Una sentencia francesa que plantea dudas sobre la sensibilidad de su democracia
diariodecadiz.es
A la objeción de conciencia su fuerza no se la da ni una ley ni un pronunciamiento judicial, sino la conciencia individual de una persona, su coherencia y su coraje civil
Los tribunales franceses han fallado que no cabe objeción de conciencia frente a la ley que obliga a los alcaldes a casar parejas homosexuales. Por lo pronto, ya se ve la falsedad del argumento más repetido por los partidarios: «Si conceden derechos a otros, ¿qué te importa, eh?, ¿por qué te metes en sus vidas, eh?, ¿te afecta en algo, eh?, ¿te obligan a ti, eh?» Pues es que sí: cualquier derecho atañe a todos porque impone deberes alrededor. Y ahí están esos alcaldes a los que imponen casar ellos a quienes ellos creen que no deben casar.
Y otra cosa queda clara. La clásica dualidad en la izquierda, entre unos anarquistas y otros totalitarios, se ha extinguido con la victoria de la facción −ay, la supervivencia de las especies− más fuerte. Hoy sólo se encuentran rasgos libertarios entre los más liberales y neocon. Hay que ser muy hegeliano para celebrar una sentencia que veta la posibilidad de objetar.
Y hay que ser muy ingenuo para considerar que esa sentencia debilita a la objeción. Es todo lo contrario: a la objeción de conciencia su fuerza no se la da ni una ley ni un pronunciamiento judicial, sino la conciencia individual de una persona, su coherencia y su coraje civil. La objeción de conciencia es resistencia frente a la ley considerada injusta, que no puede abolirla, porque es la conciencia la que la juzga a la ley y no al revés. Considerar que el ordenamiento jurídico prohíbe la objeción es conceptualmente tan ridículo como lamentar que un decreto no declare inexistente el delito. La conciencia y el delito están ambos en distinta longitud de onda que la norma jurídica: la primera por encima, el segundo por debajo. Otra cosa es que la ley contraataque por arriba y por abajo con el castigo, pero es entonces, justamente, cuando la conciencia debe sostener con heroísmo su objeción.
La objeción de conciencia reconocida por la ley es sólo un refinamiento democrático, una muestra de respeto a las minorías, pero no es, en sentido estricto, auténtica objeción de conciencia. Mantiene el nombre por su prestigio histórico y como homenaje a aquéllos que realmente se resistieron al poder, arrostrando las consecuencias, a menudo fatales. Esta sentencia francesa plantea dudas sobre la sensibilidad de su democracia; pero no sobre la conciencia, los principios y el valor, tan necesario, de las personas. Ahora los alcaldes pueden ser, si quieren, de verdad objetores.