El Mundo
Es hora de fijar un paradigma global de libertad religiosa, basado en la dignidad de la persona humana, compatible con los diversos modelos constitucionales y sobre la base de un desacuerdo generalizado en cuestiones religiosas, como es el que realmente existe en nuestro planeta
En las últimas décadas, el reciente resurgimiento de un constitucionalismo teocrático, especialmente en el mundo islámico, que sitúa la religión en el corazón de la esfera pública y del debate político, ha coincidido con el desarrollo de un secularismo liberal beligerante que mira con escepticismo cualquier aproximación a una realidad trascendente y trata de relegar la religión al terreno de lo privado.
Para los constitucionalistas teocráticos, toda comunidad política tiene el derecho de abrazar una religión concreta, hasta el punto de considerarla incluso fuente legal de su propio ordenamiento jurídico. La comunidad política sería así una extensión de la comunidad religiosa, y el mismo derecho una destilación de la religión. De acuerdo con esta posición, el famoso muro jeffersoniano de separación entre la Iglesia y el Estado no pasaría de ser una ligera cortina de un vestuario de playa.
Para los secularistas liberales, la religión como tal no tiene, no debe tener, sustantividad propia, y el derecho a la libertad religiosa se trata más bien de una mera concreción de un derecho más general a la autonomía individual en cuestiones éticas. La religión como fenómeno cultural o social no es, en modo alguno, generador de valor público por lo que debe quedar totalmente aislada del debate político. Como afirma Thomas Nagel en su último libro, la religión es una “cuestión temperamental”. La religión puede ser “tu” problema, pero nunca “nuestro” problema. La libertad religiosa, entonces, en un estado tolerante secular de estas características, implicaría tan sólo el derecho a tener ese temperamento y el consiguiente deber, para los demás, de soportarlo como se soporta un mal olor de una habitación poco ventilada.
Los ecos de la reciente visita de Benedicto XVI a España y la presencia en nuestro país del famoso jurista judío Joseph Weiler, con ocasión de la recepción del doctorado honoris causa en la Universidad de Navarra, constituyen un buen acicate para abordar el tema de la libertad religiosa, sin miedos ni tapujos. Y hablar de libertad religiosa es hablar de religión. Es hora, en mi opinión, de fijar un paradigma global de libertad religiosa, basado en la dignidad de la persona humana, compatible con los diversos modelos constitucionales y sobre la base de un desacuerdo generalizado en cuestiones religiosas, como es el que realmente existe en nuestro planeta.
Porque, de la misma manera que no hay un ordenamiento jurídico ideal, tampoco existe un modelo constitucional perfecto para proteger la libertad religiosa. Cada modelo, como cada ordenamiento jurídico, es producto de la historia, la cultura, la tradición, el consenso público y tantas veces la propia religión. Pero si bien cada ordenamiento debe proteger la libertad religiosa de acuerdo con su propia identidad, no cabe duda de que existe un quid común a todos ellos, que justifica la abstracción.
El paradigma que voy a ofrecer sólo rechaza aquellos modelos constitucionales que promueven o toleran cualquier clase de fanatismo religioso o que desprecian la propia libertad religiosa, olvidando que se trata de una de las grandes aportaciones de Occidente a la Humanidad. En este sentido, es más abierto que el elaborado por el padre de la libertad religiosa, John Locke, que excluyó a los ateos por desconfianza y a los católicos por una cuestión de doble jurisdicción, o del recientemente propuesto por el filósofo estadounidense Ronald Dworkin, que ningunea la tradición monoteísta.
El modelo que ofrezco considera la libertad religiosa un patrimonio irrenunciable de toda comunidad pluralista y democrática, compuesta por creyentes y no creyentes. Pero parte de la idea, a diferencia del modelo de Dworkin, de que la religión como tal tiene una justificación intrínseca, es decir, se trata de un valor en sí mismo, de gran relevancia social. Esto es precisamente lo que permite que exista un derecho específico a la libertad religiosa. En efecto, de la misma manera que no se puede regular adecuadamente el derecho a la vida partiendo de la base, aunque a veces sea cierta, de que vivir es la mayor fuente de males y desgracias sin mezcla de felicidad alguna, o el derecho al trabajo desde el presupuesto de que trabajar es el mejor modo de contribuir a la expansión del mal en el mundo, así tampoco se puede proteger ni regular la libertad religiosa partiendo de la presunción de que la religión es un producto obsoleto de sociedades ancestrales y cavernícolas o un fruto maligno de la superstición. Quienes piensen así, también han de tener cobijo bajo este derecho humano básico, pero esta aproximación conceptual no puede agotar el contenido mismo del derecho de libertad religiosa.
