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La posibilidad de ser “luz del mundo” y “sal de la tierra” simplemente mediante la perseverancia honrada en nuestra vida familiar y profesional (siempre que éstas sean vividas con sentido sobrenatural), adquiere un significado nuevo y más rotundo a la luz de las peculiares circunstancias históricas que atravesamos
Ponencia leída en Jornadas Católicos y Vida Pública, Sevilla, febrero 2011.
Creo que procede empezar con una reflexión autocrítica: algunos laicos incurrimos a veces en un pancista “ver los toros desde la barrera”, cuando afirmamos, desde el mullido sofá del salón, que “la Iglesia debería hacer esto o lo otro, la Iglesia debería reformar esto o lo otro…” olvidando que Iglesia somos todos[1]. A los laicos que miramos los toros desde la barrera nos conviene recordar las palabras que el Señor dirige a los obreros ociosos en la parábola de los viñadores: «¿por qué estáis aquí todo el día desocupados?; id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 6-7)[2]. Los evangelios y los documentos conciliares y pontificios están llenos de declaraciones grandiosas sobre la alta responsabilidad de los laicos: somos «sacerdotes, profetas y reyes» por el bautismo; la primera epístola de San Pedro dice que somos «piedras vivas» utilizadas por Dios en la construcción de un edificio espiritual; somos «el linaje elegido, la nación santa, el pueblo que Dios ha adquirido para que proclame sus prodigios» (1Pe. 2, 4-5).
Al leer este tipo de afirmaciones impresionantes sobre la misión de los laicos, podríamos pensar que la única forma de estar a la altura de ellas es implicarse en algún tipo de apostolado heroico, como partir a las misiones en el Tercer Mundo, etc. Sin embargo, la Exhortación pontificia Christifideles Laici subraya que los laicos podemos ejercer nuestra tarea apostólica desde la cotidianeidad de unas vidas profesionales y familiares aparentemente grises: la Exhortación dice que «los laicos deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria; […] los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad»[3]. No son imprescindibles, por tanto, los gestos heroicos ni las iniciativas espectaculares; ninguna tarea es demasiado rutinaria ni ningún trabajo demasiado humilde para poder convertirse en ocasión de santificación; la Lumen Gentium afirma que «todas las obras de los laicos, […] la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu […] se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo»[4].
La posibilidad de ser «luz del mundo» y «sal de la tierra» simplemente mediante la perseverancia honrada en nuestra vida familiar y profesional (siempre que éstas sean vividas con sentido sobrenatural), adquiere un significado nuevo y más rotundo a la luz de las peculiares circunstancias históricas que atravesamos. Samuel Gregg señaló en el último Congreso Católicos y Vida Pública que las batallas político-culturales que vivimos en la actualidad, aunque sean físicamente menos cruentas que las libradas en el siglo XX, resultan, sin embargo, conceptualmente más profundas: la pugna ideológica del siglo XX se refería fundamentalmente al modo de producción: lo que estaba en juego entonces era la forma (capitalista o socialista) de organizar la economía; en la actualidad, sin embargo, lo que está en cuestión es algo mucho más hondo: la idea misma de naturaleza humana (como ha reconocido Jürgen Habermas, agnóstico y uno de los dos o tres pensadores más influyentes del último medio siglo)[5].
Durante más de 2000 años (ciertamente, desde antes de la aparición del cristianismo), la civilización occidental consideró que existía una naturaleza humana, que esa naturaleza era racionalmente cognoscible, y que constituía el fundamento del orden moral (es decir, son objetivamente buenos los comportamientos y estilos de vida que contribuyen a la plena realización de la naturaleza humana, y son malos los que la impiden)[6]. Pero hoy día, estas sencillas ideas ─que fueron compartidas por Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes y, si me apuran, hasta por Marx─ son consideradas reaccionarias e inaceptables por muchos de nuestros conciudadanos. La existencia de una naturaleza humana objetiva se considera una restricción intolerable de la libertad individual; el feminismo radical, la ideología de género, el multiculturalismo, etc., tienden a considerar que nada es natural, que todo es “cultural” (y por tanto redefinible)[7].
