La tarde del pasado sábado comenzó en el Vaticano el gran evento de las familias del mundo con el Papa Francisco, para vivir la alegría de la fe, que culminó ayer domingo con la misa del Obispo de Roma.
El Santo Padre bendijo a todas las familias del mundo, en el marco de la Peregrinación de las Familias a la tumba de San Pedro, en el Año de la Fe, que ha llegado a la Ciudad Eterna con el lema de “¡Familia, vive la alegría de la fe!”, y con la participación de más de 150 mil personas, de más de 70 países de los cinco continentes
Texto completo de las palabras del Papa durante el Encuentro con las Familias
Queridas Familias,
¡Buenas tardes y bienvenidos a Roma! Vinieron como peregrinos desde tantas partes del mundo para poder profesar su fe delante del Sepulcro de San Pedro. Esta plaza los recibe y los abraza. Somos un solo Pueblo con una sola Alma, convocados por el Señor que nos ama y nos sostiene. Saludo a todas las familias que se unen por la televisión y por Internet. ¡Una plaza que se agranda sin confines!
Han querido llamar a este momento “Familia, vive la alegría de la fe”. ¡Me gusta este título! Escuché sus experiencias, las historias que han contado. He visto tantos niños y tantos abuelos. He sentido el dolor de tantas familias que viven en situación de pobreza y de guerra. Escuché a los jóvenes que quieren casarse, a pesar de miles de dificultades, y entonces nos preguntamos: ¿Cómo es posible hoy vivir la alegría de la fe en familia? Yo me pregunto. ¿Es posible vivir esta alegría o no es posible? Hay una palabra de Jesús en el Evangelio de Mateo que nos viene al encuentro: «Vengan a mí, todos ustedes que están cansados y agobiados y yo los aliviaré». Frecuentemente la vida es agotadora. También, tantas veces trágica. Lo hemos escuchado recientemente.
El trabajo es un esfuerzo. Buscar trabajo es una fatiga, y encontrar trabajo hoy, requiere tanta fatiga. Pero aquello que pesa más en la vida no es esto. Aquello que pesa más de todas las cosas es la falta de amor. Pesa no recibir una sonrisa, no ser recibidos. Pesan ciertos silencios. A veces, también en familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. Sin amor el esfuerzo se hace más pesado, intolerable. Pienso en los ancianos solos, en las familias que tienen que fatigar porque no reciben ayuda para sostener a quien en casa tiene necesidad de atención especial y cuidados. «Vengan a mí, todos ustedes que están cansados y oprimidos» dice Jesús.
Queridas familias, el Señor conoce nuestras fatigas, las conoce; y conoce los pesos de nuestra vida. Pero el Señor conoce también nuestro profundo deseo de encontrar la alegría del descanso. Recuerden, Jesús dijo «Que su alegría sea plena». Jesús quiere que nuestra alegría sea plena. Lo dijo a los Apóstoles y lo repite hoy a nosotros. Entonces, ésta es la primera cosa que quiero compartir con ustedes, y es una palabra de Jesús: «Vengan a mí, familias de todo el mundo −dice Jesús− y Yo les daré alivio», para que su alegría sea plena. Y esta palabra de Jesús, llévenla a casa, llévenla en el corazón, compártanla en la familia. Nos invita a ir hacia Él para darnos y darles a todos la alegría. Nos invita a ir hacia él para tener la alegría.
La segunda palabra la tomo del rito del matrimonio. Quien se casa, en el sacramento, dice: «prometo serte fiel siempre, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, y de amarte y honrarte todos los días de mi vida».
Los esposos en ese momento no saben qué ocurrirá. No saben qué alegrías y qué dolores les esperan. Parten como Abraham. Parten en camino juntos, y esto es el matrimonio. Partir y caminar juntos, de la mano, confiándose a la gran mano del Señor, de la mano siempre y para toda la vida, sin hacer caso a esta cultura del provisorio, que nos corta la vida en pedazos.
