La relación con el Concilio de varios de los protagonistas de los recientes decretos de la Congregación para las causas de los santos
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Los niveles de la participación en el Concilio son ciertamente distintos, pero ofrecen el denominador común del amor a la Iglesia y el afán de santidad, hoy reconocido jurídicamente en los recientes decretos
Dentro de la amplísima información de estos últimos días, sobre la aprobación por el papa Francisco de diversos decretos de la Congregación para las causas de los santos, me gustaría acentuar la relación de varios de los protagonistas con el Concilio Vaticano II.
En primer lugar, Juan XXIII, un pontífice anciano, supuestamente elegido para cubrir la transición tras el largo y fecundo período de Pío XII, de una intensidad doctrinal aparentemente insuperable. No voy a repasarla aquí, pues es bien conocida. Mencionaré sólo un acto excepcional de su ministerio: la definición del dogma de la Asunción de la Virgen en 1950. El ya beato Juan XXIII sorprendió al mundo y a la Iglesia con la convocatoria del concilio ecuménico. Tampoco es necesario insistir en su importancia.
En las sesiones del Vaticano II participó Karol Wojtyla, entonces obispo auxiliar de Cracovia. Muchos recuerdan sus importantes intervenciones en los trabajos que culminaron en la constitución Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual: ese mundo al que, luego, Juan Pablo II invitó desde el primer día de su pontificado romano a abrir puertas y ventanas a Cristo, lejos de cualquier tipo de temores.
En su primera encíclica, Redemptor hominis, ofreció de nuevo la realidad de Jesucristo −«centro del cosmos y de la historia»−, en la relativa cercanía del año dos mil: «Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana», afirmaba en las primeras líneas del documento. Pero se intuía que la futura celebración por la Iglesia del Jubileo «nos hará recordar y renovar de manera particular la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”».
Ciertamente, como reiteraría en diversos momentos, fue una de las claves hermenéuticas del pontificado, junto con la aplicación del Concilio Vaticano II, al que se refería poco después: «Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados, vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia gracias al Concilio Vaticano II».
En las naves de la basílica de san Pedro, durante la celebración del Concilio, Álvaro del Portillo conoció personalmente al futuro Papa. Se lo presentó un amigo común, Mons. Andrzej Maria Deskur, otro prelado polaco, secretario de una comisión conciliar. Don Álvaro cumplía idéntica función en otra, de no poca importancia de futuro, porque elaboraría el decreto Presbyterorum ordinis, sobre la vida de los sacerdotes.
Los niveles de la participación en el Concilio son ciertamente distintos, pero ofrecen el denominador común del amor a la Iglesia y el afán de santidad, hoy reconocido jurídicamente en los recientes decretos. Al cabo, lo único decisivo es la identificación con Cristo, tema central en las enseñanzas de Benedicto XVI y Francisco. Se lee en Lumen Fidei, nº 6: «El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe, en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones».
Lo resume bien Fernando Ocáriz, en un libro-entrevista publicado recientemente, con el título Sobre Dios, la Iglesia y el mundo. No sé si porque nació en París, o porque estudió Física antes que Teología, el actual Vicario general del Opus Dei tiene el don de la claridad y una gran capacidad de síntesis. Le ayuda la perspectiva histórica: era aún estudiante universitario cuando Pablo VI clausuró la asamblea ecuménica. Vale la pena leer el capítulo VI de ese libro, con el sobrio título ‘Concilio’. No oculta las sombras, a las que se refiere primero, «para terminar con las luces, para que estas queden más resaltadas». Sin duda, la asamblea ecuménica abrió nuevos caminos de santidad en la Iglesia, hoy reconocidos en tres eximios protagonistas.