La férrea insistencia del Papa en la alegría del cristiano es para enmarcar
diariodecadiz.es
No hay cuestión sobre la que el Santo Padre se aparte de la doctrina de siempre, aunque él prefiera hablar de esperanza y caridad, que es la doctrina de siempre de la Iglesia
El viaje del papa Francisco me venía dando un pálpito ilusionante, pero innominado, que era el mismo del trepidante inicio de su pontificado; y que he identificado del todo gracias a la gran rueda de prensa en el avión de vuelta a Roma. Ha sido muy extractada por los medios, pero compensa leerla íntegra porque los extractos los carga el diablo y porque su importancia está, sobre todo, en el tono y en su unidad, como una sinfonía.
Me da la clave, como era de esperar, el Chesterton de Ortodoxia cuando, en el capítulo La autoridad y el aventurero, observa: «Aquellos países de Europa en los cuales todavía existe la influencia de los sacerdotes, son precisamente los que todavía cantan y bailan al aire libre con arte y coloridas vestimentas. La doctrina y la disciplina católicas puede que sean murallas; pero son murallas que cercan un campo de juegos». Francisco ha puesto su acento personal en los colores, los cantos y los bailes. Su férrea insistencia en la alegría del cristiano es para enmarcar. Pero todo, reconociendo sin resquicios que está entre las murallas de la ortodoxia, a las que se remite cada vez que se le requiere.
La rueda de prensa, como la feliz colina amurallada de Chesterton, fue paradigmática. Cuando le sacan los temas que la actualidad considera más espinosos, el Santo Padre hace un llamamiento a la misericordia, a la calma, a la comprensión, al humor incluso («[de Monseñor Nunzio Scarano observa que] no ha ido a la cárcel porque se pareciera precisamente a la beata Imelda»); pero respaldado en la teología y el magisterio. No hay cuestión (ordenación de las mujeres, homosexuales, divorciados…) sobre la que se aparte de la doctrina de siempre, aunque él prefiera hablar de esperanza y caridad, que es la doctrina de siempre de la Iglesia.
Es un magnífico reconocimiento a sus predecesores, que, sin descuidar ni mucho menos la alegría, restauraron y modernizaron con valor y esfuerzo las viejas murallas. El empeño del Catecismo, que culminó −tras diez años de trabajos− en 1997, lo celebra el papa Francisco con esa sonrisa suya sin inhibiciones. Los que quisieran que se pasara la vida reforzando las murallas, quizá han perdido −con buena fe− la idea de que lo importante es lo que ellas guardan para todos. Los que ignoran −con tantísima buena voluntad− que Francisco las venera, terminarán dándose un cabezazo contra sus piedras, que les deseamos leve.