Las Provincias
En las Sagradas Escrituras predomina la mirada positiva hacia lo creado por Dios, aunque durante siglos se haya hecho más uso del vocablo mundo en su acepción negativa
A la vez que desea a los cristianos en la calle, el Papa Francisco ha advertido del riesgo de ser mundanizados. Está claro que es necesario vivir en el mundo y amarlo −es hechura de Dios−, pero sin permitir que nos atrapen sus fealdades, los pecados. El pecado esclerotiza, priva de una visión abierta.
El cristiano debe tener un enfoque positivo de las realidades temporales. Me atrevería a decir que el lamento, el pesimismo, la demonización de determinadas profesiones −la política, por ejemplo−, actividades o ciencias no es cristiano. Dios lo creó y vio que era bueno. Pero hizo aún más: habiendo prevaricado el hombre, «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca». Lo leemos en el Evangelio de san Juan. También aparece en la Escritura el sentido negativo del término. Así san Pablo habla de las concupiscencias mundanas o de la vida mundana.
Pero en las Sagradas Escrituras predomina la mirada positiva hacia lo creado por Dios, aunque durante siglos se haya hecho más uso del vocablo mundo en su acepción negativa. El Magisterio del concilio Vaticano II ha devuelto el mundo al lugar en que los cristianos se santifican, con todas sus realidades honradas, santificando el mundo mismo, «la creación entera que −escribe san Pablo− gime y sufre con dolores de parto...Y no sólo ella sino que nosotros, que poseemos ya los primeros frutos del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos (de Dios), la redención de nuestro cuerpo». El mundo anhela a Dios.
San Josemaría Escrivá habló y escribió profusamente del tema, pues el punto neurálgico de su predicación fue la santificación de las realidades terrenas y los que trabajan en ellas. Recojo unas breves frases, que contienen las dos ideas sobre el mundo, aunque prevaleciendo la positiva: «el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo con nuestros pecados y nuestras infidelidades», aunque la malicia del hombre no destruye la intrínseca bondad de la creación. Ahí aparece el desafío cristiano de estar en las encrucijadas todas de esta tierra para manifestar «aquella visión optimista de la creación, aquel amor al mundo que late en el cristianismo», escribía el fundador del Opus Dei en 1959.
En un profundo tratado sobre la teología espiritual de esta prelatura de la Iglesia Católica ("Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría")[1], y a partir de esa consideración noble del mundo, se extraen dos conclusiones plenamente válidas para ser ese tipo de cristianos que habitan todas las periferias sin mundanizarse. Recojo muy resumidas esas ideas de Burkhart y López en la referida obra.
La conclusión primera es que a las realidades temporales les corresponde, por designio divino, una autonomía, que no significa independencia de Dios, sino que gozan de leyes propias y variados modos de vivirlas. Pero todas ellas son ordenables a Dios, si bien cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, como declaraba san Josemaría en una de las entrevistas reunidas en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer y como recogió el Vaticano II al afirmar que «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar progresivamente». Respetando su consistencia, verdad y bondad propias, el cristiano ha de descubrir ese algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno descubrir (cfr. Conversaciones..., 114). Sin afirmar la bondad e inteligibilidad del mundo, se excluiría la posibilidad de ordenarlo a Dios.
Esta mirada comporta necesariamente respetar la libertad de pensamiento, expresión y acción de los cristianos para realizar esas tareas no dirigidas unívocamente, sino con posibilidades diversas. El amor a la libertad está imperiosamente presente en una vida cristiana cabal. Tal visión del mundo se contrapone tanto al "integrismo" que afirma a Dios a costa de la autonomía de lo creado, como al "secularismo" que elimina a Dios de la vida social por entender mal esa autonomía. La Iglesia −ha dicho Francisco− no es un negocio, no es un organismo humanitario, la Iglesia no es una ONG, la Iglesia tiene que llevar a todos hacia Cristo y su evangelio.
La segunda idea es que las realidades terrenas son para amarlas apasionadamente, de modo que todos persigamos las valiosas mejoras que renuevan la sociedad, el avance de la ciencia y de la técnica, el progreso de la razón, etc., pero sin olvidar que esos escenarios admirables son medios de santificación, pero sin constituir el fin último. Escribió san Josemaría: «si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados −amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo−, los más brillantes intentos se tornan en traiciones». Con el poeta Pedro Salinas podemos exclamar: «¡Qué gran víspera el mundo!».
Pablo Cabellos Llorente
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