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Gracias a que la Santa Sede lo ha hecho público en las ‘Acta Apostolicae Sedis’, podemos ofrecer nuestra traducción de la interesante intervención, cuyo contenido hasta ahora era desconocido, que el Cardenal Prosper Grech dirigió a los cardenales electores antes del Cónclave celebrado en marzo de este año, en el cual fue elegido Papa el Cardenal Jorge Mario Bergoglio, tomando el nombre de Francisco.
A la venerable edad de 87 años soy uno de los más ancianos del Colegio Cardenalicio, pero en cuanto a nombramiento soy apenas un neonato; y ya que mi vida estuvo siempre dedicada al estudio, mi conocimiento de los asuntos de la Curia no superan el tercer grado. Sólo en cuanto tal me atrevo a presentar esta sencilla meditación in nomine Domini.
El acto que estáis por realizar dentro de esta Capilla Sixtina es un kairos, un momento fuerte de gracia, en la historia de la salvación, que continúa en la Iglesia hasta el final de los tiempos. Sed conscientes de que este momento pide de vosotros la máxima responsabilidad. No importa si el Pontífice elegido sea de una nacionalidad o de otra, de una raza o de otra, importa solamente si, cuando el Señor le dirige la pregunta “Pedro, ¿me amas?”, él puede responder con toda sinceridad: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Entonces las ovejas confiadas por Jesús estarán seguras, y Pedro seguirá a Cristo, el Supremo Pastor, donde quiera que vaya.
Con esto no tengo ninguna intención de hacer un identikit del nuevo Papa y mucho menos de presentar un plan de trabajo al futuro Pontífice. Esta tarea delicadísima corresponde al Espíritu Santo, el cual en las últimas décadas nos ha regalado una serie de óptimos pontífices santos. Mi intento es tomar de la Escritura algunas reflexiones que nos permitan comprender lo que Cristo quiere de su Iglesia, reflexiones que os podrán servir de ayuda en vuestras discusiones.
Durante su vida Jesús enviaba a los discípulos a anunciar el Reino de Dios. El reino tiene muchas facetas, pero podemos sintetizar su esencia como el momento de gracia y de reconciliación que el Padre ofrece al mundo en la persona y obra de Cristo. Reino e Iglesia no coinciden, el Reino es la soberanía paterna de Dios que comprende a todos los beneficiarios de su gracia. Después de la Resurrección, Jesús mandó a los apóstoles al mundo entero para hacer discípulos de todas las naciones y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia hace esto presentando el Evangelio sin reduccionismos, sin diluir la palabra; con las palabras de Pablo: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación del que cree, del judío en primer lugar y también del griego”. Cuando se llega a compromisos con el Evangelio se lo vacía de su dynamis, como si a una bomba en la mano se le quitase el explosivo en ella contenido. No se debe ceder tampoco a la tentación, pensando que, como el Concilio Vaticano II ha allanado la salvación también a aquellos que están fuera de la Iglesia, se relativiza la necesidad del bautismo. Hoy se agrega el abuso de tantos católicos indiferentes que descuidan o rechazan bautizar a los propios hijos.
El anuncio del Evangelio del Reino de Dios se concretiza en el anuncio de “Jesucristo, y éste Crucificado”. Tanto la filiación divina de Cristo como su crucifixión constituyen el scandalum crucis, “locura para los que se pierden, pero para los que salvan −para nosotros− fuerza de Dios”. Es precisamente este escándalo de la cruz el que humilla la hybris de la mente humana y la eleva a aceptar una sabiduría que viene de lo alto. También en este caso, relativizar la persona de Cristo poniéndola junto a otros “salvadores” significa vaciar el cristianismo mismo de su sustancia. Fue precisamente la predicación de lo absurdo de la cruz la que, en menos de trescientos años, redujo al mínimo las religiones del Imperio Romano y abrió la mente de los hombres a una visión nueva de esperanza y de resurrección. De esta misma esperanza está sediento el mundo actual, que sufre una depresión existencial.
El Cristo crucificado, sin embargo, está íntimamente vinculado a la Iglesia crucificada. Es la Iglesia de los mártires, desde aquellos de los primeros siglos hasta los numerosos fieles que, en ciertos países, se exponen a la muerte simplemente yendo a la Misa dominical. Pero la Iglesia crucificada no se limita sólo a sus mártires. Cuando ella refleja la persona, la enseñanza y el comportamiento de Cristo, no hace más que presentar la Verdad, que es Cristo mismo. La Iglesia, por lo tanto, pide a los hombres reflejarse en el espejo de Cristo y de sí misma. Todos desean conocer la verdad, pero cuando ella revela nuestros defectos, entonces es odiada y perseguida: “Oculis aegris odiosa lux, quae sanis amabilis”, dice Agustín. Y Jesús predice: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros”. Por eso, la persecución es un quid constitutivum de la Iglesia, como lo es la debilidad de sus miembros, de la que no puede prescindir sin perder su individualidad, es una cruz que debe abrazar.
