El Mundo
El autor analiza la gestión del Papa argentino al cumplirse los 100 días de su Pontificado. Considera que la reforma prioritaria que persigue Bergoglio no es la de la Curia sino una más profunda
Se cumplen 100 días del Pontificado del Papa Francisco. Sin embargo, no nos engañemos. En realidad, ese lapso de tiempo se refiere al que corre desde el regreso de Napoleón Bonaparte de su exilio en la isla de Elba (marzo de 1815), hasta su derrota en el campo de Waterloo y la nueva Restauración de Luis XVIII, en junio de ese año. Muy posteriormente, la expresión “cien días” se popularizó políticamente para indicar el periodo de gracia concedido a un nuevo gobernante, sobre todo al presidente de los Estados Unidos de América.
Si recuerdo estos datos, es para anotar que ni por su origen ni por su duración estos “cien días” han de ser especialmente significativos de ese centro de poder espiritual que es el Papado. Lo cual no significa que estos tres meses no sean un punto de referencia convencional que permite analizar −siguiendo el uso mediático− los primeros pasos por la Historia del Papa Bergoglio.
Por poner un ejemplo, en estos días el cristianismo ha dejado de tener un solo estilo expresivo formal, no sustancial. Quiero decir, que ese modo de expresión que era el barroco y que se creía definitivo, −como si Bernini y Miguel Angel fueran los auténticos intérpretes de Jesús de Nazaret− se difumina. Y ni siquiera han sido necesarios 100 días. Han bastado unos gestos para modificar protocolos consolidados. El Papa que sigue viviendo en una habitación cercana a la que ocupaba cuando fue elegido; que no ha calzado los zapatos rojos popularizados por los Papas del Renacimiento; que no ha usado una sola vez la esclavina roja que el protocolo imponía para los actos solemnes o la recepción de credenciales de embajadores; que come en el comedor común de la Casa Santa Marta; y que no ha usado una sola vez el coche de matrícula SCV1, el Mercedes blindado tradicional del Vaticano… Todo eso tiene tal impacto inmediato en la estructura curial, que resulta más eficaz que 100 decretos o llamadas a la sobriedad. Es el llamado efecto Francisco.
Contra lo que se cree, ya ha comenzado la reforma de la Curia. No habrá que esperar a los estudios que elabore en octubre la Comisión de Cardenales nombrada al efecto. El nuevo estilo marca un modo de hacer que está removiendo la estructura burocrática vaticana desde sus cimientos. Naturalmente, faltan los nombramientos clave: secretario de Estado, prefectos de congregaciones, etc., pero después de unos meses bombardeando con el ejemplo −los famosos 100 días−, todo será más fácil. El menú ha sido ya servido...
En mi opinión, a diferencia de lo que el lobby mediático casi unánimemente proclama, no es la reforma de la Curia lo prioritario para el Papa Francisco, como si en ella se concentraran los males del universo entero.
La Curia ha sobrevivido −como estructura necesaria que es− a mil reformas, desde su consolidación en 1588 por el Papa Sixto V hasta la actual configuración de Juan Pablo II que data de 1988, y sus reglamentos de 1992/1999. La nueva reforma que se adivina cambiará las estructuras, pero no los corazones. Esta es la gran batalla −los corazones− que quiere ganar el Papa Francisco y cuyas huellas se adivinan ya en estos 100 días.
Basten dos ejemplos: fustiga el “carrierismo” como auténtica lepra de algunos clérigos e interroga continuamente a los laicos que le escuchan acerca del deber de cambiar el mundo con el ejemplo y la palabra. Lo primero permite adivinar un Papa anticlerical, es decir, como se ha observado, «un Papa contrario al clericalismo». Un Papa que abomina de los aires enrarecidos que emanan de ciertos clérigos obsesionados por el poder. Que en estos 100 días, por activa y por pasiva, ha vuelto a decir que prefiere una «Iglesia accidentada a una enferma». Que anima a dejar las posiciones tranquilas de retaguardia y arriesgarse por «la periferia»: «Ser los primeros en movernos hacia los otros, sobre todo a los que están más lejos». A los laicos los exhorta a meterse en «la gran política», aquella que nace de los mandamientos y del evangelio. «Denunciar atropellos de derechos humanos, situaciones de explotación o exclusión, carencias en la educación o en la alimentación, no es hacer partidismo», dice.
