“Le escribo en nombre de tantas mujeres que quieren servir a la vida y son felices por ello”
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Costanza Miriano es una escritora italiana católica que ha tenido un éxito inmenso con un libro que ya desde su mismo título es provocador y políticamente incorrecto en los tiempos que corren: "Casaos y someteos".
Hace pocos días participó en Roma en un seminario sobre la encíclica ‘Mulieris Dignitatem’ y allí tuvo ocasión de encontrarse con el Papa Francisco, a quien le entregó la enjundiosa carta que reproducimos a continuación y que no tiene desperdicio:
Querido Papa Francisco,
Las verdaderas revolucionarias son las mujeres que quieren, como María, servir, y no aquellas que piden mayor poder en la Iglesia. Nosotras sabemos que el ministerio mariano precede al petrino, y sabemos que sólo el amor es creíble y que sólo la cruz hace verdadero al amor; el resto no nos interesa. Nosotras sabemos que el único privilegio digno de anhelo es el del Espíritu, y el sacerdocio que queremos para las mujeres es sólo el del corazón. Nosotras, mujeres al servicio de la vida, no queremos ser más importantes y mucho menos queremos ser cardenales: no tenemos tiempo para eso, ¡tenemos que criar a nuestros hijos!
Le escribo en nombre de tantas mujeres que quieren servir a la vida y son felices por ello. No queremos volver a modelos del pasado sino ir contracorriente y someternos valientemente a un esposo. Mujeres que tienen a María por modelo y la certeza de que sólo Dios, ningún hombre, podrá colmar todos los anhelos de sus corazones. Le escribo en nombre, creo, de las setenta mil mujeres que han leído mis libros, a muchas de las cuales me he encontrado a lo largo de Italia e incluso en el extranjero. Todas me dicen que desde que alguien les ha recordado qué bello es ser dóciles y acogedoras aman más a sus maridos y se dejan guiar. Son tantas las que me escriben que han decidido casarse o abrirse de nuevo a la vida, y han tenido su tercer, cuarto, quinto hijo. Son tantas las que me escriben que desde que tratan de someterse a sus maridos, como la Iglesia a Cristo, ellos han empezado poco a poco a morir por ellas, un poco cada día, buscando imitar a Cristo.
Tantas mujeres, sin embargo, sufren. Pero, al menos en esta parte rica del mundo, no sufren porque estén discriminadas. Sufren, por el contrario, justamente porque no dependen ya de nadie. Deciden ellas solas sobre sí mismas, sobre su propio cuerpo, sobre su propia vida, sobre cómo vivir el sexo. Deciden si tener o no ese niño que ha empezado a vivir dentro de ellas. Sufren porque están solas. Porque han malgastado su tiempo mendigando amor y ahora con cuarenta años son devoradas por el terrible remordimiento de haber rechazado a sus hijos, como tierra desierta, árida, sin agua. Sufren porque están desilusionadas de los hombres egoístas a quienes ellas, no obstante, no han sabido hacer de espejo positivo, que es la función de la mujer, no les han sabido mostrar lo bueno y lo bello posible. Si las mujeres se pierden, los hombres se pierden.
Perdone si me he atrevido a escribirle; le aseguro la oración de mi marido Guido, de nuestros cuatro hijos, Tommaso, Bernardo, Livia y Lavinia y mi rosario cotidiano, y le pido que rece por nosotros.