Quien experimenta en la oración que Dios "está presente y actúa en el mundo y en nuestra vida", quedará maravillado de los efectos que de ello derivan
«Máximamente útiles en la Iglesia de Jesús no son los llamados hombres prácticos ni tampoco los puros divulgadores de teorías, sino los auténticos contemplativos» escribía en L’Osservatore Romano del 23 de junio de 1985, en los días del décimo aniversario del fallecimiento de Josemaría Escrivá su primer sucesor, monseñor Álvaro del Portillo.
El tema de la contemplación —de la "familiaridad" con Dios que según san Josemaría lleva a «conocerlo y a conocerse»— fue central también en una homilía de monseñor Javier Echevarría, tercer prelado del Opus Dei, pronunciada hace unos días en la basílica de San Eugenio en Roma con ocasión de la ordenación diaconal de 35 futuros sacerdotes.
Me conmueve mucho una imagen en la que están los tres prelados juntos en el atrio de la pequeña iglesia de San Dunstan en Canterbury en el verano de 1958: la mirada intensa de monseñor Escrivá, al centro, expresa bien su temple, pero también don Álvaro y don Javier nos miran a los ojos y parecen casi anticipar lo que, en gran comunión con Benedicto XVI, nos dicen a una sola voz hoy: es necesario hablar con Dios. «¿Pero de qué?» se preguntaba Josemaría Escrivá citado por monseñor Echevarría en la homilía para los diáconos. «¿De qué? De Él, de ti: ¡alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, nobles ambiciones, preocupaciones cotidianas, debilidades!».
Quien experimenta en la oración que Dios «está presente y actúa en el mundo y en nuestra vida», para usar algunas palabras de Benedicto XVI, quedará maravillado de los efectos que de ello derivan: «Estaremos —dijo monseñor Echevarría— más serenos y contentos, estaremos más atentos al servicio de los demás» y «realizaremos mejor nuestro trabajo». Este último aspecto, el de «mejorar la calidad técnica del trabajo mismo» que deriva de la «presencia de Dios en el ámbito laboral», como ponía de relieve ya en 1985 monseñor Del Portillo, parece que deben descubrirlo plenamente incluso muchos que se declaran creyentes.
Los tres prelados parecen sugerir que conviene intentar poner en marcha un círculo virtuoso: trabajar siempre en la presencia de Dios ayuda a evitar «toda informalidad, toda ligereza, cualquier descuido o diletantismo» y a transformar el trabajo en un «servicio vivo y concreto al Cuerpo vivo de Cristo», casi una obra por contemplar para volver, purificados, también a Dios y a los hermanos. «La contemplación —proseguía monseñor Del Portillo— modifica la acción cuando no está a la altura de la dignidad personal o de la superior de los hijos de Dios» y tiende a hacerla perfecta, tanto si se trata de un trabajo manual repetitivo como de una actividad intelectual refinada; de hecho, «sirve solo el instrumento que, aunque sea muy modesto, es adecuado a la finalidad».
Sería un burdo error, mucho más en nuestro momento histórico, descuidar esta enseñanza. Ante un activismo frenético e inhumano por estar lejos de Dios, la verdadera propuesta cristiana siempre ha sido desconcertante: el primado de la oración sobre la acción.
La madre Teresa de Calcuta nos proporciona la clave para comprender mejor este primado: todo lo que hizo «en medio de la calle», como diría san Josemaría, tenía un motor secreto, encendido silenciosamente en el corazón de la noche: la oración ante su Jesús Eucaristía. Tal vez también nuestra noche, si se emplea así, lleve al alba de un día realmente nuevo y quizá inesperado.