Vittorio Messori, un vaticanista incisivo e inteligente que suele publicar en el diario italiano Corriere della Sera, acaba de llamar la atención sobre un hecho poco frecuente. Durante estos 100 días, se observa una suerte de “luna de miel” con el Papa Francisco de parte de ambientes habitualmente hostiles o al menos distantes con la Iglesia romana. Como si el nuevo Papa fuera una especie de “revolucionario”, un “guerrillero”, que considerara la Historia como una alternativa entre el todo y la nada, en la cual un brusco giro llevaría a un nuevo cielo y una nueva tierra. Alguien al que hay que convencer de que solamente la revolución puede perfeccionar la Iglesia, de que es imposible mejorarla gradualmente. Los mismos que amenazan con el grito de indignez-vous si no ven realizadas sus utopías, y que probablemente cambiarían los actuales hosannas por futuros crucifícale, si vieran defraudadas sus esperanzas.
No parece que sea ése el camino emprendido por el Papa «venido del fin del mundo». El tránsito del obispo Jorge Bergoglio al Papa Francisco no ha cambiado la identikit del nuevo obispo de Roma. No conviene olvidar que tres días antes de partir para el cónclave, había dicho que el futuro Papa «ante todo ha de ser un hombre de oración. Luego, debe estar profundamente convencido de que Jesús es el Señor de la Historia. En fin, debe ser un buen obispo, capaz de comprender, y de crear comunión con todos».
El nombre del santo de Asís que ha escogido evoca alguien heroico en su pobreza, pero obediente a la jerarquía, con veneración al Papado y con horror a la herejía. Probablemente por eso hace dos días ha dejado claro que las cuestiones «no negociables» de las que hablaba su antecesor siguen siéndolo. Por un lado, ha defendido la «sacralidad de la vida humana». Por otro, acaba de reunirse con una delegación de senadores y diputados franceses diciéndoles que no duden en «derogar» las leyes, si es necesario, para «proporcionar una calidad vital que eleve y ennoblezca a la persona». Una clara referencia a normas sobre el matrimonio y la familia que no son estrictamente concordes con la visión cristiana.
El “efecto francisco” ha tenido un impacto muy positivo en el ecumenismo. Sucesivamente anglicanos, evangélicos y hebreos han mostrado un interés poco común con los mensajes pontificios. Sorprende, por ejemplo, que el pastor Timothy George, en Christianity Today, el principal órgano de prensa evangélico de lengua inglesa, fundado por Billy Graham, acabe de publicar una artículo sumamente elogioso (Our Francis, too), en el que se alaba el ejemplo de sencillez y austeridad del Papa Francisco.
Si se piensa que el tradicional anticatolicismo evangélico en Estados Unidos sigue latente, este cambio de rumbo puede marcar las relaciones entre evangélicos y católicos. Algo similar ha sucedido con la reciente visita al Vaticano del arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia anglicana, Justin Welby. El clima era de inusual cordialidad y coincidencia, sobre todo en dos temas: la promoción de los valores cristianos y la justicia social «que quiere dar voz a los más pobres».
En fin, los que pronosticaban un difícil duopolio, un singular condominio en los estrechos límites de la Ciudad del Vaticano entre un Papa en ejercicio y otro emérito, no han acertado para nada en sus cábalas. La exquisita cordialidad entre Bergoglio y Ratzinger así como la exacta comprensión de sus respectivas posiciones han propiciado unas entrevistas llenas de calor y eficacia.
Cien días no son nada en la vida de los pueblos, y menos en una institución que superpone el tempo espiritual al cronológico, pero proporciona muchas pistas.
Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor del libro ‘Entre la Casa Blanca y el Vaticano’
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