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La beatificación de Juan Pablo II devuelve al primer plano a un Papa que, además de cabeza de la Iglesia, fue uno de los líderes más destacados del siglo XX. Amigo de los jóvenes, entre su extenso legado destaca la creación de las Jornadas Mundiales de la Juventud.
Vimos a Juan Pablo II caminar por nuestra tierra compartiendo las alegrías y los dolores de nuestro tiempo. Le vimos Papa joven, lleno de fuerza y de optimismo, emprender deportivamente un pontificado nada fácil. A lo largo de ese pontificado, le vimos expresar su fe en un pensamiento recio; le vimos, sobre todo, con un corazón grande en el que cabían todos los hombres sin distinción de razas, religión o cultura.
Le vimos, después, caminar cada vez más fatigosamente bajo el peso de los trabajos, de los años y de las múltiples enfermedades. Le vimos limitado en una de las cualidades que le eran más queridas: la capacidad de comunicación. Él, que dominaba la palabra, que leía y declamaba maravillosamente bien, fue quedando cada vez más limitado de expresión y, sin embargo, precisamente en esa limitación dio lecciones inolvidables de densidad humana... y de comunicación de su alegría y de su esperanza. Así le vimos, por ejemplo, en sus últimas reuniones con los jóvenes.
Quienes le conocimos —y lo conoció prácticamente su época entera— sabíamos que era un hombre bueno, amante de la poesía y del teatro, dotado de una inteligencia egregia y de un gran corazón, que se apoyaba en una firme esperanza y en una serena fortaleza forjada en los grandes dramas del siglo pasado, es decir, los ocasionados por los totalitarismos y las guerras. Muchos sospechábamos que era un santo. Sentimos dolor en su muerte, hace poco más de seis años.
En aquel atardecer de la primavera romana se cumplía en él lo que escribió Rainer Maria Rilke del héroe que muere: la muerte sella para siempre su destino, esculpe definitivamente su rostro y su historia. Toda la enorme riqueza de su vida quedaba marcada con la irreversibilidad de la muerte. También sus palabras, amorosas y libres.
Importancia de su beatificación
Juan Pablo II fue un “regalo de Dios” para todos los hombres. Dios se nos hizo cercano en él: en su forma de disfrutar con los jóvenes, en su modo de atender a los débiles, en su vigor intelectual, en su magnífica enseñanza, en su sufrimiento humilde. El día uno de mayo de este año, ese “regalo divino” se nos ha vuelto a entregar con una donación nueva, refrendada con un sello más irreversible que el sello de la muerte: su beatificación. Desde ese día la Iglesia confiesa, con la seguridad de la fe, que Juan Pablo II goza ya de la gloria de los bienaventurados. Su camino —tan parecido al nuestro— ilumina definitivamente nuestro camino. La forma en que ha expresado la fe de la Iglesia, además de su autoridad de Obispo de Roma, tiene ahora el sello de autenticidad que le imprime su santidad personal. Él ha leído la Palabra de Dios con esa especial percepción que de ella tienen los santos.
Juan Pablo II escribió en su testamento espiritual: «Aceptando ya desde ahora esta muerte, espero que Cristo me conceda la gracia para el último pasaje, es decir, la Pascua, (la mía). También espero que haga que sea yo útil para esta causa tan importante a la que intento servir: la salvación de la Humanidad, la salvaguarda de la familia humana, y con ella de todas las naciones y todos los pueblos».
El Señor Jesús, a quien tanto amó y a quien sirvió hasta la muerte, ha colmado con creces este deseo: la beatificación le ha hecho todavía más “útil” para la familia humana: como corresponde a los santos, ahora intercede por quienes aún caminamos por esta tierra; su vida y su enseñanza, que las sucesivas generaciones irán desentrañando, son ahora una luz poderosa que la Iglesia ofrecerá al hombre de todos los tiempos.