La persecución, sin embargo, no siempre es física, está también la persecución de la mentira: “Felices vosotros cuando os insulten, os persigan, y os calumnien en toda forma a causa de mí”. Esto lo habéis experimentado recientemente por medio de algunos medios que no aman a la Iglesia. Cuando las acusaciones son falsas, no es necesario hacerles caso, aún si causan un inmenso dolor.
Otra cosa es cuando contra nosotros se dice la verdad, como ha ocurrido en muchas de las acusaciones de pedofilia. Entonces es necesario humillarse delante de Dios y de los hombres y tratar de extirpar el mal a toda costa, como ha hecho, con gran pesar, Benedicto XVI. Sólo así se recupera credibilidad frente al mundo y se da un ejemplo de sinceridad. Hoy mucha gente no llega a creer en Cristo porque su rostro es oscurecido o escondido detrás de una institución que carece de transparencia.
Pero si recientemente hemos llorado por muchos acontecimientos desagradables ocurridos entre el clero y los laicos, incluso en la casa pontificia, debemos pensar que estos males, por graves que sean, si se comparan con ciertos males del pasado en la historia de la Iglesia, no son más que un resfriado. Así como, con la ayuda de Dios, estos han sido superados, se superará también la crisis presente. Pero también un resfriado tiene necesidad de ser curado bien para que no se convierta en neumonía.
El espíritu maligno del mundo, el mysterium iniquitatis, se esfuerza continuamente por infiltrarse dentro de la Iglesia. Además, no olvidemos la advertencia de los profetas al antiguo Israel de no buscar alianzas ni con Babilonia ni con Egipto, sino seguir una pura política ex fide confiando solamente en Dios y en su alianza. ¡Ánimo! Cristo nos anima cuando exclama: “Tengan confianza, yo he vencido el mundo”.
Hagamos ahora un paso adelante en nuestra pregunta sobre la voluntad de Dios respecto a la Iglesia. No hay duda que la unidad de su cuerpo es el summum desideratum de Cristo, como demuestra su oración sacerdotal en la última cena. Lamentablemente, el cristianismo está todavía dividido, tanto en la fe como en el amor. Los primeros intentos de ecumenismo inmediatamente después de la segunda guerra mundial (recuerdo haber estado presente en algunos encuentros con Romano Guardini en Burg Rothenfels), como también el compromiso suscitado por la Unitatis redintegratio, están dando fruto, aún quedando un larguísimo camino por delante. Los prejuicios mueren muy lentamente y alcanzar un acuerdo teológico no es, de hecho, fácil. Estamos tentados de cansarnos en este camino que, a menudo, parece darse en una sola dirección. Pero desistir del diálogo sería ir explícitamente contra la voluntad de Dios. Más que las discusiones o los encuentros ecuménicos, sin embargo, se necesita una oración confiada y conjunta de todas las partes y un camino convergente hacia la santidad y el espíritu de Jesús.
No menos fácil para el futuro Pontífice será la tarea de mantener la unidad en la Iglesia Católica misma. Entre extremistas ultratradicionalistas y extremistas ultraprogresistas, entre sacerdotes rebeldes a la obediencia y aquellos que no reconocen los signos de los tiempos, estará siempre el peligro de cismas menores que no sólo dañan a la Iglesia sino que van en contra de la voluntad de Dios: la unidad a toda costa. Unidad, sin embargo, no significa uniformidad. Es evidente que esto no cierra las puertas a la discusión intra-eclesial, presente en toda la historia de la Iglesia. Todos son libres de expresar sus pensamientos sobre la tarea de la Iglesia, pero que sean propuestas en la línea de aquel depositum fidei que el Pontífice, junto con todos los obispos, tiene el deber de custodiar. Pedro hará su tarea tanto más fácil cuanto la comparta con los otros Apóstoles.
Por desgracia hoy la teología sufre del pensamiento débil que reina en el ambiente filosófico y necesitamos de un buen fundamento filosófico para poder desarrollar el dogma con una hermenéutica válida que hable un lenguaje inteligible al mundo contemporáneo. Ocurre a menudo, sin embargo, que las propuestas de muchos fieles para el progreso de la Iglesia se basan sobre el grado de libertad que se concede en ámbito sexual. Ciertamente leyes y tradiciones que son puramente eclesiásticas pueden ser cambiadas, pero no todo cambio significa progreso; es necesario discernir si tales cambios se realizan para aumentar la santidad de la Iglesia o para oscurecerla.
