Vagón-Bar
La capacidad de querer y de estar siempre pendiente de las personas queridas es lo que genera capacidad de lucha y optimismo, porque ante una carencia de los tuyos no puedes quedarte quieto
Cuando, como esta mañana, me cuesta ser optimista, pienso en mi padre. Sé de una vez que lloró. Lo sé por mi madre, que me lo dijo un tiempo después. Seguro que lloró otras veces, porque no le faltaron motivos graves, pero tengo que esforzarme mucho para recordarle sin su sonrisa medio pícara. Lo consigo si, por ejemplo, pienso en su concentración la hora de leer el periódico o mientras hacía cuentas, es decir, logro verlo serio si lo imagino solo y trabajando. Pero si estaba con alguien, salvo discusiones menores, sonreía.
De entrada, sonreía al desconocido, al familiar, al que no entendía —porque oía mal, era casi completamente sordo desde poco antes de cumplir los cuarenta. Sin embargo, vivía y se movía como si oyera, sin rastro de susceptibilidades ni amarguras ni sospechas, quizá porque andaba muy concentrado en lo que le importaba: sacarnos adelante. En aquellos tiempos era muy difícil, pero no recuerdo que nunca se quejara de tener que superar tantas dificultades, tan variadas y tan crueles. Se ponía y las superaba, una por una: sin dinero, sin salud, sin echar la culpa a nadie. Esa mezcla de tensión y optimismo producía en él serenidad.
Justo lo que más echo en falta —también en mí— ahora que no está: abundan los repartidores de culpas, los analistas de medio pelo, los mentirosos, los espasmódicos que se agitan de aquí para allá con mucho ruido y ninguna eficacia, los simples, los idiotas, los que no quieren reconocer ni reconocerse nada, los cómodos, los que siempre esperan que alguien haga algo, los que invocan el hambre de África cuando el Papa viene a Madrid mientras lo silenciaron en su viaje a África, porque África les importa un comino y están en otras cosas, los que se aburren y aburren, los que duermen hasta las tantas y arreglan el mundo de noche, a oscuras, como los jóvenes decadentes del imperio austrohúngaro que pintaba Roth, los derrotistas, los que piensan que ya no hay nada que hacer en vez de atreverse a actuar.
Revuelvo en todo eso leyendo la prensa de esta mañana, me reconozco un poco en cada una de las especies que acabo de mencionar y se me marchan las ganas de escribir, porque solo quiero hacerlo para reivindicar el optimismo. Pocos días antes de morir, en un momento de lucidez, mi padre me miró desde la cama del hospital con tristeza en los ojos y me contó una pena que tenía guardada y que le dolía desde dos años atrás:
— Te mandé que contaras los eucaliptos y me dijiste que no.
Con un resto de calma le contesté:
— Fui contigo, los conté y me dijiste que estaban mal contados.
— Y estaban.
— Los conté uno por uno, papá, y me dejé las piernas en los zarzales y en los tojos de la finca. No iba a repetir…
Funcionó lo de siempre, como con mi madre: empezó a preocuparse por mis piernas:
— La culpa fue mía, porque debería haberte dado ropa adecuada… un buzo.
Se quedó feliz y tranquilo, también yo. Por lo visto, aquello era lo único que teníamos pendiente. Le preocupaban los eucaliptos solo porque eran para sus hijos, y le preocupaba mi negativa no por él, sino por mí: por si justo al final me había convertido en un mal hijo. Me parece que esa capacidad de querer y de estar siempre pendiente de las personas queridas es lo que genera capacidad de lucha y optimismo, porque ante una carencia de los tuyos no puedes quedarte quieto.
Como ciudadanos de sociedades supuestamente avanzadas, sin embargo, nos hemos acostumbrado a exigir en vez de a dar, y cuando nuestro egoísmo se ve perturbado en su maciza solidez individualista, pedimos más policía. Una policía que esté en todas partes y que no sea violenta, que recomponga nuestro desorden sin hacer nada y, sobre todo, sin que nosotros tengamos que hacer nada.
Al final, se cumple una ecuación inevitable: a menos familia, menos preocupación por los demás, más pesimismo y… más policías: tanto en los regímenes democráticos como en los totalitarios.
Paco Sánchez
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