Cinco días después del naufragio siguen recogiendo cadáveres a una milla de Lampedusa
Las Provincias
Es patente que necesitamos una reflexión seria acerca del modo en que hemos de estructurar nuestras responsabilidades éticas, cómo crear los espacios institucionales necesarios para discutir estos problemas y encontrar soluciones prácticas para ellos
Se requiere una política integrada, que atienda tanto a los problemas que asolan a los países de origen como a las dificultades que encuentran los países de destino, para acoger un volumen tan alto de población inmigrante. Cinco días después del naufragio siguen recogiendo cadáveres a una milla de Lampedusa.
Desde hace años, cientos de emigrantes tratan de alcanzar cada día las costas europeas. 22.000 han llegado a esta pequeña isla desde enero de este año. Muchos se quedan en el camino: 2.352 solo en 2011. Miles de tragedias humanas, con nombres y apellidos, que, tras un primer impacto emocional, corren el riesgo de quedar neutralizadas, diluidas entre tanta información, más o menos trivial que nos inunda cada día.
Ciertamente, vivimos expuestos al peligro que Georg Simmel detectaba en los ciudadanos de las grandes urbes a principios de siglo XX, el peligro de la indolencia: nuestras energías psíquicas son limitadas, nuestro sistema nervioso no está hecho para reaccionar ante tantos y tan variados estímulos, como sería esperable en cada caso. Sin embargo, hay cosas ante las que debemos reaccionar con energía, inyectando nueva savia en unas estructuras y modos de hacer políticos que ya resultan caducos.
En esta ocasión, la magnitud de la tragedia no ha permitido mirar hacia otra parte. Francisco, que ya en julio se había desplazado a Lampedusa, invitado por el párroco del lugar, fue el primero en calificar esta desgracia como una vergüenza. ¿Quién debería avergonzarse? ¿Acaso los pescadores que corrieron al rescate de los náufragos? ¿Quiénes podían haber hecho algo para evitarlo y no lo han hecho? ¿Los inmigrantes que escapan de países en guerra o sin oportunidades? ¿Los negociantes que fletan los barcos clandestinos? ¿Las autoridades italianas? ¿Las autoridades europeas? ¿Los italianos −podrían haber sido españoles, tenemos un problema semejante− que apoyan una legislación restrictiva, por distintas razones? ¿Los países del norte de Europa, que no prestan apoyo suficiente a la Europa mediterránea, para afrontar el problema?
Seguramente en el término “vergüenza”, del que inmediatamente se hicieron eco los medios de comunicación más destacados, podemos vernos todos reflejados. Sin embargo, de manera especial ha conseguido llamar la atención sobre ese dramático desajuste entre la agenda política y la agenda humanitaria, que cada vez resulta más intolerable. Un desajuste que nos habla de la inercia que padecemos para cubrir con diligencia la enorme distancia entre los desafíos éticos que descubrimos y los recursos institucionales con que contamos para abordarlos. Es patente que necesitamos una reflexión seria acerca del modo en que hemos de estructurar nuestras responsabilidades éticas, cómo crear los espacios institucionales necesarios para discutir estos problemas y encontrar soluciones prácticas para ellos.
Entre tanto, como ya han señalado varios comentaristas, Francisco ha dado signos de un liderazgo que hoy brilla por su ausencia en la arena política: nos ha despertado a todos de nuestro letargo y nos ha instado a mirar en la dirección correcta. Francia ha solicitado una reunión urgente de la Unión Europea, después de que Italia reclamara nuevamente ayuda para afrontar el problema de la inmigración ilegal. Pero los políticos van a la zaga. ¿En qué habría de concretarse la ayuda reclamada? ¿Simplemente en más coordinación para vigilar las costas de los países norteafricanos? La práctica imperante desde que en el Tratado de Amsterdam de 1999 los países europeos acordaron desarrollar una política común de asilados y refugiados ha sido procurar por todos los medios que “los ilegales” no lleguen a nuestras costas. Pero esta práctica entra en contradicción con la terca realidad de un mundo globalizado, que está pidiendo a gritos revisar las ideas heredadas de un orden político anterior, sobre el modo de jerarquizar necesidades de propios y extraños, y que en último término cuestiona la misma idea del “extraño”.
Se requiere una política integrada, que atienda tanto a los problemas que asolan a los países de origen como a las dificultades que encuentran los países de destino, para acoger un volumen tan alto de población inmigrante, especialmente en tiempos de crisis.
Pero sobre todo se requieren políticas que, superando la obsoleta dialéctica derechas-izquierdas, no contradigan de una forma tan flagrante el sentido humanitario más elemental, imponiendo sanciones a las personas u organizaciones que por su cuenta y riesgo deciden ayudar a los inmigrantes en apuros, mientras las responsabilidades políticas personales se diluyen sistemáticamente en estructuras abstractas. En este contexto, el alcalde de Roma, Ignazio Marino, ha anunciado que su ciudad acogerá a 155 supervivientes de la tragedia: una medida que, pese a sonar populista, representa «una primera señal de rebelión frente a la resignación e indiferencia». Debería tratarse de algo más que un signo. Europa gusta de presentarse ante el mundo como una región interna y externamente solidaria, pero en tiempos de crisis descubrimos que la solidaridad es un ideal exigente. Entre otras cosas supone asumir, individual y colectivamente, el principio que inspiraba el clásico republicanismo romano: no considerarse rico, mientras exista un solo pobre.
Ana Marta González, Profesora de Filosofía Moral
Coordinadora científica del ICS. Universidad de Navarra