Un hijo de emigrantes de la Italia pobre ha puesto a Europa ante la escandalosa realidad de su frontera sur
ABC
Un hijo de emigrantes de la Italia pobre ha puesto a Europa ante la escandalosa realidad de su frontera sur
La pequeña isla de Lampedusa es una zona de fricción entre Italia y Libia, entre Europa y África y entre Occidente y el aborrascado mundo islámico. En 1986 se convirtió por algunos días en el punto más crítico del planeta cuando el ejército de Gadafi lanzó un ataque con misiles contra las instalaciones de la OTAN en la isla, lo que motivó el bombardeo de Trípoli y Bengasi por los americanos. Casi tres años después, un barco de la flota estadounidense abatió dos aviones militares libios en las cercanías de Lampedusa, aunque fuera del espacio aéreo italiano. Gadafi amenazó con una represalia inmediata, pero ya no asustaba a nadie tras arrugarse prudentemente en el caso anterior.
Desde mediados de los noventa, cuando el control de la estación naval quedó a cargo exclusivo de las fuerzas italianas, Lampedusa pasó a ser el destino principal de la emigración clandestina hacia Italia. Una emigración mayoritariamente subsahariana a la que en 2011 vino a unirse la de la población libia que huía de la guerra civil. En los últimos veinte años, la franja trágica que surcan las pateras entre la costa norteafricana y la isla se ha cobrado más de veinte mil vidas. Mil por año. El Gobierno italiano impuso a Gadafi la repatriación de los inmigrantes detenidos en Lampedusa, pero desde la caída del régimen del coronel la devolución a aquéllos a Libia se ha ido haciendo más y más difícil, convirtiendo a la isla en un inmenso depósito de humanidad inmovilizada, cuyo número se va acrecentando por el incesante flujo de nuevas remesas de ilegales.
La visita del Papa a Lampedusa ha sido recibida, como ya es costumbre ante cada una de sus inesperadas iniciativas, con amplio desconcierto. Digamos que las reacciones se reparten en dos grandes grupos: las de quienes siguen viendo en sus gestos un reflejo del populismo latinoamericano que viene a enturbiar la razonable política europea y las de quienes los consideran expresión de un cristianismo desaforadamente quijotesco, como el del Nazarín de Pérez Galdós. En ambos casos, la opinión es negativa. O se trata de un intrusismo pertinaz en la política secular o de un idealismo filantrópico que no soluciona problema alguno y acabará complicando los ya existentes.
Por descontado, no creo que el Papa Francisco sea un izquierdista ni un locoide, como lo pintan sus caricatos. Mucho menos un virtuoso de la comunicación audiovisual. Sabe que está acechado por las cámaras y que inevitablemente va a producir noticias, lo que no parece afectarle mucho. Su primera encíclica —y hablo como alguien absolutamente ajeno y distante— no desmerece de las de su antecesor en rigor intelectual y habrá sorprendido a quienes lo consideraban sólo un buen cura de barrio. Se temía una cosa blandita y sentimental sobre la caridad, y se ha descolgado con un tratado sobre la fe en la línea férreamente teologal de Ratzinger. A esto une un carácter resolutivo y adverso a las componendas. Nada de pasteleos. Ha terminado con la trama de corrupción económica del Vaticano en un santiamén y ha advertido a los especialistas en otras corrupciones que la limpieza no termina ahí.
Pero, sobre todo, como lo ha demostrado en Lampedusa, posee una imaginación avezada a detectar lo intolerable. Lo de la “globalización de la indiferencia” podrá ser una fórmula más o menos feliz, según los gustos, pero este hijo de inmigrantes de la Italia pobre ha puesto a Europa ante la escandalosa realidad de sus fronteras meridionales. Ante la franja de la muerte y el universo concentracionario que va creciendo en sus costas. ¿Un agitador, el Papa Francisco? Quizá, pero un agitador necesario.