Con esta confianza en la fidelidad de Dios se afronta todo, sin miedo, con responsabilidad. Los esposos cristianos no son ingenuos, conocen los problemas y peligros de la vida, pero no tienen miedo de asumir su responsabilidad delante de Dios y de la sociedad. Sin escaparse, sin aislarnos, sin renunciar a la misión de formar una familia y traer al mundo a los hijos. «Pero hoy, padre, es difícil». Cierto, es difícil, por eso es necesaria la gracia, la gracia que nos da el Sacramento. Los sacramentos no están para adornar una vida. «Qué bonito matrimonio, que linda la ceremonia, la fiesta». Pero eso no es el sacramento, no es la gracia del sacramento, aquello es una decoración, y la gracia no es para decorar la vida, es para hacernos fuertes, para hacernos valientes, ¡para poder ir hacia delante! Sin aislarnos, siempre juntos
Los cristianos se casan en el sacramento porque son conscientes de tener necesidad. Tienen necesidad para estar unidos entre ellos y para cumplir la misión de los padres. En la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, así dicen los esposos en el sacramento.
En su matrimonio rezan juntos, y con la comunidad. ¿Por qué? ¿Porque se acostumbra hacerlo? ¡No! Lo hacen porque tienen necesidad para el largo viaje que tienen que hacer juntos. Un largo viaje que no es por partes, que dura toda la vida, y necesitan la ayuda de Jesús para caminar juntos, con confianza, para acogerse, uno al otro cada día, y perdonarse cada día, y esto es importante en las familias, saber perdonarse. Porque todos nosotros tenemos defectos. ¡Todos! Y a veces hacemos cosas que no son buenas, hacen mal a los demás. Tener el coraje de pedir perdón cuando en la familia nos equivocamos.
Algunas semanas atrás, en esta plaza, dije que para llevar adelante una familia es necesario usar tres palabras. Quiero repetirlo, tres palabras: permiso, gracias, y perdón. Tres palabras claves.
Pedimos permiso para no ser invasivos. En familia: ¿puedo hacer esto? ¿te gusta que haga esto? Aquél lenguaje del pedir permiso.
Damos gracias: gracias por el amor, pero dime, ¿cuántas veces al día le das las gracias a tu esposa? ¿Y tú a tu marido? ¿Cuántos días pasan sin decir esta palabra? ¡Gracias!
Y la última, perdón. Todos nos equivocamos, y a veces alguno se ofende en la familia, en la pareja; fuerte algunas veces… Yo digo «vuelan los platos», ¿eh? Se dicen palabras fuertes, pero escuchen este consejo: no terminen el día sin hacer las paces. La paz se rehace cada día en la familia. Pidiendo perdón: «perdóname» y se recomienza de nuevo.
Permiso, gracias y perdón. ¿Las decimos todos juntos? Permiso, gracias y perdón. Bien, hagamos estas tres palabras en familia, perdonarse cada día.
En la vida la familia experimenta tantos momentos bellos. El descanso, los almuerzos juntos, las salidas al parque, al campo, la visita a los abuelos, la visita a una persona enferma, pero si falta el amor, falta la alegría, la fiesta, y el amor siempre nos los da Jesús. Él es la fuente inacabable.
Allí, Él en el sacramento, nos da su Palabra y nos da el Pan de su vida para que nuestra alegría sea plena.
Y para terminar, aquí, delante de nosotros, éste ícono de la presentación de Jesús al Templo es un ícono de verdad bello e importante. Contemplémoslo, y hagámonos ayudar por esta imagen. Como todos ustedes, también los protagonistas de la escena tienen su camino. María y José se pusieron en marcha, peregrinos a Jerusalén, en obediencia a la Ley del Señor. También el viejo Simeón y la profetiza Ana, muy anciana, llegan al Templo, guiados por el Espíritu Santo.
La escena nos muestra este encuentro de tres generaciones. Simeón tiene en brazos al niño Jesús, en el cual reconoce al Mesías; y Ana, está retratada en el gesto de alabar a Dios y anunciar la Salvación a quien esperaba la redención de Israel. Estos dos ancianos representan la fe como memoria.
