«¿Os hacéis cargo de lo hermosa que es nuestra fe católica?», pregunta el Prelado del Opus Dei en su carta mensual. Este mes, entre otras consideraciones, aborda la realidad de la Iglesia Santa
Rememora Mons. Javier Echevarría al comienzo de su Carta la reciente solemnidad de San Pedro y San Pablo, columnas de la fe, que derramaron su sangre por Cristo en Roma. En esta ciudad, san Pedro fijó su sede y coronó su vida terrena con el martirio. Y así, la Iglesia de Roma se convirtió en ‘Madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe’. Agradezcamos a Dios este designio suyo, con el que ha querido asegurar a los cristianos en la doctrina revelada y garantizar de modo visible la unidad; y aprendamos a dar la vida, sabiendo morir cada día a nuestro ‘yo’.
Después de citar dos textos, del Catecismo de la Iglesia Católica y de la Constitución dogmática Lumen Gentium, sugiere que, como quería nuestro Padre, llenémonos de maravilla ante estos dos misterios y pidamos al Cielo una fe grande.
La Iglesia, afirma, depende completamente del Verbo encarnado, a quien hace presente en el mundo hasta el fin de los tiempos; y está gobernada por el Espíritu Santo, que habita en su seno como en su templo. Agradezcamos y admiremos este vínculo profundo de la Iglesia con la Trinidad Santísima: es y somos el Pueblo santo de Dios, el Cuerpo místico de Jesucristo, la morada del Paráclito. Resulta lógico, pues, que después de profesar la fe en Jesucristo y en la divinidad del Espíritu Santo, en el Símbolo proclamemos el misterio de la Iglesia, a la que nos incorporamos por el Bautismo y en la que −como sacramento universal de salvación− se realiza la obra de nuestra santificación.
Hace referencia el Prelado a unas fuertes y claras consideraciones de san Josemaría en la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, en relación con la profesión de fe “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”, en las que afirmaba que «Esas son las propiedades esenciales de la Iglesia, que derivan de su naturaleza, tal como la quiso Cristo. Y, al ser esenciales, son también notas, signos que la distinguen de cualquier otro tipo de reunión humana, aunque en estas otras se oiga pronunciar también el nombre de Cristo.
Afirmémonos en el carácter sobrenatural de la Iglesia; confesémosle a gritos, si es preciso, porque en estos momentos son muchos los que (...) se han olvidado de estas verdades capitales y pretenden proponer una imagen de la Iglesia que no es Santa, que no es Una, que no puede ser Apostólica porque no se apoya en la roca de Pedro, que no es Católica porque está surcada de particularismos ilegítimos, de caprichos de hombres», y recuerda el dolor del Papa Francisco al afirmar que «todavía hay quien dice hoy: “Cristo sí, la Iglesia no”. Como los que dicen: “yo creo en Dios, pero no en los sacerdotes”. Pero es precisamente la Iglesia la que nos lleva a Cristo y nos lleva a Dios; la Iglesia es la gran familia de los hijos de Dios. Cierto, también tiene aspectos humanos; en quienes la componen, pastores y fieles, existen defectos, imperfecciones, pecados (...), pero es bello que cuando nos damos cuenta de ser pecadores encontramos la misericordia de Dios, que siempre nos perdona»; y nos concede su perdón–continua el Prelado− por medio de la Iglesia, que es la depositaria de la palabra salvadora y de los sacramentos que nos santifican.
«En la Santa Iglesia –son palabras de san Josemaría en la homilía mencionada− los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio −Iglesia purgante−, o con los que gozan ya —Iglesia triunfante— de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, trasciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa −en la tierra y en el cielo− alabándola como Madre», sobre las que el Prelado afirma que San Josemaría, que día a día amó con locura a la Iglesia Santa, nos enseñó a comportarnos de igual modo. Desde el momento mismo de la fundación del Opus Dei, vio claro que para dar a Dios toda la gloria, para poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, el camino quedaba trazado con aquella aspiración: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» Hemos de llegarnos todos juntos a Jesús por María, en unidad de intenciones y de afanes con el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra.
Después de algunas consideraciones sobre la unidad de la Iglesia, formula el Prelado una pregunta: ¿Os hacéis cargo de lo hermosa que es nuestra fe católica? Como decía nuestro Padre, da solución a todas las ansias del corazón humano, al enseñar que la Santa Voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Para eso ofrece a sus fieles los medios de salvación; y, también por eso, el afán apostólico, el deseo de anunciar el conocimiento y el amor de Cristo a todas las personas, resulta connatural con la vocación cristiana. Nada puede dispensarnos de sentir esta responsabilidad, y hemos de pensar: ¿cómo me afecta? ¿En qué medida la pido para la humanidad entera?
Nos ha tocado vivir en una época, continua más adelante, en que la necesidad de trabajar en la edificación de la Iglesia se muestra más apremiante. No nos desanimemos ni demos paso al más pequeño pesimismo, ante el clima de relativismo y de indiferencia −más aún, de rechazo de Dios− que se extiende como una mancha de aceite por tantos lugares. Quienes deseamos tomarnos en serio nuestra fe, hemos de multiplicar gozosamente los esfuerzos por acercar las almas a Dios, a la Iglesia. No penséis que es una tarea de titanes: sólo hemos de hacer lo que está en nuestras manos, bien decididos a dirigir completamente nuestra existencia a Dios.
Citando unas palabras del Santo Padre en una reciente Audiencia general, sugiere hacerse eco de las mismas, esforzándonos a diario para que en nuestro trabajo, en nuestra convivencia familiar, en las relaciones sociales, en las actividades deportivas, ¡en todo momento!, brille la luminaria de los seguidores de Jesucristo, alimentada por la oración y por la recepción frecuente de los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía.
Refiriéndose a la reciente fiesta de san Josemaría, afirma que en todo el mundo se han elevado al Cielo muchas oraciones, especialmente el Santo Sacrificio de la Misa. Estad seguros de que, como repetía el queridísimo don Álvaro, han sido «oraciones de ida y vuelta»: el Señor nos las devuelve para que produzcan fruto en nosotros mismos y en nuestros amigos, anuncia su próximo viaje a Brasil, para acompañar al Santo Padre en la Jornada Mundial de la Juventud, y posteriormente pasar brevemente por Chile, Uruguay y Argentina, para repetir de palabra a mis hijas e hijos, y a las demás personas que se benefician de la labor de la Prelatura, que la Iglesia espera mucho de todos; que el Papa Francisco, como los anteriores Romanos Pontífices, se apoya en todos y en cada uno para difundir el mensaje de Cristo en el mundo entero; así me lo manifestó en la audiencia que me concedió el pasado 10 de junio. Seguid rezando por su persona y por sus intenciones. Como en otras ocasiones, cuento con todos para que el Señor conceda abundantes frutos espirituales en las jornadas de Brasil y en los otros lugares adonde pienso luego ir. Todas estas circunstancias nos invitan a unirnos más seriamente al Sucesor de Pedro: debemos acompañarle filialmente, unidas y unidos a su persona y a su servicio a la Iglesia y a las almas.
Y como es habitual al finalizar sus Cartas: Seguid rezando por mis intenciones.