Y, efectivamente, estamos embarcados en un gigantesco proceso de “redefinición” que alcanza a lo más esencial: la autocomprensión de la especie humana, el modelo de familia, los conceptos de hombre y mujer… La visión tradicional según la cual el hombre es la criatura favorita de Dios, dotada por Él de inteligencia, libertad y un alma inmortal, es reemplazada por otra que concibe a la especie humana como el producto accidental de una evolución biológica impulsada por mutaciones genéticas aleatorias, carentes de todo plan o propósito. En la concepción tradicional ─característica, no sólo del cristianismo, sino también de otras religiones─ cada individuo humano es sagrado por el mero hecho de su pertenencia a la especie (cualquiera que sea su tamaño, grado de desarrollo o estado de salud); la concepción materialista, en cambio, entiende la dignidad humana como un atributo artificial o convencional, que les es reconocido sólo a aquéllos a los que la mayoría considere adecuado reconocérselo en cada momento (y así, en los últimos tiempos se tiende a excluir de la comunidad moral a los niños no nacidos y a los enfermos incurables).
En lo que se refiere al modelo de familia, la concepción tradicional que veía en el matrimonio ─esto es, en el compromiso irreversible entre un hombre y una mujer- una institución esencial para la supervivencia de la sociedad es sustituida por un nuevo “pluralismo familiar” que considera la unión vitalicia entre hombre y mujer como simplemente uno más dentro de una pluralidad de posibles modelos de familia (pareja de hecho, pareja recompuesta, pareja homosexual, familia monoparental), todos los cuales son considerados igualmente benéficos y deseables. En la práctica, incluso se deslegitima a la unión heterosexual vitalicia llamándola “familia tradicional” (un calificativo que insinúa que se trata de algo rancio y poco atractivo). Todas las innovaciones legislativas de los últimos años (“ley del divorcio exprés”, atribución de efectos jurídicos a la mera cohabitación, legalización del llamado “matrimonio homosexual”, etc.) parecen dirigidas a erosionar el estatuto jurídico privilegiado que durante milenios se concedió a la unión vitalicia de hombre y mujer[8]. Una protección especial que se basaba, no en razones religiosas, sino en el hecho elemental de que es el tipo de asociación humana del que surgen niños y en cuyo contexto dichos niños tienen más probabilidades de conseguir un desarrollo adecuado (numerosos estudios estadísticos demuestran que los niños criados por su padre y madre biológicos casados entre sí gozan de mejor salud física y emocional y obtienen mejores resultados escolares que los educados en los llamados «nuevos modelos de familia»)[9].
Pues bien, es precisamente en este contexto de cuestionamiento de lo más esencial donde la exhortación de la Christifideles Laici a santificar desde la vida cotidiana adquiere un sentido nuevo. Los cristianos simplemente seguimos haciendo lo que hasta hace poco tiempo era considerado por todos lo natural: nos casamos para toda la vida, nos gusta tener hijos, no matamos a los niños en el vientre materno…[10]. Simplemente manteniéndonos fieles a todo esto, nos convertimos en un signo de contradicción que interpela poderosamente a una sociedad que ya no cree en la posibilidad de amar a la misma persona hasta la muerte, que intenta convencerse de que matar a seres humanos en gestación es un derecho y que ha dimitido de la procreación. Quien considere exageradas mis afirmaciones sólo tiene que consultar la evolución de las tasas de abortos, rupturas matrimoniales y nacimientos en las últimas décadas.