Pero me pregunto, ¿ustedes escuchan a los abuelos? ¿Ustedes abren su corazón a la memoria que nos dan los abuelos? ¡Los abuelos son la sabiduría de la familia, son la sabiduría de un pueblo! ¡Y un pueblo que no escucha a los abuelos, es un pueblo que muere! ¡Escuchen a los abuelos!
María y José son la familia santificada por la presencia de Jesús, que es el cumplimiento de todas las promesas. Cada familia, como aquella de Nazaret, está insertada en la historia de un pueblo, que no puede existir sin las generaciones precedentes. Por eso hoy tenemos a los abuelos y a los niños. Los niños aprenden de los abuelos, de la generación precedente.
Querida familia, también ustedes son parte del Pueblo de Dios. Caminen con alegría juntos a este Pueblo. ¡Quédense siempre unidos a Jesús y llévenlo a todos con su testimonio! Les agradezco que hayan venido. Juntos hagamos nuestras las palabras de San Pedro que nos darán fuerza. Nos darán fuerza en los momentos difíciles. «Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna». Con la gracia de Cristo, vivan la alegría de la fe.
Que el Señor los bendiga y que María nuestra Madre los custodie y los acompañe. Gracias.
La oración, la fe y la alegría en familia fueron los tres peldaños de la homilía del Pontífice, ayer domingo, durante la celebración de la Santa Misa
Texto completo de la homilía del Santo Padre
Las lecturas de este domingo nos invitan a meditar sobre algunas características fundamentales de la familia cristiana.
1. La primera: La familia que ora. El texto del Evangelio pone en evidencia dos modos de orar, uno falso −el del fariseo− y el otro auténtico −el del publicano−. El fariseo encarna una actitud que no manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia, sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre en verdad se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la misericordia de Dios.
La del publicano es la oración del pobre, es la oración que agrada a Dios que, como dice la primera Lectura, «sube hasta las nubes» (Si 35,16), mientras que la del fariseo está marcada por el peso de la vanidad.
A la luz de esta Palabra, quisiera preguntarles a ustedes, queridas familias: ¿Rezan alguna vez en familia? Algunos sí, lo sé. Pero muchos me dicen: Pero ¿cómo se hace? Se hace como el publicano, es claro: humildemente, delante de Dios. Cada uno con humildad se deja ver del Señor y le pide su bondad, que venga a nosotros. Pero, en familia, ¿cómo se hace? Porque parece que la oración sea algo personal, y además nunca se encuentra el momento oportuno, tranquilo, en familia… Sí, es verdad, pero es también cuestión de humildad, de reconocer que tenemos necesidad de Dios, como el publicano. Y todas las familias tenemos necesidad de Dios: todos, todos. Necesidad de su ayuda, de su fuerza, de su bendición, de su misericordia, de su perdón. Y se requiere sencillez. Para rezar en familia se necesita sencillez. Rezar juntos el “Padrenuestro”, alrededor de la mesa, no es algo extraordinario: es fácil. Y rezar juntos el Rosario, en familia, es muy bello, da mucha fuerza. Y rezar también el uno por el otro: el marido por la esposa, la esposa por el marido, los dos por los hijos, los hijos por los padres, por los abuelos… Rezar el uno por el otro. Esto es rezar en familia, y esto hace fuerte la familia: la oración.
2. La segunda Lectura nos sugiere otro aspecto: la familia conserva la fe. El apóstol Pablo, al final de su vida, hace un balance fundamental, y dice: «He conservado la fe» (2 Tm 4,7) ¿Cómo la conservó? No en una caja fuerte. No la escondió bajo tierra, como aquel siervo un poco perezoso. San Pablo compara su vida con una batalla y con una carrera. Ha conservado la fe porque no se ha limitado a defenderla, sino que la ha anunciado, irradiado, la ha llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a quienes querían conservar, “embalsamar” el mensaje de Cristo dentro de los confines de Palestina. Por esto ha hecho opciones valientes, ha ido a territorios hostiles, ha aceptado el reto de los alejados, de culturas diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San Pablo ha conservado la fe porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo a las periferias, sin atrincherarse en actitudes defensivas.