Su testamento
La “utilidad” que Juan Pablo II pedía en su testamento tenía un objetivo bien concreto: pedía ser “útil” en la tarea de salvaguardar los bienes esenciales a la dignidad del hombre, al valor trascendente de la vida humana, a la dimensión sagrada de la familia en los planes fundamentales de Dios.
El día siguiente de su elección como Obispo de Roma, un periódico australiano publicaba el siguiente chiste sobre su elección: unos señores muy enfadados, esgrimiendo los símbolos de la hoz y el martillo, que decían: «Toda nuestra vida luchando contra Dios, y lo único que hemos conseguido es prepararle un Papa». Pienso que con esa rapidez y grafismo que caracterizan a un buen periodista, el autor del chiste sintetizaba una gran verdad: Dios había permitido que Karol Wojtyla experimentase en vivo el inmenso dolor del siglo XX —la ilimitada capacidad que el hombre tiene de oprimir al hombre—, para que sintiese en lo más hondo del alma la necesidad —y la urgencia— de “salvaguardar la familia humana”.
A lo largo de su vida, especialmente en su niñez, en su juventud y en su primera madurez, Karol Wojtyla experimentó en sus propias carnes, en las de sus amigos y en la de los pueblos eslavos, la brutalidad de la injusticia, la crueldad y la violencia inferida al hombre por ideologías ateas y totalitarias. Baste recordar un solo nombre: Auschwitz. Vio también muchos ejemplos heroicos de hombría, de bien —empezando por su padre—, de santidad y de martirio. Todas estas experiencias fueron cristalizando en la intimidad de su conciencia hasta el punto de convertirlo en uno de los personajes del siglo XX más sensibles ante la indefensión del hombre y más conscientes de su dignidad.
Redentor del hombre
Este es el título de su primera Encíclica (4.III.1979), que en el comienzo del pontificado se suele considerar como la encíclica programática. En ella Juan Pablo II desarrolla las razones que fundamentan la indisoluble relación que existe entre el cristianismo y el hombre. Son inolvidables, por su lucidez y por su radicalidad juvenil, párrafos como estos:
«¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor, si Dios ha dado a su Hijo a fin de que él, el hombre, no muera, sino que tenga vida eterna! En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizás aún más, en el mundo contemporáneo» (nn. 26-27).
El Papa Wojtyla era bien consciente de que la poderosa civilización del siglo XX, con un progreso jamás antes conocido, orgullosa de sí misma, se había mostrado impotente e ineficaz a la hora de evitar el atroz atropello a la dignidad humana cometido en tantas partes del mundo y por culturas tan diversas. En su testamento, refiriéndose a la década de los ochenta, muestra también su preocupación por la amenaza nuclear que pesa sobre la Humanidad. En definitiva, se trata de la constatación del peligro que supone una civilización poderosa en el desarrollo técnico, pero que desconoce la verdad profunda sobre el hombre. La indefensión en que se ha encontrado la criatura humana no es ajena a las carencias metafísicas y teológicas de finales del segundo milenio. Prosigue el Papa: «Ahora bien, si a pesar de tales premisas, los derechos del hombre son violados de distintos modos, si en la práctica somos testigos de los campos de concentración, de la violencia, de la tortura, del terrorismo o de múltiples discriminaciones, esto debe ser una consecuencia de otras premisas humanísticas de aquellos programas y sistemas modernos. Se impone entonces una continua revisión desde el punto de vista de los derechos objetivos e inviolables del hombre» (Ibid. n. 65).
Juan Pablo II propone aquí una apasionante tarea a todos los pensadores del mundo, empezando por los creyentes: volver a las verdades elementales en que se fundamenta la dignidad del hombre. Sin estas verdades elementales, que van más allá de los avatares de la historia y de la vida, el hombre queda devaluado en su dignidad más íntima, como se devalúa la moneda carente de respaldo. Me refiero a la dignidad del hombre en cuanto hombre, es decir, al principio que fundamenta toda civilización verdaderamente humana: el hombre, todo hombre, por el hecho de ser hombre, posee una dignidad que trasciende el valor material del universo entero y que debe ser inviolable.
