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Juan Pablo II fue un líder a escala mundial, hoy es un punto clave de referencia de la conciencia moral del mundo contemporáneo
La educación no es un tema desconocido para la Iglesia católica. Muy lejos de lo que puede pensarse, y así se hace desde sectores alejados de la moral y doctrina católicas, resulta de todo punto fundamental que la materia propia de tal actividad no quede alejada, mucho, de la moral y doctrina.
Como era de esperar, el tema de la educación, no pasó inadvertido para Juan Pablo II.
¿Qué es, exactamente, la educación?
Así la definía el Papa polaco en un Discurso en la Unesco, en 1980: «La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que tiene, todo lo que posee, sepa ser más plenamente hombre».
Tal plenitud, que la puede alcanzar el ser humano, de compresión de su dignidad y de lo que tal dignidad supone para su ser, se alcanza, pues, a través pero, también, a partir, de una educación conforme a unos valores cristianos que no pueden ser preteridos.
Y, para que la educación se lleve a cabo de forma adecuada, no podemos olvidar el papel, fundamental, que juegan los padres. Por eso, en la Carta a las familias (de 1994), dejó escrito que «Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad».
Y aplicando tal principio, el de subsidiariedad, al Estado no le está permitido adoctrinar a los hijos imponiendo ideas y creencias propias del primero sobre la de los padres.
Y es que, al fin y al cabo, «La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana» (Exhortación apostólica Familaris consortio (FC), de 1981, 36). Por eso en la Exhortación citada dice, también, que «Debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a la elección de una educación conforme con su fe religiosa» (FC 40) porque no se debe olvidar tan importante principio.
Pero tal principio no quiere decir que el Estado nada tenga que hacer en materia de educación y que la Iglesia tenga que permanecer pasiva ante tal situación. Al contrario, «El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Por esto tanto la Iglesia como el Estado deben crear y promover las instituciones y actividades que las familias piden justamente, y la ayuda deberá ser proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por tanto, todos aquellos que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar nunca que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales educadores de los hijos, y que su derecho es del todo inalienable» (FC 40)
Y, para la Iglesia, lanza lo que bien podríamos llamar un aviso a navegantes despistados, cuando dice, en la Exhortación apostólica Catechesi tradendae, de 1979, que «la escuela católica: ¿Seguiría mereciendo este nombre si, aun brillando por su alto nivel de enseñanza en las materias profanas, hubiera motivo justificado para reprocharle su negligencia o desviación en la educación propiamente religiosa? ¡Y no se diga que ésta se dará siempre implícitamente o de manera indirecta! El carácter propio y la razón profunda de la escuela católica, el motivo por el cual deberían preferirla los padres católicos, es precisamente la calidad de la enseñanza religiosa integrada en la educación de los alumnos».
El papa se hace una pregunta en voz alta: ¿Qué hacer cuando, a pesar de todo, se trata de influir, de tal manera, en la moral infantil, que bien podría decirse que trata de ser cambiada? «Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia junto con otras familias, si es posible mediante formas de asociación familiar, debe con todas las fuerzas y con sabiduría ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso la familia tiene necesidad de ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los cuales no deben olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a la comunidad eclesial» (FC 40)
Y esto no debería olvidarse porque Juan Pablo II Magno sabía, a la perfección, lo que significa no tener en cuenta tal realidad.
De su amplísimo material escrito que nos deja se puede deducir que su idea sobre la educación se basa en tres pilares: la familia, la escuela y la autoeducación.
Si la familia es el primer fundamento de la educación, el primer objetivo es defender a la familia. En el Monte del Gozo les preguntaba a los jóvenes: «¿Estáis dispuestos, como jóvenes cristianos, a vivir y defender el amor a través del matrimonio indisoluble, a proteger la estabilidad de la familia que favorece la educación equilibrada de los hijos, al amparo del amor paterno y materno que se complementan mutuamente?».
A través de la educación familiar los estudiantes participan de una cultura concreta con sus creencias y valores que han de asumir, mantener e incrementar. En Manila (15-1-1995) les decía: «Vuestros padres han sido vuestro primeros maestros en la fe. Los padre, por tanto, tienen derecho a esperar de sus hijos e hijas los frutos maduros de sus esfuerzos, de la misma manera que los jóvenes tienen derecho a esperar de sus padres el amor y la solicitud que los lleven a un sano desarrollo. Todo eso lo pide el cuarto mandamiento, que es muy rico. Os sugiero que lo meditéis. Os pido que construyáis puentes de diálogo y comunicación con vuestros padres. Nada de espléndido aislamiento. ¡Comunicación! ¡Amor!».
