Joseph Ratzinger ha regresado por tercera vez desde que fue elegido Papa para encontrar a la gente y hablar de Dios
L´Osservatore Romano
Es necesario superar el error del pasado de enfatizar cuanto divide a los cristianos e insistir en cambio en cuanto les une: la fe en el Dios trinitario revelado por Cristo y su testimonio en un mundo sediento de él, como si se adentrara más y más en un desierto sin agua
Se puede ya extender a todo el viaje la acertada imagen del sol sobre Berlín elegida por Frankfurter Allgemeine Zeitung para titular un comentario al magistral discurso de Benedicto XVI —que, con una elección inteligente y periodísticamente perfecta, ha publicado íntegramente el autorizado periódico alemán—. No sólo y no tanto por el bellísimo tiempo fresco y soleado que está acompañando la visita, sino por su importancia en los distintos momentos. El sol, por lo tanto, resplandece sobre Alemania, donde Joseph Ratzinger ha regresado por tercera vez desde que fue elegido Papa para encontrar a la gente y hablar de Dios, como enseguida explicó.
En la tradición cristiana la luz solar significa también aquella divina que ilumina el mundo, y precisamente el obispo de Roma ha elegido hablar de la luz de Dios al encontrar en Erfurt —justo donde el joven Lutero estudió teología— a los representantes evangélicos, acogido con auténtica cordialidad. Y naturalmente es la cuestión acerca de Dios, central en el pensamiento y en el tormento del joven monje agustino, lo que interesa sobre todo a Benedicto XVI. ¿Quién se preocupa de ello, incluso entre los cristianos? ¿Quién se toma en serio las propias faltas y la realidad del mal? Reflexionar sobre “la causa de Cristo” querida por Lutero, y por ello sobre la fe, es hoy el compromiso ecuménico principal, en un mundo donde pesa cada vez más la ausencia de Dios.
Precisamente utiliza el Papa la imagen de la luz para describir el progresivo distanciamiento del mundo respecto a Dios: al principio sus reflejos todavía lo iluminan, pero después el hombre acaba por perder su vida cada vez más. He aquí por qué es necesario superar el error del pasado de enfatizar cuanto divide a los cristianos e insistir en cambio —y ya es mucho— en cuanto les une: la fe en el Dios trinitario revelado por Cristo y su testimonio en un mundo sediento de él, como si se adentrara más y más en un desierto sin agua, como dijo Benedicto XVI en la homilía inaugural de su pontificado.
Este testimonio común de los cristianos se debe reflejar —en sociedades donde la ética se sustituye con cálculos únicamente utilitaristas— en la lucha por defender «la dignidad inviolable del hombre, desde la concepción hasta la muerte». En diálogo con las otras religiones, y en particular con el judaísmo y con el islam, como ha repetido el Papa encontrando a algunos de sus representantes. Con los musulmanes y los judíos, en efecto, los cristianos y los católicos pueden y deben colaborar, en sociedades en las que hace falta combatir juntos a fin de garantizar la dimensión pública de las religiones y para crear, a través de la justicia, las condiciones para la paz: opus iustitiae pax, según la expresión veterotestamentaria elegida como lema por Eugenio Pacelli.
En un tiempo de inquietud e indiferentismo, y en circunstancias que no raramente oprimen como en una prensa, quienes viven en la alegría de la Iglesia, que es el don más bello de Dios, deben dejarse transformar misteriosamente en el vino dulce de Cristo. Ofrecido a todos los hombres con amistad y con la razón. El hombre puede hoy destruir el mundo, y por ello, con la razón, hay que reencontrar los fundamentos del derecho. Como explicó en el Parlamento de Berlín —escribe sugestivamente Frankfurter Allgemeine Zeitung— el pescador de hombres llegado de Roma.