Estamos necesitados de gente que apechugue con su propia vida, sin fingimientos ni mentiras
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Estamos necesitados de gente que apechugue con su propia vida, sin fingimientos ni mentiras
«Es usted una irresponsable». Le dijo un ginecólogo a una mujer que se negó a hacerse una amniocentesis. Ella le replicó: «¡es mi hija!». Dio media vuelta y se marchó. Rebosaba de alegría de vivir, cuando me lo contaba. Fue hace más de 40 años. Por aquel entonces se planteaba la cuestión, aunque aún no se había aprobado la ley de supuestos, hoy de plazos, del aborto.
Aquella criatura, con síndrome de Down, podía haber sido dejada a su suerte, abandonada: nadie se iba a enterar; y, total, a nadie puede ayudar. Será un estorbo. Una vida cochambre. Y resulta que ha sido la alegría de su hogar. La razón de su vivir. Desde la sinceridad que da una vida ya en su ocaso, de la que sólo se pueden esperar achaques.
Hace años, leí −tengo un recuerdo brumoso− un ensayo de Harold Raley, estudioso norteamericano que hablaba sobre el pensamiento de Julián Marías. Se titula La visión responsable. Con lo que me quedé es que los intelectuales han de ser “serios” en el sentido de que no vale hacer piruetas semánticas, artificios y cabriolas, “novismos” que invitan a la superficialidad y a la banalidad, a la nada.
Estamos necesitados de gente que apechugue con su propia vida, sin fingimientos ni mentiras. La actual falta de confianza y el escepticismo subsiguiente −he oído decir a más de uno que ya no pone la mano en el fuego siquiera por su propio hermano− lleva a la irresponsabilidad personal y social. Sólo el sistema es el culpable, cuando en realidad, todos hemos consentido, todos somos culpables, de alguna u otra manera, en alguna u otra medida; aunque nos vayamos de la enojosa circunstancia silbando, como si no fuera con uno. Es, vamos a decirlo así, la levedad del ser. La vida entonces se toma como un divertimento insustancial. Es un pensamiento débil encerrado en sí mismo y, sobre todo, petulante y tedioso.
He rememorado estos días algo que, en la década de los ochenta, leí en un periódico. Lo decía Alaska. El/la periodista le preguntaba si se había puesto a pensar alguna vez. Ella, sin rubor, con esa desvergüenza juvenil de lo esplendoroso, le replicaba: «Sí, el otro día. Al principio, lo pasé mal; luego, me aburrí muchísimo. He decidido no volver a hacerlo más».
La irresponsabilidad es siempre solipsista y arbitraria. Nuestra generación, con sus más y sus menos, recibimos, no obstante, un legado de vigencias intelectuales y morales sólidas; y lo que hemos hecho es transmitir su total destrucción. A mí personalmente, me avergüenza.
¿Acaso no quiere un padre a su hijo, aunque sea enfermo? ¿No lo quiere aunque no sepa si en un futuro será un alcohólico o premio Cervantes? ¿No es su hijo? Ciertamente la debilidad nos hace humanos. Por eso es vano poner nuestra certidumbre en lo mortal. Más allá de mí, afortunadamente está Dios. Y entonces las cuentas comienzan a cuadrar.