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Nuestra fe, no es sólo fe en Dios, sino fe “cristiana”; es decir, fe en el Dios que se revela en Jesucristo. A ello se enfoca este artículo en el que trataremos tres puntos: fe cristiana, fuentes de la fe, contenidos de la fe; para terminar con unas consideraciones sobre la inteligencia de la fe.
Vaya por delante que documento clave para nuestro discurso ─y para la elaboración personal que cada uno pueda hacer─ es el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC). Leerlo con calma, sin prisa, pero con continuidad; entiendo que es básico para adquirir y desarrollar la formación que debe tener hoy un católico. En concreto, me centraré en la Parte Primera del Catecismo, titulada “La Profesión de la Fe”, tratando de exponer los núcleos fundamentales de esta parte de Catecismo.
¿Qué es fe cristiana?
Sencillamente, la que recitamos y profesamos en el Credo, en esa Profesión de Fe que el CIC desarrollará con profundidad en la citada Primera Parte. Fe cristiana es fe “en Dios”, no la “fe” que se puede y a veces se debe conceder a una “persona humana”. La ambigüedad del término “creer” y del término “fe” viene de que designa dos actitudes espirituales totalmente diferentes. En el lenguaje cotidiano, “creer” significa “opinar, suponer”; indica, por tanto, un grado del saber acerca de aquellas realidades de las que no poseemos aún una certeza. Esto ha generado la idea, muy extendida, de que también la fe cristiana es un conjunto de suposiciones sobre materias acerca de las cuales todavía no tenemos un conocimiento exacto. Pero tal concepción de la fe atenta radicalmente a su esencia. “Fe cristiana” es un “creer” que es un “saber”, no un suponer u opinar.
Por eso, Fe cristiana «es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios» y, «al mismo tiempo e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (CIC 150). Y por eso, fe cristiana es, en concreto, la fe «en el Dios Uno y Trino»; es decir, fe por la cual el hombre acepta gozoso la verdad acerca de Dios y del mundo que Dios mismo le comunica en su Revelación histórica. Lo que Dios nos ha revelado es el “misterio” de su ser, el “misterio de su Amor”: Jesucristo, el Hijo eterno de su Amor.
Las fuentes de esa fe
¿Cómo sabemos todo eso? Por Dios mismo. Es el famoso “Placuit Deo” del Concilio Vaticano II, que recoge el CIC 51: «Placuit Deo... Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina» (Dei Verbum [DV] 2).
Dios se da a conocer, ante todo, en el acto creador. La creación misma es fuente del conocimiento de Dios: «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio» (DV 3). Los invitó a una comunión íntima con él revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes. Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres (CIC 554-55).
La progresiva revelación de Dios a los hombres después del pecado. La doctrina de las alianzas (con Noé, con Abraham, con el pueblo de Israel). Patriarcas y profetas en el Antiguo Testamento. Dios forma su pueblo Israel y se revela a él de diversas formas: la Alianza del Sinaí (CIC 54-64).
Cristo Jesús es el «Mediador y la plenitud de de toda la Revelación». Podríamos decir que Él es la suprema fuente de la Revelación. El célebre inicio de la Carta a los Hebreos 1, 1-2: «De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo». Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. San Juan de la Cruz nos lo dejó dicho en una de las mejores fórmulas que conozco de la unidad de ser y obrar en el Cristo procedente y enviado del Padre. Dijo en la Subida al Monte Carmelo II, 22, 3: «en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya ─que no tiene otra─ todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar...». No habrá otra Revelación (CIC, 65-67).
El evento de Cristo era casi contemporáneo al autor de la Carta a los Hebreos y a la primera generación de cristianos. En Él está la salvación, pero no sólo de esa generación sino de todas las generaciones hasta el fin del mundo. De ahí la decisiva cuestión: ¿cómo nos llega a nosotros la Revelación de Dios al cabo de los siglos? La respuesta es: «A través de la Tradición apostólica», que el CIC explica en los nn. 75-79. Esa transmisión se realizó de dos maneras:
─ oralmente, de palabra, contando lo que hizo y dijo el Señor;
─ y por escrito. Como afirma la Dei Verbum, n. 7, la constitución del Concilio Vaticano II sobre la divina Revelación, «los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo».