Hoy más que nunca, los cristianos somos sal de la tierra simplemente por existir: por existir a contracorriente, erigiéndonos en bastión de resistencia a las destructivas tendencias culturales de los últimos tiempos. Y, sin embargo, existir no es suficiente: creo que también debemos ofrecer a nuestros conciudadanos razones de por qué somos así. No deberíamos quedarnos en un rincón de la sociedad, conformándonos con que al menos se nos permita seguir practicando ese peculiar modo de vida, como si fuéramos una especie amenazada recluida en un parque nacional. Debemos ser capaces de explicarle a la sociedad que el compromiso, la fidelidad, la generosidad en la transmisión de la vida, etc. son buenos para todo el mundo, y no solamente para los cristianos[11]. Necesitamos mejorar nuestra habilidad argumentativa[12]. Si los demás nos preguntan por qué no abortamos, por qué tenemos hijos y por qué no nos divorciamos, debemos ser capaces de ofrecer razones sólidas que vayan más allá del mero «bueno, esto es lo que yo creo; y tú, haz lo que tú creas»[13].
Eso implica, por supuesto, salir a la plaza pública y participar activamente en los debates morales y jurídico-políticos de nuestro tiempo. No debemos dejarnos intimidar por el manido argumento según el cual si los cristianos intentamos, por ejemplo, que el aborto o la eutanasia sean prohibidos, estaríamos «imponiendo a toda la sociedad nuestras creencias religiosas privadas» o «intentando convertir el pecado en delito». Es un argumento falaz, que nos reduce de hecho a los cristianos a la condición de ciudadanos de segunda que, a diferencia de todos los demás, no tendríamos derecho a buscar que la legislación refleje nuestras convicciones morales.
La falacia estriba en presumir que los cristianos somos los únicos en tener creencias. En realidad, los llamados “no creyentes” tienen también creencias metafísicas implícitas, y esas creencias condicionan sus opiniones morales y jurídicas[14]. Los ateos creen muchas cosas: creen que el universo surgió de la nada porque sí; creen que la racionalidad del universo (el hecho de que la materia se comporte con arreglo a leyes matemáticamente modelizables) es simplemente una coincidencia afortunada[15]; creen que la especie humana surgió por casualidad; creen que la muerte tiene la última palabra, y que lo único que podemos esperar al final es el retorno a la Nada de la que surgimos… Todo esto no son conocimientos, sino creencias. El ateísmo es una metafísica; es una «religión» implícita, una religión que no es consciente de sí misma[16].
Por tanto, todos, seamos cristianos o ateos, tenemos creencias, y no se ve por qué una parte de la sociedad (los ateos) debería tener derecho a defender en la plaza pública posturas condicionadas por sus creencias, en tanto que los cristianos no tendríamos derecho a ello[17].
Pero además, el argumento de la “neutralidad confesional” es falaz por un segundo motivo: presupone que los cristianos defendemos las cosas que defendemos sólo por razones religiosas, cuando lo cierto es que la mayor parte del tiempo utilizamos argumentos de razón natural que nada tienen que ver con la religión. Sostenemos, por ejemplo, que la dignidad humana no puede depender del tamaño o grado de desarrollo del individuo, y que la ciencia actual certifica que existe un nuevo ser humano desde la concepción. Sostenemos que es esencial para la supervivencia de la sociedad que un porcentaje suficiente de personas siga practicando esa “anticuada” costumbre consistente en comprometerse para toda la vida con una persona de sexo opuesto y tener hijos con ella. Sostenemos que lo ideal para un niño es ser educado en un entorno estable, configurado por su padre y madre biológicos casados entre sí. Nada de esto tiene que ver con la religión.
Tiene que ver con el mero sentido común.
Aprender a argumentar, a convencer a los demás, es, por tanto, importante. Y, sin embargo, quizás no sea lo más importante. Nuestros argumentos carecerán de toda credibilidad si no son respaldados por nuestro testimonio de vida. En su intervención en el último congreso Católicos y Vida Pública, Julián Carrón recordó que reducir el cristianismo a un conjunto de valores sociales o ideales morales sería empobrecerlo. El matrimonio, la apertura a la vida, la caridad hacia los más pobres, etc. no son el corazón del cristianismo, sino consecuencias morales derivadas de lo esencial, que es la fe en que Dios se ha revelado definitivamente en Jesucristo, y que es un Dios salvador que satisface el anhelo eternamente insatisfecho del corazón humano. La convicción de que hemos sido salvados en Jesucristo es lo fundamental; lo demás (las reglas morales, etc.) es una mera consecuencia lógica[18]. Nuestra vida debería irradiar el gozo de quien ha sido salvado.
