¿Por qué esa “indiferencia globalizada” hacia la suerte de personas que viven tan cerca de nosotros?
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Las palabras con las que el Papa se refirió al estado de ánimo en que había caído Europa, y con Europa, casi todo el mundo, al contemplar la tragedia de los inmigrantes africanos en la Isla de Lampedusa
Lamentando la situación de los sobrevivientes de algunos intentos fracasados de la travesía del Mediterráneo, en busca de una cobijo, de un trabajo, de una seguridad, el Papa Francisco se lamentó en su viaje a Lampedusa de la falta de comprensión, de interés, de preocupación, en una palabra, de los países poderosos para sentarse y tratar de resolver este lamentable espectáculo; y habló de la «globalización de la indiferencia».
El problema ciertamente no es fácil, y no es de fácil solución. Y no sólo por cuestiones de arreglos económicos más o menos profundos. La malicia, la maldad, el pecado del hombre ha creado situaciones sociales en las que la convivencia se hace prácticamente imposible, y no queda otro remedio que huir en busca de otros lugares. Y de emigraciones lamentables originadas por el hambre, la persecución política, etc., Europa ha vivido en su propia carne ejemplos más que lamentables, a lo largo del siglo XX, y a lo largo de toda su historia.
¿Por qué esa indiferencia globalizada hacia la suerte de personas que viven tan cerca de nosotros?
Pío XII ya comentó allá por los años 40-50 del siglo pasado, que «el pecado del hombre occidental del siglo XX era el de haber perdido la conciencia de pecado». Desde entonces, esa frase se ha repetido mucho, y quizá no hayamos descubierto las consecuencias de una afirmación semejante.
Si el hombre pierde conciencia del pecado, pierde inmediatamente conciencia de su relación con Dios, cualquier que sea la idea de Dios que pueda tener. En cualquier caso, un Ser que no es él; que la ama, y con Quien tiene que relacionarse de alguna manera.
El segundo paso que da el hombre que ha perdido la conciencia de su relación con Dios, es el convencimiento de que no tiene que relacionarse con nadie, que no tiene que amar a nadie ni preocuparse por nadie, salvo para cuestiones que sean en su propio beneficio. El egoísmo se asienta, y fuertemente, en su espíritu.
Y es lógico. Si pierde el sentido de amar a Dios y de la posibilidad de ofenderle con algunas actuaciones, ¿qué le puede importar no preocuparse de las desgracias de los demás? “El no ofende a nadie”. “El no hace mal a nadie”.
Ayer me comentó una persona de ‘Pro-Vida’, y lo hizo llena de alegría y de agradecimiento a Dios, el salvamento −y nunca mejor dicha la palabra− de dos hermanos en el seno materno.
La madre de las criaturas estaba decidida a abortar, ya había obtenido un volante para que se le interrumpiera el embarazo. Ante de entrar en el hospital, se encontró con ella, hablaron. La madre le expresó su dolor por lo que iba a hacer, le abrió su corazón, a la vez que pensaba que no tenía más remedio que llevar a cabo el crimen. Al final, los dos hermanos seguirán vivos, nacerán; y darán gracias a Dios por haber nacido.
La de ‘Pro-Vida’, no participa de la «globalización de la indiferencia», y con ella, tantos hombres y mujeres que, en todo el mundo sostienen en pie las civilizaciones y las culturas; sencillamente porque mana, se relaciones con sus prójimos, se preocupan de ellos.
El Papa sabe que puede contar con ellos para erradicar del mundo la «globalización de la indiferencia»; y sabe también, que eso será posible, al menos intentarlo, porque estas personas son conscientes del amor de Dios, y piden perdón por sus pecados. Si el pecado no se erradica del corazón del hombre; el corazón es campo abonado para la indiferencia.