En este contexto se inscribe la tradicional doctrina que habla de que la única fuente de la Revelación, que es la Tradición apostólica. Estamos, pues, ante la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura, que testifican y transmiten la Revelación de Dios en su Hijo. Ambas «están íntimamente unidas y compenetradas, porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin» (DV 9):
─ «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo».
─ «La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación».
Ambas ─Escritura y Tradición─ constituyen el «depósito de la fe», la traditio apostolica, que predicaron y entregaron los Apóstoles. Este depósito de la fe fue confiado por los Apóstoles a la totalidad de la Iglesia para que lo difundiera por el mundo para la salvación de las almas. ¿Cómo realiza a través de los siglos esta predicación de Revelación divina? De dos maneras:
─ por el magisterio de los sucesores de los Apóstoles, lo que llamamos al “Magisterio de la Iglesia”: «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.
─ por el testimonio cristiano del Pueblo de Dios: «Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida» (DV 10).
Hemos nombrado dos magnitudes que deben estudiarse por sí mismas, pero que no podremos hacerlo en este trabajo. Me refiero a la “Sagrada Escritura”, Antiguo y Nuevo Testamento; y al “Magisterio de la Iglesia”, encargado de interpretar auténticamente la Palabra de Dios. Baste con lo hasta ahora dicho. Una exposición más detenida de ambos puntos en CIC nn. 84-116.
Los contenidos de la fe
La respuesta ─coherente y agradecida─ del hombre a ese Dios que se revela es la fe, la “fe cristiana”, cuyas fuentes acabamos de considerar. Ahora tenemos que contemplar sus contenidos, los contenidos de la fe: qué es lo que creemos los cristianos, y más concretamente los católicos. La respuesta condensada es, como dijimos en el apartado I, el “Símbolo de la Fe” o Credo ─«Yo creo»─, del que decía Santo Tomás de Aquino que es como un resumen o síntesis de toda la doctrina de la Sagrada Escritura; resumen especialmente útil para los que no pueden leer la Sagrada Escritura.
Pero es esencial tener en cuenta que el Creo es en realidad Creemos: el “yo” de la confesión de fe cristiana no es el “yo” aislado del individuo, sino el “yo” colectivo de la Iglesia. Cuando digo: «Yo creo», eso quiere decir que yo supero las fronteras de mi aislada subjetividad para integrarme en el sujeto común que es la Iglesia, al mismo tiempo que me integro en su saber, que sobrepasa los tiempos y los límites del tiempo. El acto de fe es siempre un acto por medio del cual la persona entra en la plena comunión que es la Iglesia. Por eso creer con fe cristiana es “venir” a la Iglesia, “vivir” en ella. En los primeros siglos, uno se identificaba como cristiano recitando el Credo.
En realidad, con esto está dicho todo acerca de los “contenidos” de la “fe cristiana”. El resto de nuestra conferencia sería ir desgranado los contenidos de ese Credo en el que se concentra nuestra fe. Y esto es lo que hace precisamente, como dije al comenzar, la Primera Parte del CIC. Esto es lo que en el Año de la Fe debemos leer, estudiar, repasar, asimilar para luego poder explicar, enseñar y proponer a otros. Porque el Año de la Fe es también el de la Nueva Evangelización. Profundizar en la Fe, vivir esa Fe, transmitir a otros esta Fe.
Conviene dejar apuntado, para situar bien esos contenidos, que el Credo es Fe en Dios Uno y Trino, en un solo Dios, en el que hay Tres Personas distintas. A tener en cuenta: el CIC recoge y comenta dos Credos: el “Símbolo de los Apóstoles” (Credo más corto), tradicionalmente usado en la liturgia del Bautismo, y el Símbolo de Nicea-Constantinopla (más largo, fruto de esos dos Concilios), usado en la liturgia eucarística.
La estructura fundamental del Credo o Símbolo de la Fe (en la citada doble forma) es la misma, tiene tres Partes (que en el CIC son tres capítulos): primera, Creo en Dios Padre; segunda, Creo en Dios Hijo, tercera, Creo en Dios Espíritu Santo. Nuestra Fe es fe en la Santísima Trinidad: Dios Uno y Trino. A esta división radical en tres Partes corresponde la otra división clásica, que divide el Credo en aquellos 12 Artículos, que desde niños estudiamos en los pequeños catecismos y que recoge uno tras otro el CIC: se llamaban y se llaman “Artículos de la Fe”. Los artículos desarrollan los contenidos de las Partes.
