La densidad de la presencia de Benedicto XVI en su Alemania natal no puede resumirse en unas pocas líneas
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El reto es decisivo para superar la crisis que padece la Iglesia en el mundo occidental: el futuro depende de la renovación de la fe, no de reformas estructurales
La densidad de la presencia de Benedicto XVI en su Alemania natal no puede resumirse en unas pocas líneas. Pero me atrevo a señalar dos grandes líneas de fuerza: una, estrictamente teológica, que llama al seguimiento de Cristo dentro de la Iglesia; otra, la apelación al diálogo sincero sobre las grandes cuestiones antropológicas actuales, de las que depende la construcción de la paz y la justicia.
Son dos constantes vitales en el pensamiento de Joseph Ratzinger y en el magisterio de Benedicto XVI. Nunca quizá un Obispo de Roma dedicó tanto espacio y tan sinceros elogios a la razón humana y a su capacidad para entender la Revelación divina y, al mismo tiempo, facilitar el entendimiento entre hombres de orígenes y culturas a veces excesivamente contrapuestas.
La gran novedad consiste en que el Papa reitera sus propuestas en una caja de tanta resonancia como la sede del Bundestag berlinés. No es accidental que allí mismo se reuniera, después de pronunciar un discurso memorable, con los representantes de la comunidad judía. Venía a ser como un caso práctico de la teoría general expuesta ante los parlamentarios: si no se acepta la posibilidad de un fundamento radical de las leyes, más allá de la mayoría de los votos, se puede construir una legislación antihumana, como la que dio origen a la Shoah, al gran proyecto nazi de destruir al pueblo de Israel.
Una vez más resalta el temple intelectual y académico de Joseph Ratzinger. A diferencia de la intolerancia que rechaza a priori su palabra —no es el caso de los grandes pensadores, como Jürgen Habermas—, plantea un debate sereno sobre las bases éticas universales del derecho. Sólo será posible esa ardua tarea si se reinterpretan los jalones de la ciencia y la filosofía desde la Ilustración, que confinan ética y fe al ámbito de lo privado. Determinar la presencia de culturas y religiones en la convivencia democrática ciudadana se hace casi una obligación, más aún si se piensa en el actual multiculturalismo alemán, buen campo de pruebas para la situación global del planeta. Se comprende que Benedicto XVI haya hablado desde la razón en el Bundestag, y haya dedicado tiempo a luteranos, judíos y musulmanes.
Recibió a estos últimos en la Nunciatura de Berlín. Quizá estas palabras reflejan la idea central del discurso del Papa: «Muchos musulmanes conceden gran importancia a la dimensión religiosa. Esto a veces se interpreta como una provocación en una sociedad que tiende a marginar este aspecto o, como máximo, a admitirlo en la esfera de las decisiones individuales. La Iglesia católica está firmemente comprometida en que se dé el debido reconocimiento a la dimensión pública de la pertenencia religiosa. Es una exigencia no irrelevante en el contexto de una sociedad pluralista. Sin embargo, hay que cuidar siempre de que se mantenga el respeto hacia el otro. El respeto mutuo crece sólo sobre la base del consenso sobre algunos valores inalienables, propios de la naturaleza humana, sobre todo la dignidad inviolable de cada persona».
Para casi todos los pueblos, dentro y fuera de Occidente, la referencia esencial para la convivencia pacífica es la Constitución del Estado. Benedicto XVI subrayó las sólidas convicciones de los redactores de la ley fundamental germana, que permite su vigencia cuando tantas cosas han cambiado en Alemania en los últimos sesenta años (incluida la reunificación). Los redactores de la carta constitucional «sabían que tenían que confrontarse con personas de confesión diversa o incluso no religiosos: el terreno común se encuentra en el reconocimiento de algunos derechos inalienables, que son propios de la naturaleza humana y preceden a cualquier formulación positiva. De ese modo una sociedad sustancialmente homogénea sentó las bases que hoy consideramos válidas para un mundo caracterizado por el pluralismo. Bases que, en realidad, indican también los límites evidentes de ese pluralismo: no es concebible, en efecto, que una sociedad puede mantenerse a largo plazo sin un consenso sobre los valores éticos fundamentales».
El concepto de ley natural está ligado a los estoicos. Jerusalén y Roma potenciaron de veras la cultura de Atenas. Muchos años después, el Concilio Vaticano II recordaría ese camino de justicia y libertad a los católicos. También a éstos se aplican las palabras de Benedicto XVI a los representantes de la Iglesia Evangélica, en el antiguo convento agustino de Erfurt, donde Martín Lutero estudió teología y fue ordenado sacerdote, en 1507: «la fe tiene que ser nuevamente pensada y, sobre todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo que pertenece al presente». El reto es decisivo para superar la crisis que padece la Iglesia en el mundo occidental: el futuro depende de la renovación de la fe, no de reformas estructurales.