En la escuela el joven se prepara para el trabajo de la edad madura. En la Carta apostólica de 31-3-1985 decía: «Pienso en vuestros maestros, vuestros educadores, guías de las mentes y caracteres jóvenes. ¡Cuán grande es su misión! ¡Qué responsabilidad particular la suya! ¡Pero qué grande es también su mérito! Pero cuando nos planteamos el problema de la instrucción, del estudio, de la ciencia y de la escuela, surge un problema de importancia fundamental para el hombre y especialmente para el joven. Es el problema de la verdad. La verdad es la luz de la inteligencia humana. Si desde la juventud la inteligencia humana intenta conocer la realidad en sus distintas dimensiones, esto lo hace con el fin de poseer la verdad: para vivir de la verdad. Tal es la estructura del espíritu humano. El hambre de verdad constituye su aspiración y expresión fundamental».
El tercer pilar de la educación es la autoeducación. «Aunque no hay duda de que la familia educa y de que la escuela instruye y educa, al mismo tiempo, tanto de la acción de la familia como de la escuela, quedará incompleta y podría incluso ser estéril, si cada uno y cada una de vosotros, jóvenes, no emprende por sí mismo la obra de la propia educación. La educación familiar y escolar debe procuraros sólo algunos elementos para la obra de la autoeducación. En efecto, si la verdad nos hace libres no puede ser construida solamente desde fuera. Cada uno ha de construirla desde dentro; edificarla con esfuerzo, con perseverancia y paciencia. El Señor Jesús habla también de esto cuando subraya que sólo "con la perseverancia podemos salvar nuestras almas". "Salvar la propia alma": he aquí el fruto de la autoeducación» (Carta apostólica a los jóvenes de 31-3-1985).
Las ideas no se imponen, se proponen también nos haga recordar que hemos cambiado gracias a la valentía con la que el Papa propuso la verdad y la libertad con la que siempre defendió los valores.
No es necesario decir que la conquista de la verdad debe llevarse a cabo con pleno respeto de los puntos de vista que sean diferentes y en diálogo abierto con los demás, dialogo que en cada campo alcanza intensidad particular en la Universidad de Santo Tomás, debo hacer referencia, siquiera brevemente, a un aspecto particular del dialogo entre la Iglesia y el mundo. Me refiero al hecho de que nos capacite para «percibir con profundidad mayor cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad, siguiendo las huellas de los Doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomas de Aquino» (Gravissimun educationis, 10). En nuestra época es importante redescubrir el lazo que une a la Iglesia con la universidad. La Iglesia, de hecho, no sólo tuvo un papel decisivo en la institución de las primeras universidades, sino que ha sido durante los siglos fragua de cultura, y hoy sigue siéndolo a través de las universidades católicas y de las diferentes formas de presencia en el amplio mundo universitario. La Iglesia ve en la universidad uno de «esos lugares de trabajo, en los que la vocación del hombre al conocimiento, al igual que el lazo constitutivo de la humanidad con la verdad como fin del conocimiento, se convierten en una realidad cotidiana» para muchos profesores, jóvenes, investigadores y multitudes de estudiantes (Discurso de Juan Pablo II a la Unesco, n. 19: in Insegnamenti, III/1 1980, pp. 165.
Juan Pablo II decía dirigiéndose a los estudiantes participantes en el VIII Foro Internacional de los Jóvenes: «que en la universidad no sólo sois destinatarios de servicios, sino que sois los verdaderos protagonistas de las actividades que en ella se desarrollan. El período de los estudios universitarios constituye una frase fundamental de vuestra existencia, en la que os preparáis para asumir la responsabilidad de opciones decisivas que orientarán todo vuestro futuro. Por este motivo, es necesario que afrontéis el itinerario universitario con una actitud de búsqueda de las respuestas adecuadas a las preguntas esenciales sobre el significado de la vida, sobre la felicidad, y sobre la plena realización del hombre, sobre la belleza como esplendor de la verdad».
Afortunadamente, hoy se ha debilitado mucho el influjo de las ideologías y de las utopías fomentadas por ese ateísmo mesiánico que tanta influencia tuvieron en el pasado en muchos ambientes universitarios. Sin embargo, no faltan corrientes de pensamiento que reducen únicamente la razón al horizonte de la ciencia experimental y de los conocimientos técnicos e instrumentales, para encerrarla en ocasiones en una visión escéptica y nihilista. Estos intentos de huir de la pregunta por el sentido profundo de la existencia, además de ser inútiles, pueden llegar a ser peligrosos.
El papa animaba a los jóvenes universitarios: «No os quedéis aislados en ambientes que con frecuencia son difíciles, sino más bien participad activamente en la vida de las asociaciones, de los movimientos y de las comunidades eclesiales que actúan en el ámbito universitario. Acercaos a las parroquias universitarias y dejaos ayudar por las capellanías. Hay que edificar la Iglesia en la Universidad, es decir, una comunidad visible que cree, que reza, que da razón de la esperanza y que acoge en la caridad todo rastro de bien, de verdad y de belleza presente en la vida universitaria. Vivid todo esto no sólo dentro del campus universitario, sino también allí donde están y se encuentran los estudiantes».
Enrique Marcos Pascual
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