh’ (“Amor divino, hecho carne”)?
Sí, ésa es una reflexión sobre la Eucaristía, a partir de varios artículos que escribí siendo obispo en los Estados Unidos. Quizá algún día haya una traducción española.
A menudo ha expresado usted su preocupación por los abusos en la liturgia en las décadas posteriores al Concilio. Ahora que se cumplen 50 años de la Constitución ‘Sacrosanctum Concilium’, ¿considera que el problema ha sido resuelto?
No del todo, aunque se han hecho muchos progresos. Hay que considerar que, desde el período postconciliar, hasta que Juan Pablo II advirtió del deterioro en la vida litúrgica, el número de católicos que creen en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ha disminuido. Queda mucho trabajo pendiente, a pesar de los esfuerzos de Juan Pablo II, o, después, de Benedicto XVI, que dejó como uno de sus grandes legados su amor profundo a la liturgia, plasmado en la legislación con el motu proprio Summorum Pontificum y en la Instrucción Universae Ecclesiae, de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Ahí tenemos una clave para llevar a cabo la reforma que pretendía Sacrosanctum Concilium, es decir, en continuidad con la tradición de la Iglesia.
Esta idea de dos formas de un único rito romano enriqueciéndose mutuamente, yo espero que, con el tiempo, quizá, se acentúe en una nueva revisión del rito romano, de modo que la renovación del Concilio alcance su objetivo propuesto. Pero para eso sería necesario también recuperar el conocimiento del latín, que en sólo unas décadas casi se ha olvidado. En el pasado, el latín ayudaba a la gente a mantener un fuerte sentido de la tradición. Ahora toca recuperarlo.
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