La verdad sobre el hombre
Se impone, pues, volver una vez y otra a la consideración de la verdad completa sobre el hombre. Como buen filósofo, Juan Pablo II recuerda este adagio filosófico universal: “No hay nada sin razón suficiente”. La forma inicua en que se ha tratado al hombre, tantas veces de modo indiscriminado, tiene su origen en la visión reductiva y parcial con que se le ha considerado en bastantes sistemas de pensamiento.
La cuestión de la verdad sobre el hombre se le presenta, pues, como una de las cuestiones más urgentes y necesitadas de respuesta. Definió Aristóteles al hombre como animal racional, es decir, materia animada, sensible, capaz de razonar; el libro del Génesis (1, 26) lo define como “imagen de Dios”, es decir, como aquel cuyo misterio —su ser personal— refleja el misterio inefable de Dios; el Nuevo Testamento lo llamará en sentido fuerte “hijo de Dios”. Juan Pablo II, que tan ilusionadamente trabajó en el Concilio Vaticano II especialmente en la Constitución Sobre la Iglesia en el Mundo Contemporáneo, vibra con este pensamiento que fundamenta su antropología: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (n. 22). He aquí cómo lo fórmula en la encíclica Redentor del hombre, n. 37: «Jesucristo mismo, cuando compareció como prisionero ante el tribunal de Pilato y fue preguntado por él acerca de la acusación hecha contra Él por los representantes del Sanedrín, ¿no respondió acaso "Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad"? (…) En el curso de tantos siglos y de tantas generaciones, comenzando por los tiempos de los Apóstoles, ¿no es acaso Jesucristo mismo el que tantas veces ha comparecido ante los hombres juzgados a causa de la verdad, y no ha ido quizá a la muerte con los hombres condenados a causa de la verdad?».
He aquí la cuestión de la verdad planteada en toda su exigencia y en toda su “peligrosidad”. Juan Pablo II tuvo buena experiencia de lo peligroso que resulta tantas veces proclamar la verdad, especialmente la verdad que afecta a la dimensión trascendente del hombre, pero tuvo también profunda experiencia de la necesidad de que esa verdad sea proclamada. De ahí su sentido de la “responsabilidad por la verdad”, su exigencia de dar testimonio de la verdad.
La defensa de la inteligencia. El amor a la verdad acompañó a Juan Pablo II a lo largo de toda su vida. Este amor es un aspecto inseparable de su defensa de la dignidad del hombre. Él mismo califica al hombre como esplendor de la verdad: «El esplendor de la verdad —escribe— brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre» (encíclica El esplendor de la verdad [6.VIII.1993] n. 1). Son muchas las páginas que Juan Pablo II ha dedicado a la verdad, al deber de buscarla, a la importancia que tiene el plantearse las preguntas fundamentales.
Junto a esta actitud, Juan Pablo II ha sido un gran defensor —quizás el más vigoroso de su siglo— de la capacidad de la inteligencia para alcanzar la verdad. Sólo desde esta defensa era posible, además, sanar una de las enfermedades más graves de nuestra cultura: el relativismo, la ausencia de valores permanentes que está en la base de la indefensión en que se encuentra el hombre ante las ideologías políticas y los intereses económicos. La desconfianza en la razón abre inevitablemente la puerta a todos los relativismos, y en ellos naufraga la permanencia de cualquier valor humano.
Juan Pablo II dedicó una encíclica a defender la capacidad de la inteligencia humana para alcanzar la verdad de las cosas trascendiendo lo puramente fenoménico: la encíclica Fe y razón (14.IX.1998). Recuerdo que, cuando ya se encontraba en fase avanzada la redacción de esta encíclica, el cardenal Joseph Raztinger recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Navarra. Durante la comida que le ofreció poco después la Facultad de Teología como nuevo doctor de su Claustro, el Cardenal Ratzinger habló extensamente de la ilusión que tenía el Papa en la publicación de esta encíclica y de la gran importancia que le daba.