En esta capacidad de irradiación, esta capacidad de mostrar que hemos encontrado realmente la piedra preciosa, se juega la credibilidad de nuestro discurso y de nuestra influencia en la sociedad. Sobre nosotros pesa siempre la dura observación de Nietzsche: «los cristianos no tienen precisamente cara de salvados». Nos incumbe, por tanto, la gran responsabilidad de mostrar con nuestras vidas que la salvación en Jesucristo es real; que la fe puede realmente transfigurar la existencia[19].
Podemos formular esto de otra forma diciendo que tenemos la obligación de ser felices, de tener vidas plenas, de ofrecer un ejemplo atractivo a nuestros conciudadanos ateos; sólo así sentirán la curiosidad de averiguar cuál es nuestro secreto.
O, como dijese la madre Teresa, «lo primero no es cambiar el mundo; lo primero que tiene que cambiar somos tú y yo».
Francisco J. Contreras
Catedrático de Filosofía del Derecho - Universidad de Sevilla
Notas
[1] Los laicos incurrimos en una actitud especialmente lamentable cuando ─como ocurre con frecuencia─ delegamos totalmente en los prelados la ardua tarea de dar la cara en las ásperas batallas culturales que están abiertas en la actualidad… reservándonos, para colmo, la facultad de juzgar quisquillosamente (desde el sofá del salón) el mayor o menor acierto de aquéllos en esta tarea. Señala Michael PRÜLLER que esta actitud quietista es característica de muchos cristianos europeos: «Mientras que en EEUU numerosos movimientos cristianos de base están haciendo uso de todos los modernos métodos de comunicación para intentar hacer llegar su mensaje a la gente, la situación en Europa es completamente diferente. Aquí los cristianos tienden a delegar las apariciones públicas en los obispos […]» (PRÜLLER, Michael, «Understanding the Secular Crisis of Christianity», en KUGLER, Martin y Gudrun (eds.), Exiting a Dead End Road: A GPS for Christians in Public Discourse, Kairos Publications, Viena, 2010, p. 48).
[2] «Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo» (JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Postsinodal Christifidelis Laici. Sobre la Vocación y Misión de los Laicos en la Iglesia y en el Mundo, 2
[3] Christifideles Laici, 17.
[4] En un sentido similar: «[Los laicos] son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad (Lumen Gentium, 31).
[5] Cf. HABERMAS, Jürgen, El futuro de la naturaleza humana: ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 2002.
[6] Tal era, básicamente, el esquema moral aristotélico-tomista que informó durante siglos la cultura occidental (la ética prescribe los comportamientos que objetivamente contribuyen a realizar la naturaleza humana, a que el hombre alcance su télos), y al que, arguye Alasdair MACINTYRE, no se ha sabido encontrar un recambio adecuado después de la Ilustración: «Su estructura básica es la que Aristóteles analizó en la Ética a Nicómaco. Dentro de ese esquema teleológico es fundamental el contraste entre «el-hombre-tal-como-es» y «el-hombre-tal-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza-esencial». La ética es la ciencia que hace a los hombres capaces de realizar la transición del primer estado al segundo. […] Los preceptos que ordenan las diversas virtudes y prohíben sus vicios contrarios nos instruyen acerca de cómo pasar de la potencia al acto, cómo realizar nuestra verdadera naturaleza y alcanzar nuestro verdadero fin» (MACINTYRE, Alasdair, Tras la virtud, trad. de A. Valcárcel, Crítica, Barcelona, 1987, pp. 75-76).
