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Acabado el Año de la Fe, el Prelado reflexiona sobre cómo esa fe ha de traducirse en el comportamiento diario, contando con la ayuda de los medios de santificación que Jesucristo ha dejado a la Iglesia
Se refiere Monseñor Javier Echevarría al comienzo de su Carta pastoral a la clausura del Año de la fe, que tuvo lugar el pasado día 24 de noviembre, durante una Misa presidida por el Papa Francisco, y afirmando que durante este tiempo, con la ayuda de Dios, hemos tratado de acrecentar esa virtud teologal, raíz de la vida cristiana, pidiendo con insistencia al Señor: ‘adáuge nobis fidem!’, auméntanos la fe y, con ella, la esperanza, el amor y la piedad.
Ahora −continua− transcurridos estos meses de gracia, con el impulso recibido, procuremos esforzarnos para seguir caminando día a día por esta senda que nos conduce al Cielo. Recurramos a la Santísima Virgen, Maestra de fe y de intimidad con Dios, para que vuelva eficaces nuestros deseos de fidelidad a su Hijo y a la Iglesia.
Hace mención el Prelado de los documentos del magisterio de la Iglesia que han puesto de relieve dos características esenciales que están en el origen de la fe, tal como nos la presenta el Nuevo Testamento, citando expresamente dos, de San Pablo y San Juan, y concluye con unas palabras del Santo Padre, en la encíclica Lumen fidei, en las que Francisco afirma que “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo”, y urge el Prelado a que agradezcamos a Dios de todo corazón, hijas e hijos míos, estos resplandores que el Espíritu Santo, sirviéndose del magisterio de la Iglesia y de la vida de los santos, enciende constantemente en nosotros: afanémonos en acogerlos y en dejarnos guiar por el Paráclito en nuestra existencia cotidiana.
A las verdades de la fe contenidas en los artículos del Credo –continua después de referirse al reciente congreso celebrado en Roma sobre "San Josemaría y el pensamiento teológico"−, me he referido en los meses pasados. Quiero ahora ayudaros y ayudarme a sacar consecuencias que impregnen con esta virtud nuestra existencia en los meses sucesivos; es decir, ahondar en cómo la fe ha de traducirse en el comportamiento diario, de modo que ilumine realmente nuestra mente, fortalezca nuestra voluntad y enardezca nuestro corazón, para llevar el conocimiento y el amor de Dios a nuestra conducta y a todas las almas.
El punto de partida, afirma, consiste en confiar plenamente que en la Iglesia poseemos la plenitud de los medios de santificación, que nos ha dejado Jesucristo. Entre otros, destacan la recepción de los sacramentos, el cumplimiento de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y la oración, como resume la encíclica ‘Lumen fídei’, de la que cita una advertencia del Papa: “nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real”
Sugiere también repasar una enseñanza de San Josemaría: “es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. −Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso −a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos−, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando (...). Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos” (Camino, 267), circunstancia que, afirma, especialmente se cumple al recibir la absolución sacramental y la Eucaristía. Movidos por esta convicción de fe, ¡qué seguridad se adquiere en el perdón y en la cercanía de Nuestro Señor, qué paz se derrama también sobre el alma, y cómo nos hacemos capaces de contagiar esa serenidad a nuestro alrededor! Por eso no me cansaré nunca de insistir en que, cada vez que acudamos a esos sacramentos, lo hagamos con la plena certeza de que es el Espíritu Santo quien nos atrae, por Jesucristo, al amor del Padre.
Sugiere el Prelado llevar estas consideraciones a las peleas de la propia lucha interior. Podemos ser santos, debemos ser santos, a pesar de nuestros defectos y de nuestras caídas, porque Dios nos llama a entrar en la intimidad de su vida divina como hijos suyos en Jesucristo, y nos ofrece todos los remedios y afirma que con la gracia de los sacramentos y en la oración, resulta más hacedero cumplir los mandamientos de la ley divina y la fidelidad a los deberes propios del estado de cada uno.
Después de referirse a la petición al Señor para que nos conceda una fe fuerte, que vivifique todo el actuar, comenta algunas dificultades: la aridez, la resistencia del ambiente, quizá nos desanimamos y formula algunas preguntas: ¿No será que nuestra fe se halla como dormida? ¿No tendremos que contar más con la acción del Paráclito, que inhabita en el alma por la gracia? ¿No ocurrirá que, a veces, confiamos demasiado en las propias fuerzas?, para lo que sugiere meditar la transformación de los Apóstoles en Pentecostés y ajustémonos a esa guía del Señor, que se nos comunica también a través de las prácticas de piedad cristiana que la Iglesia ha recomendado siempre: la oración mental, las jaculatorias y oraciones vocales −principalmente el Rosario−, el ofrecimiento de pequeñas mortificaciones, el cuidado del examen de conciencia, el trabajo bien acabado en la presencia de Dios.
Son varias las alusiones referentes a la vida interior, a la perseverancia en la lucha, etc., tomadas de textos de San Josemaría, que hace a continuación el Prelado, para estar en condiciones de ayudar a otras personas para que también caminen expeditamente por las sendas de la fe, afirmando que, ante los desafíos de la nueva evangelización, hemos de mantener muy vibrante la misma esperanza (…), pero se necesitan hombres y mujeres de fe para que se renueven los prodigios de la Escritura y anima a conocer el texto de la reciente exhortación apostólica Evangelii gaudium que, sin duda alguna, nos ofrecerá nuevas luces para dar más impulso a esta gran tarea.
Termina su Carta pastoral con el recuerdo de la celebración durante este mes de varios aniversarios de la historia de la Obra; referencias al tiempo del Adviento, días que pueden servirnos estos días (…) para renovar nuestros deseos de permanecer abiertos, en todo momento, a las luces y a las palabras de Dios, sobre todo en la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, y un más amplio espacio a pedir por la Iglesia y por el Papa, por sus colaboradores, por mis intenciones, por todas las necesidades espirituales y materiales de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo. Que nunca nos dejen indiferentes −gracias a Dios, estoy seguro de que eso no sucede− las dificultades materiales y espirituales −a veces, verdaderas tragedias− que afectan a tantas personas en el mundo entero.
Texto completo de la Carta del Prelado del Opus Dei
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