Juan Pablo II consideraba que la defensa de la capacidad de la razón para alcanzar la verdad resultaba imprescindible para ir a la raíz de grandes males de nuestro siglo. En aquella conversación se podía palpar la sintonía de pensamiento existente entre el entonces cardenal prefecto de la Doctrina de la Fe y el Papa Juan Pablo II, a quien el célebre teólogo profesaba ya un gran afecto y una franca admiración.
Esta sintonía se ha puesto de manifiesto en las páginas 222-235 del segundo volumen de su Jesús de Nazaret. Benedicto XVI trata aquí también la cuestión de la verdad comentando el juicio de Jesús ante Pilato. Se trata de unas páginas de singular clarividencia, quizás de las más importantes que han salido de la pluma de quien fue catedrático de Ratisbona:
«Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo (...) ¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho».
Una firme esperanza
En las intervenciones con motivo de la beatificación de Juan Pablo II, se subrayó insistentemente la firme esperanza que le acompañó desde la juventud hasta la muerte. Es este uno de los rasgos más característicos de la personalidad humana y del talante cristiano del Papa Wojtyla. La alegría y la fortaleza que brotan de la esperanza han configurado plenamente todas las facetas de su vida, desde las más existenciales hasta las más especulativas. También su pensamiento es un pensamiento esperanzado, como su apuesta por el hombre. Resultan inolvidables frases suyas tan conocidas y tan repetidas como esta: «No tengáis miedo. ¡Abrid las puertas a Cristo!». O esta otra: «Tened fe en Dios; tened confianza en el hombre». La experiencia del tremendo drama de la historia que le tocó vivir jamás apagó en él la esperanza, que es el fuego de los corazones jóvenes.
Por esta razón, cuando ya al final de su vida lo veíamos postrado por la enfermedad, no nos parecía muy distinto de aquel Karol ilusionado que estudiaba en la Universidad Jagellónica y que gozaba con la belleza literaria de la poesía o con la capacidad del teatro para escenificar la verdad.
San Josemaría Escrivá de Balaguer solía animar a quienes se acercaban a él a vivir «sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte». Así vivió el beato Juan Pablo II su larga vida y su dolorosa muerte, apoyado en una indestructible esperanza: no tuvo miedo a la vida, ni tuvo miedo a la muerte. Su vida, como escribe el actual Prelado del Opus Dei, fue «un ejemplo de transparencia cristiana: hacer visible, a través de la propia vida, el rostro y los sentimientos misericordiosos de Jesús» (ABC, 24.4.2011). La falta de miedo era sencilla transparencia de su vivencia de la divina misericordia.
La ternura de la madre
Se ha definido a la cultura del siglo XX como una cultura prometeica, evocando el atrevimiento de Prometeo, que robó el fuego a los dioses. Juan Pablo II no tuvo nada de prometeico. No era el hombre que lucha contra los dioses. La inagotable energía de su vida interior no tenía su origen en una fuerza titánica, sino en la fe en Dios, en la confianza en el hombre... y en el afecto filial a Santa María. Su entrega confiada a la Madre —es elocuente de su actitud vital el totus tuus que eligió como lema de su escudo—, permeó toda su personalidad y llenó todo su quehacer de ese sentido de lo humano, de esa suave ternura que aprendemos de la Madre. Ella es la mejor educadora del corazón del hombre; Ella educó el corazón de Karol hasta llenarlo de esa eximia humanitas con que le conocimos.
No se puede comprender la figura de Juan Pablo II, ni siquiera en sus escritos más filosóficos, sin atender a su devoción a la Virgen, a su confianza filial en ella. De la Madre provenía esa fuerza suave y fuerte que emanaba de su personalidad y que atraía tanto. Así lo destacó Benedicto XVI en su homilía en la Misa de la beatificación, cuando cita la oración «en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». Y ese “corazón” le fue concedido.
Lucas F. Mateo-Seco. Universidad de Navarra
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