[7] «[Hoy] Hay mucha gente convencida […] de que los seres humanos no tenemos naturaleza, que somos pura libertad que crea su naturaleza, de manera que somos la fuente del bien y del mal. […] No es verdad. Para el auténtico humanismo clásico, y para un buen cristiano, los seres humanos somos una naturaleza que se realiza en libertad, y no una libertad que crea su propia naturaleza al actuar» (BLANCO, Benigno, En defensa de la familia, Espasa, Madrid, 2010, p. 35).
[8] Josep MIRÓ i ARDÈVOL lo analiza muy bien: «[Las recientes reformas legislativas apuntan en la dirección de] quitar todo reconocimiento social a las familias con hijos. La descendencia es concebida, no como la finalidad necesaria o principal de la sociedad con objeto de facilitar su continuidad, sino como una manifestación particular de una de tantas formas de relacionarse sexualmente. La radicalidad del cambio de perspectiva sólo puede pasar por alto en una cultura que ha perdido el más elemental de los sentidos: el de la supervivencia» (MIRÓ i ARDÈVOL, Josep, El fin del bienestar… y algunas soluciones políticamente incorrectas, Ciudadela, Madrid, 2008.
[9] Vid. datos en MIRÓ, Josep, El fin del bienestar, cit., pp. 88-89 y 146; BLANKENHORN, David, Fatherless America, Basic Books, Nueva York, 1995, pp. 33, 35, 245 (n. 30); POPENOE, David, Life Without Father, Simon & Schuster, Nueva York, 1996, pp. 65-74; DOHERTY, W.J. (ed.), Why Marriage Matters: Twenty-One Conclusions from the Social Sciences, Institute for American Values, Nueva York, 2002.
[10] La Christifideles Laici enfatiza, precisamente, la importancia de la militancia pro-vida de los fieles laicos: «En la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión, tanto más necesaria cuanto más dominante se hace una «cultura de muerte». En efecto, la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel "Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo (cf. 2Co 1, 19; Ap 3, 14)» (Christifideles Laici, 38).
[11] «[A los laicos] les corresponde testificar cómo la fe cristiana ─más o menos conscientemente percibida e invocada por todos─ constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad» (Christifideles Laici, 34).
[12] Es nuestra obligación como cristianos intentar influir en la esfera pública; además, la sociedad (una sociedad desfondada, cansada, desconcertada) puede estar en el fondo (más allá de la hostilidad aparente) anhelando escuchar lo que tenemos que decir: «Es necesario que los cristianos den forma al debate público. ¡Hay tanto que dar! Ningún tema importante debería quedarse sin comentar [por nosotros]. La principal llamada que habría que dirigir a los cristianos es que sean más auténticos y menos temerosos, que se documenten bien y hablen alto con argumentos inteligibles y razonables. ¡Participar en el debate público es, para el cristiano, un acto de caridad!» (KUGLER, Gudrun, «No Successor for Don Camillo: On the Marginalization of Christians in Europe», en KUGLER, Martin y Gudrun (eds.), Exiting a Dead End Road, cit., p. 21).
[13] «Muchos [cristianos] han perdido la capacidad de explicar su fe usando la razón. Frente a las inquisitivas preguntas de sus hijos, su única respuesta es un anémico «esto es lo que creemos»» (WEILER, Joseph, «Ways Out of the Ghetto», en KUGLER, Martin y Gudrun (eds.), Exiting a Dead End Road, cit., p. 314).
[14] «[Todo] el mundo, consciente o inconscientemente, tiene un punto de vista metafísico. […] El más enérgico discípulo del cientifismo, aseverando que la ciencia es el único conocimiento real, o el más resuelto reduccionista físico, diciendo que la materia es todo lo que hay, están ambos realizando afirmaciones metafísicas […]. Será mejor que nuestra posición metafísica sea explícita y examinada a que tenga que ser tácita e inconsciente» (POLKINGHORNE, John, «Física y metafísica desde una perspectiva trinitaria», en SOLER GIL, Francisco José (ed.), Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid, 2005, p. 205).