Pasemos ahora a un capítulo todavía más acuciante. En el Occidente, al menos en Europa, el cristianismo mismo está en crisis. Europa no ha querido ni siquiera tomar en consideración las propias tradiciones históricas cristianas. Hay un laicismo y un agnosticismo galopante que tiene diversas raíces, por mencionar sólo algunas: la relativización de la verdad, fruto del ya mencionado pensamiento débil, tema subrayado a menudo por Benedicto XVI, un materialismo que mezcla todo en términos económicos, la herencia de gobiernos y partidos que tenían el intento de remover a Dios de la sociedad, la explosión de la libertad sexual y aquel rapidísimo progreso científico que no conoce frenos morales y humanitarios. Además reina una ignorancia y descuido no sólo de la doctrina católica sino del ABC mismo del cristianismo. Se siente, por eso, la urgencia de la nueva evangelización que comienza con el kerigma anunciado a los no creyentes, seguido por una catequesis continua alimentada por la oración.
Sin embargo, el Señor, que nunca es vencido por la negligencia humana, parece que, mientras en Europa se le cierran las puertas, Él las está abriendo de par en par en otros lados, especialmente en el Asia. Y también en el Occidente, Dios no dejará de reservarse un resto de Israel que no se arrodilla frente a Baal, un resto que encontramos principalmente en los muchos movimientos laicales dotados de carismas diversos que están dando una fuerte contribución a la nueva evangelización. Estos movimientos están llenos de jóvenes, muy amados por los últimos dos pontífices. Son ellos la semilla que, bien cuidada, crecerá en un árbol nuevo lleno de frutos. Debe cuidarse, sin embargo, que los movimientos particulares no crean que la Iglesia se agota en ellos.
En pocas palabras, Dios no puede ser derrotado por nuestra negligencia. La Iglesia es suya, las puertas del infierno la podrán herir en el talón pero nunca la podrán sofocar.
Hasta ahora hemos hablado de papas, cardenales, obispos y sacerdotes, pero hay otro factor de esperanza en la Iglesia que no debemos olvidar: el sensus fidelium. Agustín lo llama “el Maestro interior” en cada creyente, y san Juan “la unción” que nos enseña cada cosa, ella crea en lo íntimo del corazón aquel discernimiento entre lo verdadero y lo falso, nos hace distinguir instintivamente lo que es secundum Deum de lo que viene del mundo y del maligno. Según la Dei Verbum, también el sensus fidelium es un locus theologicus que debe ser tomado en consideración por los pastores de la Iglesia. Las brasas de la fe devota son mantenidas vivas por millones de fieles sencillos que están lejos de ser llamados teólogos, pero los cuales, desde la intimidad de sus oraciones, reflexiones y devociones, pueden dar profundos consejos a sus pastores. Son ellos quienes “destruirán la sabiduría de los sabios y rechazarán la ciencia de los inteligentes”. Esto quiere decir que cuando el mundo, con toda su ciencia e inteligencia, abandona el logos de la razón humana, el Logos de Dios brilla en los corazones sencillos, que forman la médula de la que se nutre la espina dorsal de la Iglesia.
¿Pero por qué estoy diciendo todo esto? Porque, aún profesando el lugar común de que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no siempre lo tomamos en consideración en nuestros planes sobre la Iglesia. Él trasciende todo análisis sociológico y previsión histórica. Supera los escándalos, las políticas internas, los arribismos y los problemas sociales, los cuales, en su complejidad, oscurecen el rostro de Cristo que debe brillar incluso a través de densas nubes. Escuchemos a Agustín: “Los apóstoles veían a Cristo y creían en la Iglesia que no veían; nosotros vemos a la Iglesia y debemos creer en Cristo a quien no vemos. Adhiriendo firmemente a lo que vemos, llegaremos a ver a aquel que ahora no vemos”.
Y vosotros: ¿por qué os encontráis aquí? En 1961 Juan XXIII recibió en audiencia al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede en esta Capilla Sixtina. Indicó la figura dominante del Cristo juez en el fresco de Miguel Ángel y les dijo que Cristo juzgará también el obrar de cada nación en la historia. Vosotros os encontráis en esta misma Capilla, bajo la figura de ese Cristo, con la mano levantada, no para aplastar sino para iluminar vuestro voto, para que sea secundum Spiritum, non secundum carnem, es decir, “non in sinistrum nos ignorantia trahat, non favor inflectat, non acceptio muneris vel personae corrumpat”. Es de este modo que el elegido no será solamente el vuestro sino esencialmente el Suyo.
Quisiera cerrar con una nota más ligera. Éste no es el primer cónclave en el que he estado presente. Yo estuve también en el cónclave de Pablo VI, como simple sacristán que preparaba los altares. Un día vino a mí el Cardenal Montini, que me pidió confesarlo; dos horas después era Papa. Muerto él, se preparaba el Cónclave, y estaban con nosotros en el Colegio Santa Mónica, tres cardenales, entre ellos el Cardenal Luciani. Siendo el más anciano me tocó dirigirles el saludo antes de su partida a la Capilla Sixtina. Recuerdo haber dicho: “Deciros ‘éxitos’ no es de buen gusto; deciros ‘nos vemos’ es todavía peor. Sólo os digo: Dios os bendiga”. ¡Soy un pájaro de buen agüero! El mismo saludo os dirijo a vosotros: ¡El Señor esté con vosotros y os bendiga!
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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