Recordando a don Álvaro del Portillo, con motivo de la aprobación del milagro que posibilita su beatificación
Las Provincias
“Yo querría que le imitaseis en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad”, afirmó san Josemaría de don Álvaro, estando éste ausente
Recientemente, fotografié esta súplica de san Josemaría, escrita de su puño y letra en 1970: «Madre mía y Señora mía de Torreciudad, Reina de los ángeles, mostra te esse Matrem, y haznos buenos hijos: hijos fieles». Al recibir la noticia de la aprobación del milagro que posibilita la beatificación de Don Álvaro del Portillo, vinieron a mi mente estas palabras porque siempre he pensado en él como el hijo más fiel del fundador del Opus Dei y, por supuesto, de la Iglesia.
El mismo día de la citada noticia, desde monseñor Echevarría a varios cardenales, todos resaltaban esa virtud en el Obispo del Portillo. Y no precisamente por ser un lugar común, sino porque destacaba con una claridad meridiana. Con verdad y un cierto sentido del humor, monseñor Escrivá de Balaguer le dedicaba en1949 un ejemplar de Camino con estas palabras: «Para mi hijo Álvaro, que, por servir a Dios, ha tenido que torear tantos toros». Esa "lidia" fue su fiel acompañamiento al fundador en toda clase de circunstancias, entre las que no faltaron las incomprensiones, calumnias, escaseces, el dolor de una guerra, el hambre de una posguerra, la búsqueda de un molde jurídico adecuado al Opus Dei y tantas cosas más.
Recuerdo que el día de su Santo de 1974, mientras estaba ausente, san Josemaría nos decía más o menos estas palabras: yo querría que le imitaseis en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. Afirmaba también que había puesto muchas veces sus espaldas para cargar con los "palos" destinados al fundador.
Tuve la fortuna de llevarlo muchas veces en coche a diversos dicasterios de la curia romana, especialmente al de la Doctrina de la Fe, del que era consultor, o a otros lugares, por ejemplo, al dentista. Siempre que le resultaba posible −era lo habitual− me avisaba el día anterior y me indicaba lo que duraría la gestión, para que me organizase del modo que me conviniera. En bastantes ocasiones, pensé en temas de conversación que le ayudaran a descansar pero, inevitablemente, era siempre él quien me entretenía con una amabilidad encantadora y, por supuesto, no exenta de un trasfondo formativo. Tenía dos temas preferidos: la Iglesia y san Josemaría. Por medio de anécdotas, me ayudaba a crecer en estos amores, que llevaba clavados en el alma.
Cuando salía de una reunión, me explicaba quiénes eran los participantes que se iban despidiendo. Un día, con un cariño y una disculpa indecibles, me contó cómo había quedado el ritual de la Penitencia, donde se indicaba que el penitente leyera algún pasaje de la Sagrada Escritura alusivo al sacramento. Comentó que era una idea muy bonita, que se le había ocurrido a un buen Arzobispo amigo suyo, pero de difícil cumplimiento. Ese Arzobispo, decía disculpándolo, siempre se había dedicado a tareas de oficina y no podía saber lo que eso suponía para el penitente. También me dijo que San Josemaría había tomado una frase breve del Evangelio para poder realizarlo con facilidad. Después no he visto a casi nadie hacer aquello, salvo lo dispuesto por el fundador del Opus Dei.
Tenía un curriculum formidable: ingeniero de Caminos, doctor en Historia, Doctor en Derecho Canónico, muchos encargos de la Santa Sede como su participación activa en el Concilio Vaticano II. Juan XXIII le nombró consultor de la Sagrada Congregación del Concilio (1959-66). En las etapas previas al Vaticano II, fue presidente de la Comisión para el Laicado. Ya en el curso del Concilio (1962-65) fue secretario de la Comisión sobre la Disciplina del Clero y del Pueblo Cristiano. Terminado este evento eclesial, Pablo VI le nombró consultor de la Comisión postconciliar sobre los Obispos y el Régimen de las Diócesis (1966). Fue también, durante muchos años, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sólo recuerdo esto para destacar su sencillez y espíritu de servicio. Por ejemplo, aunque nos acompañara un tercero en el automóvil, él siempre se sentaba al lado del conductor.
Podría contar mis abundantes pifias llevando el coche siempre disculpadas antes de que se consumasen o diciendo que el error era de otros. Un día me metí en medio de un mercado callejero hasta que un policía me impidió seguir adelante y se desentendió de mí. La marcha atrás me parecía imposible entre los apretados puestos de hortalizas, a mi derecha, estaba cortada la calle y a mi izquierda era dirección prohibida. D. Álvaro me iba diciendo frases tranquilizadoras y cuando opté por la dirección prohibida, continuó en el mismo tono: haces bien en marchar por aquí porque qué culpa tenemos "nosotros".
Cuando logró la erección del Opus Dei en Prelatura Personal, Juan Pablo II quiso hacerlo obispo enseguida. Se negó a aceptar diciendo que dimitiría si era nombrado porque no quería ni la posibilidad de que un sólo hijo suyo pudiera pensar que había organizado todo aquello para ser obispo. Lo fue bastante más tarde. Un último recuerdo. Volví a Roma en 1976. Al recibirme, dijo cariñosamente: ¡mi viejo chofer!, pero ahora mi hijo, que es mucho más importante. El importante era él, pero no pensaba en sí mismo. Por eso Juan Pablo II fue a orar ante su cadáver.