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El pasaje de los discípulos de Emaús es como un icono, para leer el presente y el futuro de la misión de la Iglesia, de la nueva evangelización
En su discurso a los obispos brasileños (en Río de Janeiro, 27-VII-2013) el Papa Francisco recurrió al pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13 ss). Y lo presentó como un icono para leer el presente y el futuro de la misión de la Iglesia, y de la nueva evangelización.
La desilusión
Los discípulos de Emaús estaban escandalizados por el fracaso del Mesías, en el que habían confiado, y ahora aparecía irremediablemente vencido y humillado. Ese pasaje, señala el Papa, puede representarnos a nosotros si pensamos que hemos fracasado. O también «el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia −su Jerusalén− ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión».
¿Qué ha sucedido para que estos se vayan tristes? «Tal vez −apunta el Papa− la Iglesia se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido». Por otra parte, «tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones»; o «quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta» (cf. Documento de Aparecida, n. 225).
Valentía, cercanía, diálogo
¿Qué hacer, entonces? Esto propone el Papa: «Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en la noche de ellos. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarlos en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa dialogar con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta, solos, con su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo considerado ya estéril, infecundo, impotente para generar sentido». Valentía, cercanía, diálogo.
Vuelve de nuevo la mirada a la realidad, ahora de la cultura y la sociedad: «La globalización implacable y la intensa urbanización, a menudo salvajes, prometían mucho. Muchos se han enamorado de sus posibilidades, y en ellas hay algo realmente positivo, como por ejemplo, la disminución de las distancias, el acercamiento entre las personas y culturas, la difusión de la información y los servicios».
Pero no todo es positivo: «Por otro lado, muchos vivencian sus efectos negativos sin darse cuenta de cómo ellos comprometen su visión del hombre y del mundo, generando más desorientación y un vacío que no logran explicar. Algunos de estos efectos son la confusión del sentido de la vida, la desintegración personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un “nido”, la falta de hogar y vínculos profundos».
Esta desintegración de la propia identidad y desarraigo social ha influido en los que abandonan los caminos de la Iglesia, junto con un ideal que quizá han visto como inalcanzable. De ahí el abandono, la soledad, con frecuencia el desahogo y el lamento, la infelicidad que muchos intentan acallar.
Una Iglesia que acompañe en el camino, acompañar a casa
«Ante este panorama −continúa el Papa Francisco− hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay gente que se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía. Jesús le dio calor al corazón de los discípulos de Emaús». En esas palabras puede verse la clave de lo que hace falta por nuestra parte: saber leer todo con valentía. Esto es, saber nosotros efectuar un verdadero discernimiento también de lo que hemos de mejorar, y hacerlo con valentía: así nuestra autenticidad, con la ayuda del Espíritu Santo, será el medio de que Dios se sirva para encenderles el corazón.
Pero… ¿somos capaces de hacer esto? Se pregunta el Papa: «¿Somos aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén?» Es decir, ahí donde están «nuestras fuentes: Escritura, catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles...» ¿Somos capaces «de acompañar a casa?». «¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que se despierte la fascinación por su belleza?».
Las fuentes de la belleza
Importante esta apelación a la belleza de nuestras fuentes, como horizonte que hemos de redescubrir −primero nosotros mismos−, para invertir el camino de los que abandonan. ¿Pero dónde estará y cuál será esa belleza que puede fascinar?
Veamos cómo lo expone el Papa: «Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más alto, algo más fuerte, algo más veloz». En realidad −explica− no hay nada más alto que la cruz de Cristo, donde se alcanza verdaderamente la altura de la Cruz; ese amor cuya fortaleza, bondad, verdad y belleza se esconden en aparente fragilidad; ese amor que, frente a lo que hoy nos atrae (internet veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas, etc.), arrastrados como estamos por el frenesí de la eficiencia, requiere en realidad de calma y escucha, de paciencia para reparar y construir.
Es como si se nos dijera: para poder mostrar la belleza del amor de Dios −donde se encuentra la verdadera altura, la fortaleza y la fascinante “velocidad” de la vida−, necesitamos recordar y contemplar lo que Dios ha hecho y compartir serenamente, pacientemente, con los demás aquello que cada uno necesita.
Así lo expresa el Papa, mientras nos propone aprender de la actitud del Señor con los discípulos de Emaús: «Recuperemos, la calma de saber ajustar el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la capacidad de estar siempre cerca para que puedan abrir un resquicio en el desencanto que hay en su corazón, y así poder entrar en él».
De este modo ellos podrán volver su sed hacia las fuentes que están en Jerusalén, es decir, en la Iglesia, que es mi Madre, nuestra Madre. Y comprenderán que «en ella hemos nacido», y que no están huérfanos (en este punto remite de nuevo al Documento de Aparecida, n. 226).
En suma, concluye el Papa Francisco: «Se necesita una Iglesia que vuelva a traer calor, a encender el corazón». Y que así, «también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo».
Claramente −no haría falta decirlo−, en ese proceso que requiere como hemos visto, un verdadero discernimiento, todos habremos aprendido mucho sobre cómo debe ser la nueva evangelización.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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