También aquí, podemos preguntar: ¿De qué manera, en familia, conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en nuestra familia, como un bien privado, como una cuenta bancaria, o sabemos compartirla con el testimonio, con la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos sabemos que las familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia “a la carrera”, muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta “carrera” puede ser también la carrera de la fe? Las familias cristianas son familias misioneras. Ayer escuchamos, aquí en la plaza, el testimonio de familias misioneras. Son misioneras también en la vida de cada día, haciendo las cosas de todos los días, poniendo en todo la sal y la levadura de la fe. Conservar la fe en familia y poner la sal y la levadura de la fe en las cosas de todos los días.
3. Y un último aspecto encontramos de la Palabra de Dios: la familia que vive la alegría. En el Salmo responsorial se encuentra esta expresión: «Los humildes lo escuchen y se alegren» (33,3). Todo este Salmo es un himno al Señor, fuente de alegría y de paz. Y ¿cuál es el motivo de esta alegría? Es éste: El Señor está cerca, escucha el grito de los humildes y los libra del mal. Lo escribía también San Pablo: «Alegraos siempre… el Señor está cerca» (Flp 4,4-5). Me gustaría hacer una pregunta hoy. Pero que cada uno la lleve en el corazón a su casa, ¡eh! Como una tarea a realizar. Y responda personalmente: ¿Hay alegría en tu casa? ¿Hay alegría en tu familia? Den ustedes la respuesta.
Queridas familias, ustedes lo saben bien: la verdadera alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene de las cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la armonía profunda entre las personas, que todos experimentan en su corazón y que nos hace sentir la belleza de estar juntos, de sostenerse mutuamente en el camino de la vida. En el fondo de este sentimiento de alegría profunda está la presencia de Dios, la presencia de Dios en la familia, está su amor acogedor, misericordioso, respetuoso hacia todos. Y sobre todo, un amor paciente: la paciencia es una virtud de Dios y nos enseña, en familia, a tener este amor paciente, el uno por el otro. Tener paciencia entre nosotros. Amor paciente. Sólo Dios sabe crear la armonía de las diferencias. Si falta el amor de Dios, también la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos, y se apaga la alegría. Por el contrario, la familia que vive la alegría de la fe la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.
Queridas familias, vivan siempre con fe y simplicidad, como la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz del Señor esté siempre con ustedes!
María, Reina de la Familia, ruega por nosotros
Al final de la misa, Francisco dirigió una oración ante una imagen de la Sagrada Familia de Nazareth, El Papa, encomendó a Jesús, María y José, todas las familias para que se renueve en ellas las maravillas de la gracia.
Antes de concluir la celebración eucarística, el Papa dio las gracias y saludó a todos los peregrinos, y especialmente a todas las queridas familias, que vinieron de muchos países del mundo para participar en el gran abrazo de la plaza de san Pedro en torno al Sucesor del Apóstol
Luego, el Papa dirigió un cordial saludo a los obispos y a los fieles de Guinea Ecuatorial, llegados desde el país africano con ocasión de la ratificación del Acuerdo con la Santa Sede. «La Inmaculada Virgen proteja a su amado pueblo y avancen en el camino de la armonía y de la justicia».
«Y ahora juntos rezaremos el Ángelus, dijo finalmente el Santo Padre. Con esta oración, invocamos la protección de María para las familias de todo el mundo, especialmente para aquellas que viven en situaciones de mayor dificultad. ¡María, Reina de la Familia, ruega por nosotros! Digámoslo todos juntos:
¡María, Reina de la Familia, ruega por nosotros!
¡María, Reina de la Familia, ruega por nosotros!
¡María, Reina de la Familia, ruega por nosotros!
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