La moral católica condiciona el perdón al propósito de enmienda y a la restitución del daño causado, como sabe cualquier niño de catecismo
Vagón-Bar
En los momentos de crisis personal, todos buscamos culpables: a menudo, culpables externos que nos alivien de cualquier responsabilidad. Pero a veces también nos acusamos demasiado a nosotros mismos y perdemos de vista lo esencial: buscar la salida
También ocurre en las crisis sociales: salimos de inmediato a la caza y captura de chivos expiatorios en lugar de centrarnos en lo decisivo, en cómo salir adelante. Sin duda, determinar las causas ayuda a encontrar soluciones. Pero a veces se convierte en mero consuelo de tontos. En el marasmo de la crisis actual, arremetimos −no sin razón− contra políticos y financieros. Pero a algunos no les basta y responsabilizan ahora a la moral. No por ausencia, sino por su improbable presencia.
Anteayer El País publicó con cierto destaque un artículo que, en resumen, achacaba la corrupción desmadrada que padecemos a la moral católica que, según el autor, hemos heredado del franquismo. De Franco y de la I República, y de los Austrias y… de los visigodos, debería haber añadido. El artículo concentra su crítica en la confesión como causa de la inmoralidad o, al menos, de su banalización: si basta con confesarse y ser absuelto, ¿para qué dejar de robar?
Este argumento, que se ha escuchado y leído mucho últimamente, manifiesta un desconocimiento grave, porque la moral católica condiciona el perdón al propósito de enmienda y a la restitución del daño causado, como sabe cualquier niño de catecismo. Si uno ha robado, por ejemplo, tiene que estar decidido a no robar en adelante y a devolver lo que ya birló para recibir la absolución. Resulta triste, pero así de bajo está el nivel de nuestro debate público.