[15] Vid., al respecto, el interesante debate entre un cristiano y un ateo en SOLER GIL, Francisco José – LÓPEZ CORREDOIRA, Martín, ¿Dios o la materia? Un debate sobre cosmología, ciencia y religión, Altera, Madrid, 2008.
[16] «Una religión es un conjunto de creencias que explican el sentido de la existencia, quiénes somos, y a qué cosas valiosas deberíamos dedicar nuestra vida. Por ejemplo, algunos creen que sólo existe este mundo material, que estamos aquí por azar, que cuando morimos simplemente nos pudrimos, y que por tanto lo más importante es pasárselo bien. […] Aunque esto no es una religión explícita u organizada, lo cierto es que contiene […] una concepción del sentido de la vida, así como unas instrucciones sobre cómo vivir. […] Se trata de un conjunto de creencias sobre la naturaleza de las cosas. Es una religión implícita. En un sentido amplio, la fe en alguna visión del mundo informa la vida de cualquier persona» (KELLER, Timothy, The Reason for God, Hodder & Stoughton, Londres, 2008, p. 15).
[17] Resulta inquietante la interiorización de dicho criterio discriminador por muchos cristianos insuficientemente formados (¿quién no ha encontrado alguna vez creyentes que dicen, por ejemplo, «yo no abortaría, pero no me siento con derecho a imponer mi criterio a personas que no piensan como yo»?). En realidad, el cristiano tiene tanto derecho como cualquier ciudadano a intentar influir ─con arreglo a sus convicciones─ en el contenido de las leyes: «Hay un deber que atañe a todos los cristianos: el de influir en la sociedad para que se dirija hacia estos valores [jurídico-naturales, pero también cristianos]. No pertenecen a la esfera privada […]. Un cristiano que deja de ser cristiano en la esfera pública no es un verdadero cristiano y no conoce en absoluto su fe» (HAALAND MATLARY, Janne, Derechos humanos depredados: Hacia una dictadura del relativismo, trad. de Mª J. García, Ed. Cristiandad, Madrid, 2008, p. 174). Andrés OLLERO ha hablado, en este sentido, de «laicismo autoasumido»: «La laicidad positiva, que […] consiste en que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias de la sociedad, está sometida a una inevitable condición: que los propios creyentes no se autoconvenzan a priori de que las suyas, por misteriosas razones que no compete al Estado descifrar, no deben ser tenidas en cuenta» (OLLERO TASSARA, Andrés, España, ¿un Estado laico?, Civitas, Madrid, 2005, p. 191).
[18] «La religión, sin la experiencia del maravilloso descubrimiento del Hijo de Dios y de la comunión con Él, se convierte en un mero conjunto de principios que cada vez se hacen más difíciles de comprender, y de reglas que cada vez se hace más duro aceptar» (JUAN PABLO II, «Discurso a los jóvenes en Kazajstán», 2001 [citado por PRÜLLER, Michael, «Understanding the Secular Crisis of Christianity», cit., p. 50]).
[19] «No conseguiremos hacer más cristiana a la sociedad a base de martillearle reglas y principios [to hammer rules and principles into it]. Tampoco servirá de nada descafeinar o atemperar esas reglas y principios. Seguirán sin ser atractivos si no hay una «experiencia de descubrimiento fascinante». […] Sólo de allí brota la curiosidad por las reglas y los principios. Los medios para esa experiencia son los de siempre (casi se podría decir que son «a-modernos»): la oración y el testimonio, la humildad y el sacrificio. Hacer el bien en lugar de exigir que se lo hagan a uno. En definitiva: la santidad (a algunos de nuestros lectores más viejos les puede resultar familiar este término; a los demás, les recomiendo que lo busquen en Wikipedia)» (PRÜLLER, Michael, «Understanding …», cit., p. 50).
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