─ A la Primera Parte («Creo en Dios Padre») corresponde un solo Artículo, el primero, que tiene esta formulación: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra».
─ La Segunda Parte («Creo en Dios Hijo») tiene seis artículos: del 2º a 7º. Al recitar el art. 4º en la Misa («padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado»), todos debemos hacer con el sacerdote inclinación profunda de cabeza.
─ La Parte Tercera («Creo en el Espíritu Santo»), que comprende los otros cinco artículos.
Estos contenidos de nuestra fe muestran claramente que el Credo no es una “lista” de verdades que hemos de aceptar los cristianos, sino una apretada y sintética narración y declaración de la Historia del Amor misericordioso de Dios al hombre, la Historia de la Salvación, que comienza por el primer acto de Amor, que es la Creación (artículo 1º), que tiene en su centro la Encarnación, Muerte y Resurrección del Hijo Amado del Padre (Parte 2ª) y termina en la Parte III con la donación del Espíritu Santo (art. 8º) y sus efectos en la historia de la salvación del hombre, desde «la Santa Iglesia Católica» (art. 9º) hasta llegar (art.12º) a la «Vida eterna».
Las Partes II, III y IV del Catecismo de la Iglesia Católica describen las consecuencias prácticas del don de la Fe. Allí se describe (II) la vida de la Gracia en la Iglesia: liturgia y Sacramentos; (III) correspondencia a la Gracia en la conducta diaria: los Diez mandamientos y «la vida en Cristo»; y (IV) el esencial papel que tiene en ese conjunto la oración y especialmente el Padrenuestro.
¿Cómo lograr la inteligencia de la fe?
La importancia del art. 1º del Credo: Dios es el Creador del Cielo y de la Tierra, del Universo de toda la realidad que, coherentemente, llamamos “creada”. El hombre creado por Dios, está dotado no sólo de cuerpo, sino de espíritu y, por eso, su “razón” puede afirmar la existencia de Dios y el origen divino (creación) de toda la realidad. Y sin embargo, la creación, como hemos visto, es no sólo una verdad “racional”, “natural”, por decirlo con estas conocidas expresiones, sino también una verdad “revelada”, una verdad de fe, una verdad en la que “creo”. Y esto, ¿por qué? Porque el pecado original y los pecados personales han oscurecido la fuerza cognoscitiva de la razón humana, su capacidad de llegar a la verdad última sobre Dios y el mundo; y por eso Dios, para ayudar al hombre, le ha “revelado”:
─ no sólo lo inalcanzable a la razón humana, es decir, el misterio íntimo de Dios (la Trinidad) y el infinito Amor de Dios al mundo, que se expresa en la obra redentora de Jesucristo (CIC, Parte I, cap. II) y en la misión del Espíritu Santo (CIC, Parte I, cap. III);
─ sino fundamentales “verdades naturales”, que derivan del acto creador de Dios pero que se han hecho sumamente difíciles para la sola razón humana.
Para encaminar a la razón humana creyente a una inteligencia de la fe es fundamental distinguir y, a la vez, poner en relación, estos dos órdenes de cosas que se deducen de lo que decimos en el número anterior:
─ por una parte, desde la fe que confesamos en el art. 1 del Credo, desde la realidad de Dios Creador del mundo, trabajar en los diversos ámbitos científicos y culturales, para que emerjan racionalmente las verdades que están oscurecidas por la huella del pecado original y el apartamiento de Dios.
─ por otra, buscar gozosamente una profundización en los contenidos de la fe, sacando tiempo de donde haga falta: en esos contenidos que apenas hemos podido enumerar en el punto III de nuestra conferencia, pero que están hermosamente expuestos en el Catecismo de la Iglesia Católica.
Una última observación muy importante. Nadie consigue comprender solo la totalidad del Evangelio. Cada uno puede decirse: en esta comunión única que es la Iglesia, lo que no comprendo de la fe otros lo comprenden y viven de ello. Yo no me apoyo sólo sobre mi fe sino sobre la fe de los cristianos de todos los tiempos, de aquellos que nos han precedido, desde la Virgen María y los Apóstoles hasta los que viven hoy. Día tras día me dispongo interiormente, con la oración y el estudio, a confiar en el Misterio de la fe. Esta actitud es la propia de la fe de la “Iglesia”, de la comunión que es la Iglesia.
Pedro Rodríguez
Profesor emérito de Teología Dogmática, Facultad de Teología
Universidad de Navarra
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