El paradigma que ofrezco está basado en tres argumentos, que son como tres reglas de juego. El primero se centra en la misma idea de religión; el segundo, en la idea de libertad; el tercero, en la idea de derecho. Los voy a formular en términos negativos porque el aspecto positivo de la libertad religiosa (búsqueda libérrima del sentido de lo transcendente) debe sustentarse sobre una base negativa (inmunidad de coacción).
Los tres argumentos son los siguientes: Primero, ningún sistema jurídico o modelo constitucional democrático puede proteger el derecho de libertad religiosa sin estar de alguna manera abierto a la transcendencia, reconociendo, al menos implícitamente, la posibilidad de la existencia de Dios, en el sentido abrahámico del término. No me estoy refiriendo aquí, por supuesto, a que Dios deba tener un estatus jurídico propio, ni a que las constituciones deban contener mención alguna a Dios (¡que decida el Pueblo si procede o no!), sino más bien al hecho de que el ordenamiento reconozca de alguna forma las consecuencias jurídicas implícitas en el hecho de que los ciudadanos sujetos a dicho ordenamiento puedan creer en Dios y puedan vivir, en privado o en comunidad, su propia religión. Así, la existencia de Dios vendría a ser un presupuesto social, y por tanto un presupuesto legal. Desde este presupuesto nació el mismo derecho a la libertad religiosa, y pienso que sigue siendo irrenunciable. En otras palabras, en una sociedad construida sobre la idea de que Dios no existe no cabe, en mi opinión, un pleno respeto a la libertad religiosa.
Utilizando terminología cristiana diré que para poder “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, es necesario que el César reconozca al menos implícitamente la posibilidad de la existencia de Dios. Y hablo de Dios y no de dioses porque desde el punto de vista jurídico la identificabilidad de un Dios como fuente y fundamento de moralidad tiene mucha mayor relevancia que el reconocimiento de muchos dioses de difícil identificación, o el no reconocimiento de dios alguno. Por lo demás, me estoy refiriendo a un Dios, el de las religiones reveladas monoteístas, en el que cree más de la mitad de la población de la tierra.
El segundo argumento defiende que ningún ordenamiento jurídico o modelo constitucional puede proteger adecuadamente la libertad religiosa sin la existencia de una estructura dualista que garantice la autonomía necesaria tanto de la comunidad política como de las comunidades religiosas. Esta estructura se basa en la idea de que las comunidades políticas, en razón de sus fines, pueden ser cuasi-completas (Navarra, Galicia, por ejemplo), completas (España, Alemania) —de esto hablaremos otro día— o incompletas (la Unión Europea o la comunidad global), pero las comunidades religiosas, al menos desde la perspectiva política, son siempre incompletas. La razón es que el fin de una comunidad religiosa no es la satisfacción de todas las necesidades humanas (o al menos de la mayor parte de ellas), sino tan solo aquellas de tipo espiritual o religioso. Este argumento limita sustancialmente la posibilidad de la existencia de las llamadas teocracias, pero no las excluye completamente, siempre y cuando se constituyan conforme a criterios y procedimientos democráticos y garanticen la libertad religiosa de los todos los ciudadanos.
El tercer argumento es una consecuencia del anterior: ningún ordenamiento jurídico o modelo constitucional puede proteger adecuadamente la libertad religiosa sin el necesario poder para regular aquellas materias religiosas que afectan al orden público, o a los derechos de los ciudadanos, creyentes o no creyentes. Este argumento permite la colaboración entre la comunidades políticas y religiosas y protege a los ciudadanos de una comunidad pluralista de posibles contaminaciones religiosas en la esfera pública (la denominada freedom from religion).
Sin el reconocimiento teórico y práctico del derecho a la libertad religiosa, el Estado, cualquier Estado, por democrático que sea, se totaliza. La historia nos muestra experiencias muy amargas. El problema es complejo. Pero tiene solución. Mejor dicho, soluciones. Todas ellas confluyen en la misma idea: En la tierra, debe haber sitio para todos. También para Dios.
Rafael Domingo Oslé, catedrático de Derecho
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